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Authors: Christopher Moore

¡Muérdeme! (12 page)

BOOK: ¡Muérdeme!
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Y ella: «Por favor, zorra» que significaba: «¿Alguna vez me ha faltado maquillaje?». Lo cual es cierto porque Lily tiene una bolsa de mensajero de robot pirata de PVC donde se puede esconder un niño pequeño, solo que lleva productos de belleza.

Así que solté: «Vale».

Así que Lily y yo salimos por atrás y fumamos mientras mirábamos el contenedor como si fuera el mismísimo abismo de nuestra desesperación. Y yo me disponía a contarle lo de la guarida del amor, y Fu y los mininos vampiro y todo eso, porque había estado en modo novio y desconectada, algo que Lily pilla a la primera.

Y Lil va y suelta: «¿Ese poli gay grandullón va con un compañero hispano?».

Y yo: «Rivera y Cavuto. Moradores diurnos carrozas, pero Rivera tiene como un rollo de agente secreto. ¿Los conoces?».

Y Lily dice: «Sí, estuvieron ayer por aquí. Rivera lleva ropa cara. Y huele bien. Me lo tiraría».

Y a mí que me dan como arcadas. «Tiene como mil años, Lils, y es poli. La robomadre se puso empalagosa con él. ¡ODM! ¡Eres asquerosa!»

«Cállate, no digo que me lo tirase en plan normal. Me refiero en plan apocalipsis zombi atrapados en un centro comercial antes de tener que matarnos a tiros para que no nos coman el cerebro y nos transformen en no muertos. Entonces sí que me lo tiraría.»

Así que voy y digo: «Ah, claro, entonces sí». Pero solo para que se sienta mejor, porque no tiene novio y a veces se pasa de putilla para compensarlo, pero sigue pareciéndome asqueroso. Y, para cambiar de tema, suelto: «¿Y qué querían?».

«Preguntaron un montón de chorradas irrelevantes. Si había visto gatos raros, si había visto al Emperador o a una pelirroja.»

Y yo mientras gritando:
¡Mierda puta! ¡Mierda puta! ¡Mierda puta!
por dentro. Pero por fuera estoy toda tranquila y digo: «Y tú no tenías ni idea, ¿verdad?».

«No. Asher dijo que la otra noche había pasado junto a una pelirroja que estaba buena, y yo que el otro día cogí el tranvía para ir a Max’s Deli a por un sándwich y me pareció verla entrar en el hotel Fairmont. Con un pelo que parecía una capa de rizos pelirrojos. Yo mataría un cachorrito por tener una melena así.»

«¿Con una chaqueta de cuero rojo?»

«Una chaqueta de cuero rojo muy guay.»

«No se lo dirías, ¿verdad?»

Y Lil va y suelta: «Pues, sí».

Y yo: «¡Puta traidora!», y la pegué en el hombro.

Diré en mi defensa que se supone que a tu APS debes contarle cuándo llevas tinta fresca, así que como que se pasó al gritar así. Yo no tenía manera de saber que se había hecho un tatuaje nuevo en ese hombro, así que no vino nada a cuento que me diera un puñetazo en la teta.

Así que me pongo a gritar très alto y una señora rusa de arriba saca la cabeza por la ventana y suelta: «Silencio favor, parece están como quemando un oso».

Pues eso, que Lils y yo nos echamos a reír y a decir «como un oso» una y otra vez hasta que la señora rusa cierra la ventana de un portazo, como un oso.

Entonces me acuerdo y suelto: «Lils, tengo que llevarme las chupas e ir al Fairmont. Tengo que salvar a la condesa».

Y Lily va y dice: «Vale», sin pedir más detalles, que es por lo que la quiero. Es tan nihilista que como que no tiene gracia.

Pues eso, que cojo las chupas y pillo un taxi hasta el Fairmont, cosa que cabrea al taxista porque solo son seis manzanas, pero cuando llego al hotel, ¡mierda puta!, ya es tarde.

Jody

Una de las cosas que Jody echaba de menos de ser humana era poder dormir. Echaba de menos esa sensación de cansancio y satisfacción de cuando te metes en la cama y te sumes poco a poco en un mar crepuscular de sueños. De hecho, no había vuelto a sentirse cansada desde que era vampiro, salvo tras pasar mucho tiempo sin alimentarse. La mayoría de las mañanas, a no ser que Tommy y ella hubieran hecho el amor y se hubieran quedado dormidos abrazados, solía ponerse en una postura relativamente cómoda y esperar a que saliera el sol y la durmiera. Apenas un agitar de párpados que duraba un segundo, antes de apagarse como la llama de una vela.

Lo más parecido al sueño que había experimentado como vampira fue cuando se convertía en niebla dentro de la estatua de bronce, e incluso entonces la puerta a los sueños se cerraba de un portazo al llegar el alba. El constante estado de alerta de su ser vampírico resultaba, bueno, un poco irritante. Sobre todo tras llevar una semana buscando a Tommy por la ciudad, forzando al límite sus sentidos aumentados, y teniendo que volver cada mañana al hotel con las manos vacías. Tommy había entrado cojeando en ese callejón y había desaparecido. Había mirado en todos los lugares de la ciudad adonde ella lo había llevado, en todos los lugares donde sabía que él estuvo, y seguía sin encontrar ni rastro de su presencia. Esperaba que algún «sexto sentido» vampírico, como el que había parecido tener el viejo vampiro que la convirtió, la ayudase a encontrarlo pero no.

Ahora volvía por séptima vez a su habitación en el Fairmont. Y por séptima vez pondría el cartel de no molestar, cerraría la puerta, se pondría la sudadera, bebería de la bolsita de sangre que guardaba en la mininevera, se cepillaría los dientes, se metería bajo la cama y repasaría mentalmente un mapa de la ciudad hasta que se la llevara el alba. (Dado que al amanecer estaba técnicamente muerta, dormir encima de un cómodo colchón era un lujo peligroso, y metiéndose bajo la cama, ponía más capas entre la luz del sol y ella, en el supuesto de que alguna doncella cotilla entrara en la habitación.)

Una parte de su ritual previo a la salida del sol había sido volver al hotel un poco más tarde cada mañana, como el paracaidista que se deja caer más y más cerca de tierra antes de tirar de la anilla para que le dure un poco más el subidón de la adrenalina. Las dos últimas mañanas había entrado en el hotel cuando empezaba a sonar la alarma del despertador, programada para sonar diez minutos antes del amanecer, según un almanaque electrónico. Le había comprado uno a Tommy, y se preguntó si aún lo llevaría. Cuando bajaba por la calle California, intentó recordar si lo llevaba puesto al sacarlo del caparazón de bronce.

La alarma del reloj sonó a dos manzanas del Fairmont y no pudo evitar sonreír un poco ante esa pequeña emoción. Aceleró el paso, pensando que llegaría a su habitación con tiempo de sobra, pero que igual tendría que pasar de la sudadera y del aperitivo de sangre.

Cuando llegó a los escalones del vestíbulo olió a cigarro puro, y a colonia Aramis, y la combinación le provocó un escalofrío eléctrico de alarma que le recorrió la columna antes de que pudiera identificar el peligro. Policías. Rivera y Cavuto. Rivera olía a Aramis, Cavuto a cigarro puro. Se detuvo en seco, los tacones de sus botas resbalaron un poco en los escalones de mármol.

Allí estaban, ante el mostrador de recepción, pero un botones los conducía ya hacia el ascensor. Los llevaba a su habitación.

¿Cómo?, pensó. No importa. El cielo se estaba aclarando. Miró el reloj: tres minutos para encontrar un refugio. Se apartó de la puerta, salió a la acera y echó a correr.

Normalmente se habría controlado para que nadie se fijara en la pelirroja con botas y vaqueros que corría más deprisa que un velocista olímpico, pero esta vez podrían contárselo a sus amigos para que no les creyeran. Necesitaba refugio, ya.

Había recorrido manzana y media de la calle Mason cuando encontró un callejón. Su primera noche como vampiro había sobrevivido metiéndose bajo un contenedor. Igual podía sobrevivir a ese día dentro de otro. Pero ya había alguien allí, el personal de la cocina de un restaurante, que había salido a fumar. Siguió corriendo.

No había callejones en las dos manzanas siguientes, luego un espacio estrecho entre edificios. Igual podía introducirse por allí y buscar la ventana de algún sótano. Se arrastró por él hasta llegar a una estrecha puerta de contrachapado y ya había metido una pierna dentro cuando apareció un pit bull ladrando. Volvió a la acera de un salto y continuó corriendo. ¿Que clase de psicópata usa un espacio de medio metro de ancho entre dos edificios para que su perro corra? Debería estar prohibido.

Estaba en Nob Hill, zona descubierta con anchos bulevares, que antaño fue un gran barrio y ahora resultaba increíblemente molesto para cualquier vampiro necesitado de refugio. Dobló por la calle Jackson, rompiéndose el tacón de la bota derecha. Sabía que debía ponerse playeras, pero sus caras botas altas de cuero hacían que se sintiera un poco como una superheroína. Resultó que torcerse el tobillo duele un cojón, aunque seas una superheroína.

Ahora iba de puntillas, corriendo, cojeando, hacia la plaza Jackson, el barrio más antiguo de San Francisco, superviviente del gran terremoto y del incendio de 1906. Por allí había edificios de ladrillo con toda clase de cuchitriles y tiendas en sótanos. Un edificio tenía en el sótano el esqueleto de la quilla de un barco de vela, una reliquia de cuando la fiebre del oro dejó tantos barcos abandonados en los muelles y la ciudad creció literalmente sobre ellos.

Un minuto. La sombra de la Pirámide de Transamérica se proyectaba horizontalmente sobre el vecindario que tenía delante como la aguja de un letal reloj de sol. Jody inició un último sprint, rompiendo el tacón de la otra bota. Examinó las calles que tenía delante buscando ventanas, puertas, intentando sentir movimiento dentro, buscando un lugar tranquilo, privado.

¡Allí! A la izquierda, una puerta por debajo del nivel de la calle, con escaleras ocultas por una verja de hierro forjado cubierta de jazmines. Diez pasos más y estaré allí, pensó. Se imaginó saltando la verja, embistiendo contra la puerta con el hombro y metiéndose bajo lo primero que pudiera protegerla de la luz.

Dio los últimos tres pasos y saltó justo cuando el sol rompía por el horizonte. Se quedó inmóvil en el aire y cayó en la acera, sin llegar a las escaleras, resbalando sobre el hombro y la cara. Pestañeó y lo último que vio fue un par de calcetines anaranjados justo delante de ella. Entonces se desmayó y empezó a arder bajo la luz del sol.

12
Alquimia

La herboristería china olía a regaliz y a culo de mono seco. Los Animales se amontonaban en el estrecho pasillo entre mostradores, intentando esconderse tras la abuela de Troy Lee y fracasando de forma espectacular. El vendedor estaba tras una vitrina de cristal y parecía más viejo y espeluznante que la abuela Lee, cosa que ninguno había creído posible hasta ese momento. Era como si lo hubieran tallado en una manzana y luego lo hubieran dejado en el antepecho de una ventana para que se secara durante cien años.

Las paredes de la tienda estaban forradas desde el suelo hasta el techo con cajoncitos de madera oscura, cada uno con un pequeño marco de bronce y una tarjeta blanca con caracteres chinos. El anciano estaba tras estuches de cristal que contenían todo tipo de partes de animales y plantas resecas, desde caballitos de mar y pájaros pequeños hasta partes de tiburón, colas de escorpión y extrañas cosas puntiagudas que parecían procedentes de otro planeta.

—¿Qué es esto? —le preguntó Drew a Troy Lee desde debajo de un velo de grasiento pelo rubio. Señalaba a una cosa negra y arrugada.

Troy Lee habló en cantonés a la abuela, que le dijo algo al tendero, el cual ladró algo a modo de respuesta.

—Pene de oso —dijo Troy Lee.

—¿Podemos llevarnos un poco? —preguntó Drew.

—¿Para qué?

—Para una emergencia.

—Bueno, vale —dijo Troy Lee, diciéndole algo a su abuela en cantonés. Hubo una conversación con el tendero, tras la cual añadió—: ¿Cuánto quieres? Son cincuenta pavos el gramo.

—Hala —dijo Barry—. Qué caro.

—Dice que es el mejor pene de oso seco que puede comprarse —repuso Troy Lee.

—Vale —dijo Drew—. Un gramo.

Troy transmitió la orden al tendero a través de su abuela. Este cortó la punta del pene de oso, la pesó y la puso en la pila de hierbas que había sobre una hoja de papel en el mostrador. El papel de la abuela era mucho más grande y el tendero llevaba media hora tambaleándose por la tienda reuniendo los ingredientes. Hubo un momento en que el anciano subió a lo alto de la escalerilla en la esquina del fondo del local, y los Animales saltaron el mostrador y se cogieron de los brazos formando una red humana de rescate, que solo sirvió para asustarlo y para que la abuela soltara un chorreo de insultos en cantonés al que respondieron como perros, mirándola embelesados e inclinando la cabeza como si tuvieran alguna idea de qué coño les estaba diciendo.

Últimamente los Animales solo querían salvar vidas. La mayoría de las veces, los chicos de su edad suelen estar muy convencidos de su inmortalidad, o al menos ignoran su mortalidad, pero desde que los Animales fueron asesinados por una fulana azul convertida en vampira, luego resucitados como vampiros, y más tarde devueltos a la vida por la alquimia genética de Perro Fu, se sentían de un modo que solo podían describir como «jesusados».

—Me siento superjesusado —dijo Jeff, el atleta.

—Yo siempre me siento superjesusado —dijo Clint, que siempre se sentía así.

—¡Sí, superjesusados, cabrones! ¡Vamos a salvar a esos cabronazos! —había gritado Lash, avergonzando un poco a todos, ya que en ese momento estaban sentados en una mesa del Starbucks, discutiendo el ataque de la nube de gatos y la información intercambiada con los dos policías de homicidios—. Depende de nosotros —añadió en voz baja, hundiéndose bajo la capucha de la sudadera y poniéndose las gafas oscuras.

Y ahora miraban al viejo tendero envolver los ingredientes de la abuela Lee, tensando el papel tanto como un canuto, para luego darle la vuelta al paquete y escribir algo en chino con un lápiz de carpintero.

—¿Qué pone? —le preguntó Barry a Troy Lee.

—Pone «Remedio para gatos vampiro».

—¡No jodas!

—Sí. Y luego un montón de advertencias sobre los efectos secundarios.

Una hora después estaban sentados a la mesa de la cocina de Lee, esperando a que hirviera la olla de veinte litros de sopa que estaba en el fuego.

La abuela Lee se levantó de su asiento y se tambaleó hasta el fogón con el paquete de hierbas. Troy Lee se unió a ella, ayudándola a desenvolver el paquete y mantener el papel lejos del fuego mientras ella echaba puñados de hierbas y partes de animales al agua hirviendo. Humos mágicos y fétidos salieron burbujeando de la olla como flatulencias de un dragón a dieta exclusiva de demonios.

—¿De verdad va a funcionar, abuela? —preguntó Troy Lee en cantonés.

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