Read ¡Muérdeme! Online

Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (11 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Drew sacó una tarjeta azul del bolsillo de la camisa y la mostró.

—Padezco ansiedad.

—Eso no es una enfermedad —dijo Cavuto, quitándole la tarjeta de la mano—. Y esto es el carné de la biblioteca.

—Leer le produce ansiedad —dijo Lash.

—Es una enfermedad —dijo Jeff, intentando aparentar seriedad.

—Es para la artritis —dijo Troy Lee.

—No tiene artritis. No tiene ninguna enfermedad —repuso Cavuto, sacando las esposas de la bolsita del cinturón.

—Ella sí —dijo Troy Lee, señalando a su abuela.

La vieja sonrió, alzó su tarjeta, hizo una artrítica seña que la identificaba como de la banda West Coast y dijo:

—¿Qué pasa, negrata?

—No pienso chocar puños con ella —dijo Cavuto.

—Tiene como noventa años. Debes hacerlo. Es nuestra costumbre —dijo Troy Lee con su misteriosa voz secreta de la antigua China. Acentuó el efecto inclinando un poco la cabeza desde su posición de sentado.

Cavuto tuvo que agacharse y chocar el puño con la anciana.

—Nunca escapará de los gatos asesinos con esos zapatos gigantes —dijo él.

—No te entiende —dijo Barry,

—No comprende tu idioma —dijo Gustavo.

—¿Gatos? —dijo Rivera—. Tu mensaje.

—Sí, dijiste que llamara si pasaba algo raro —comentó Troy Lee.

 —En realidad dijimos que no nos llamarais —dijo Cavuto.

—¿De verdad? Da igual. El caso es que el Emperador llamó anoche a la puerta de la tienda todo acojonado por unos gatos vampiro.

—¿Los visteis?

—Sí, los había a cientos. Y no sé cómo vais a acabar con ellos. Por eso es evidente que estamos ante el apocalipsis.

Clint, el cristiano renacido, alzó la mirada.

—Supongo que el número de la bestia es el número de los que hay. Así que debe de haber al menos seiscientos sesenta y seis.

—Pero era difícil contarlos —dijo Drew—. Estaban en una nube.

Rivera miró a Troy Lee esperando una explicación.

—Era como si se hubieran convertido en vapor, como intentaba hacer el viejo vampiro cuando volamos su yate. Solo que estaban fusionados en una única nube vampírica enorme de cojones.

—Sí, empezó a entrar en la tienda, aunque la puerta estaba cerrada —dijo Jeff, que ahora estaba en la línea de tiros libres, encestando su cuarta canasta consecutiva.

—¿Cómo lo impedisteis? —preguntó Cavuto.

—Con una toalla mojada bajo la puerta —dijo Barry—. Es lo que se hace cuando fumas hierba en un hotel y no quieres que alguien llame a seguridad. Siempre debes tener una toalla a mano. Lo leí en una guía para hacer autoestop por la galaxia.

—Eso es habilidad —dijo Drew, con la mirada algo vidriosa.

—Habría sido el apocalipsis, de no ser por la toalla mojada —dijo Troy Lee—. Clint está buscando en la Biblia la parte de la toalla.

—Espero que sea un apocalipsis tipo Cúpula del Trueno —dijo Jeff—. Y no un apocalipsis con zombis que quieren comerte el cerebro.

—Estoy seguro de que será un apocalipsis de gatos vampiro acabando con la ciudad —dijo Barry—. Por lo que ya sabemos.

—No es el apocalipsis —dijo Cavuto.

—¿Y qué pasó? —preguntó Rivera—. ¿La nube se fue y ya está?

—Sí, como que se destiló en una enorme manada de gatos y se fueron corriendo en todas direcciones. Pero ¿qué haremos esta noche si vuelven? El Emperador los condujo hasta nosotros.

—¿Dónde está el Emperador?

—Se fue esta mañana con sus perros. Dijo que creía saber dónde estaba el primer gato vampiro y que él y sus hombres lo matarían y salvarían la ciudad.

—¿Y le dejasteis ir?

—Es el Emperador, inspector. No le puedes decir una mierda.

Rivera miró a Cavuto.

—Di a la central que emitan un boletín para que nos llame cualquiera que vea al Emperador.

—Hoy no saldremos de trabajar, ¿verdad? —dijo Cavuto.

—Tómate un día libre por el apocalipsis —dijo Barry—. ¡Qué grande! ¡El día del apocalipsis!

La abuela de Troy Lee dirigió una parrafada en cantonés a su nieto, que replicó del mismo modo. La anciana se encogió de hombros, miró a Cavuto y a Rivera y habló durante unos treinta segundos, entonces le quitó el balón a Jeff y lanzó un tiro que no se acercó ni al aro, por el que todos la aclamaron.

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Cavuto.

—Quería saber por qué gritaba Barry, así que se lo he dicho.

—¿Y qué ha respondido?

—Dijo que no es tan grave. Que cuando era niña hubo gatos vampiro en Pekín. Dice que no tienen ni media hostia.

—¿Ha dicho eso?

—Con otras palabras, pero básicamente sí.

—Qué bien —dijo Cavuto—. Ya me siento mejor.

—Necesitamos encontrar al Emperador —dijo Rivera.

Cavuto sacó de la chaqueta las llaves del coche.

—Y recoger las chupas del Apocalipsis.

—¿Qué pasa con nosotros? —preguntó Lash.

Rivera ni miró hacia atrás al contestar.

—Vosotros tenéis más experiencia luchando con vampiros que nadie más en este planeta…

—Eso es cierto, ¿verdad? —dijo Troy Lee.

—Oh, pero qué jodidos estamos —dijo Lash.

—Eso es triste —dijo Drew, volviendo a cargar la cazoleta de la cachimba—. Muy triste.

El Emperador

Oscuridad. Esperó un momento, escuchando su propio pulso latiéndole en las sienes antes de encender otra cerilla.

—Valor —susurró para sí mismo, como un mantra, una afirmación, un sonido que le impidiera sobresaltarse ante cualquier crujido o roce en la oscuridad.

Encendió la cerilla y la mantuvo en alto.

Tiró de la gran puerta de acero, empleando todo su peso, y se movió unos centímetros. Igual la otra salida estaba por allí. Era evidente que los gatos no habían entrado por la ventana, no con el contrachapado tapándola. Abrió la puerta empujando con el codo, sintiendo la resistencia del cúmulo de gatos vampiro dormidos contra ella. Cuando la abertura fue lo bastante amplia como para pasar por ella, metió el hombro, e hizo una pausa al apagarse la cerilla con el movimiento.

Estaba dentro, y el suelo parecía más despejado a sus pies, aunque sentía que estaba parado sobre polvo. Encendió la siguiente cerilla esperando ver una escalera, un pasillo, quizá otra ventana cegada, pero lo que vio fue que estaba en una pequeña alacena con amplios estantes metálicos. El suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo, mezclado con ropa arrugada. Abrigos harapientos, vaqueros y botas de trabajo, pero también ropa de brillantes colores, tops y pantalones ajustados, zapatos con plataforma de colores fluorescentes, sucios por el polvo y la oscuridad.

Todo aquello había sido gente. Gente sin techo y prostitutas. Los villanos habían arrastrado a la gente hasta allí y se habían alimentado de ella hasta convertirla en polvo, como había dicho la niñita gótica. Pero ¿cómo? Por muy fuertes o hambrientos que estuvieran, seguían siendo gatos caseros antes de convertirse en vampiros. Y no parecían trabajar en equipo. No conseguía imaginarse a una manada de veinte gatos vampiro arrastrando a un adulto hasta allí abajo. No tenía sentido.

La cerilla le quemó los dedos y la tiró a un lado, entonces sacó el cuchillo del cinturón antes de encender la siguiente. Cuando esta se encendió, vio algo en uno de los estantes al fondo de la habitación. Algo un poco más grande que un gato doméstico. Igual era una víctima que había sobrevivido.

Agarró con fuerza el cuchillo y avanzó, intentando no reaccionar cuando la polvorienta ropa se le enganchó a los pies y los tobillos.

No, no era un gato. Al menos no era un gato doméstico. Pero tenía pelo. Y una cola. Y era tan grande como un niño de ocho años, y estaba acurrucado contra algo aún más grande. El Emperador alzó el cuchillo, dio un paso adelante y se detuvo.

—Vaya, esto no se ve todos los días.

La cosa-gato estaba acurrucada contra la forma desnuda de Tommy Flood.

11

Las crónicas de Abby Normal,

patética fracasada entre todas las criaturas grandes y pequeñas

He fracasado como esbirra, como novia y como ser humano en general, y eso sin contar biología, que voy a suspender del todo pese a haber ido dos veces a clase.

La condesa se fue hace cosa de una semana, y nadie la ha visto, ni a ella ni al vampiro Flood. Los he buscado, sobre todo cuando se suponía que debía estar en clase. No sé dónde buscar. Me limito a andar preguntando a la gente si ha visto a una pelirroja que está buenísima y o bien se alejan deprisa o, en el caso de un tío, que sospecho que era un chuloputas, me ofrecen mil dólares por presentársela si la encuentro. Y luego me ofreció trabajo porque dijo: «A los clientes les va lo de la lolita flaca».

Y yo le solté: «Oh, qué halagador, señor. Gracias. Cuando encuentre a mi amiga, la traeré y estaremos encantadas de atender a esos asquerosos montones de horripilantes desconocidos y le entregaremos todo nuestro dinero junto con toda la autoestima que pueda quedarnos».

Y él: «Hazlo, pequeña. Hazlo».

Que es otro motivo por el que necesito encontrar a la condesa y pedirle perdón, porque mi nuevo móvil tiene vídeo y me muero de ganas de colgar en mi
blog
una grabación de Jody dispersando por todo el Tenderloin pedazos sangrientos de chuloputas. (La condesa me dio una charla sobre que debo respetarme a mí misma y que una mujer nunca debe renunciar a su dignidad ante un hombre a no ser que le regale joyas, o esté buenísimo y tenga curro fijo, así que creo que al menos le romperá algunos huesos y le dará una paliza que se las hará ver de todos los colores.)

En la ciudad hay escasez de prostitutas y vagabundos, y ya ha salido en la página web del
Chronicle
. Lo dicen como si fuera algo bueno, en plan «disminuyen los arrestos de antivicio» o algo así, y en otro artículo dicen que los albergues para los sin techo tienen sitio de sobra por primera vez en la vida. ¡ODM! ¡Que se los comen los mininos, mamonazos! Por eso no quise trabajar en el periódico del colegio. Los periodistas no se enteran de lo que tienen que enterarse y no te dejan decir joder.

Pues eso, que cuando por fin volví a la guarida de amor, las ventanas estaban tapadas con contrachapado y Fu y Jared habían ordenado alfabéticamente todas las ratas y las tenían amontonadas y marcadas y eso. Así que corrí a los brazos de Fu y lo besé un rato largo, y entonces miré alrededor y dije: «Están muertas. El
loft
está lleno de ratas muertas».

Y Jared va y dice: «Muertas, no. No muertas».

Y voy yo y le digo a Fu: «Explícate,
s’il vous plaît
».

Y Fu dice: «Es asombroso, Abby. Solo hay que inyectarles un poco de sangre de vampiro y se convierten en vampiros, pero antes hay que matarlas. Nos llevó un tiempo descubrirlo».

«¿Así que has matado a todas las ratas?»

«Lo hice yo», suelta Jared. «Me puse muy triste, pero ya lo he superado. Es por la ciencia.»

«¿Cómo?»

Y Fu dice: «Con cloruro potásico».

Y justo al mismo tiempo Jared dice: «Con un martillo».

Y Jared pone los ojos como un anime asustado y va y suelta: «Sí, quise decir con cloruro potásico».

Y yo: «¿Has estado matando y vampirizando ratas mientras la condesa y Tommy andan perdidos y la ciudad está forrada con anuncios de gatos perdidos y Chet y sus esbirros se comen a los sin techo y probablemente también a las prostitutas?».

Y los dos van y dicen: «Pues… sí».

«Y he tenido que trabajar e ir a clase», dice Fu. «Y pulir el coche.»

Y Jared va y dice: «Y hemos estado haciendo chupas solares para los dos policías, que necesitan como un millón de cables». Y apunta a la mesita de café, que es la única superficie donde no hay jaulas llenas de ratas muertas, y en ella no hay chupas sino redes de cables con forma de chupa y con pequeñas cuentas de cristal.

Y voy y digo: «Los polis no pueden ponerse eso. Parece lencería para robots».

Y Jared va y dice: «Très guay, non?».

«¡No!», suelto. «Y no
encapulles
más la lengua francesa con tu asquerosa sorbepenes. Estropearás el idioma antes de que yo lo domine lo bastante como para poder expresar mi profunda desesperación y mis oscuros deseos en français, encantador de ratas.»

Pues eso, que sé que fui un poco dura, pero estaba enfadada y en mi defensa diré que cuando dije «oscuros deseos» me estaba restregando un poco contra la pierna de Fu, así que lo dije con amor.

Y Fu va y dice: «No teníamos tiempo para conseguir chupas. Tienen que ser de cuero y son caras».

Así que está claro que ni siquiera mi amado Fu puede pasar sin supervisión femenina, pese a sus superhabilidades científicas de ninja. Claro que últimamente ha estado yendo a casa, y sus padres son una mala influencia.

Así que voy y digo: «Yo me encargo. Iré a ver a Lily».

Lily es mi APS de repuesto. Antes era mi APS, pero en la época en que conocí a mi señor Flood y a la condesa, Lily recibió en su trabajo un libro por correo que la convenció de que era la Muerte, así que le dije: «Tú misma, zorra».

Y ella: «Soy libre para vivir mi propia pesadilla, guarra».

Así que quedamos guay.

Pues eso, que cojo el autobús 45 desde la guarida del amor llena de ratas muertas hasta North Beach. Caminar por Chinatown como que me pone los pelos de punta por todas las abuelas chinas que se ven por la calle, que seguro que están hablando de mí porque creen que he estropeado a Fu con mis encantos anglogóticos. Además me entran unos antojos locos de comer dim sum para los que algún día tendré que buscar tratamiento, o un aperitivo.

Pues eso, que Lily sale de detrás del mostrador y me da un abrazo y un besazo en la frente (porque es más alta que yo además de tener exceso de tetamen).

Y voy yo y le digo: «Me has dejado en la frente una marca violeta de tus labios, ¿verdad?».

Y Lily: «El beso de la Muerte. Acostúmbrate, guarrona, que además combina con tus puntas; te queda très mono».

Y yo suelto: «Vale». No era el beso de la Muerte, pero sí combinaba con mis puntas. Y entonces voy y le digo: «Lils, necesito cazadoras de cuero de hombre en estas tallas». Le di la nota que escribió Fu con las tallas y el corte y eso.

Y va ella y dice: «¿QCÑ,Abs? ¿Una cincuenta grande? ¿Es para una orca?».

«Para un poli gay giganorme. ¿Tienes?»

«Sí. ¿Te fumas uno de clavo?»

Y voy yo y contesto: «¿Tienes suficiente lápiz de labios violeta?». Porque fumar es como lo peor para el lápiz de labios y ese color combinaba con mi pelo.

BOOK: ¡Muérdeme!
7.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Heartbeat Away by Palmer, Michael
Playing with Fire by Sandra Heath
Down Around Midnight by Robert Sabbag
Dark Don't Catch Me by Packer, Vin
How To Salsa in a Sari by Dona Sarkar
Shift by Sidney Bristol
You Can't Choose Love by Veronica Cross
Redeem The Bear by T.S. Joyce
The Secret of the Rose by Sarah L. Thomson