—¿Ya has avisado a la policía local?
Werner negó con la cabeza.
—Primero quería que lo vieras. Muy oportuno, ¿verdad?
—Y una coincidencia enorme. Quiero que se encargue el equipo de Holger Brauner. Informa a la Polizeidirektion local, pero diles que lo estamos tratando como posible asesinato. —Fabel volvió a mirar a Hansi. De nuevo, no pudo evitar ver más allá del cadáver, del yonqui, al hijo de alguien, a una persona que un día debió de tener sueños, esperanzas y ambiciones.
—¿Dijiste que te pareció que Hansi de repente se ponía nervioso en el Präsidium, en la cafetería? —le preguntó a Werner.
—Sí. Pensé que era muy extraño que de repente pareciera incómodo y tuviera tantas ganas de marcharse.
—Y yo te dije que seguramente lo que le pasaba es que tenía que meterse ya el siguiente pico. Pero ¿y si no fue eso? ¿Y si, después de enseñarle una foto y otra y otra, vio a los dos asesinos justo allí, en el Prásidium?
—Al principio se encontraba bien… Había algunos policías de uniforme en la cafetería, algunos de la Kriminalpolizei: la mezcla habitual. No empezó a ponerse nervioso hasta que nos sentamos a la mesa. De hecho, llevábamos un rato sentados cuando comenzó a… —El rostro de Werner se quedó sin expresión, y sus ojos se movieron como si estuviera viendo reproducidas las imágenes del recuerdo—. ¡Eso es! —Entonces, el brillo repentino que había asomado a su mirada se apagó con la misma rapidez. Miró a Fabel muy serio—. Mierda…
POLIZEIPRÄSIDIUM (HAMBURGO)
En cuanto regresaron de la miseria de la casa abandonada de Hansi Kraus, Fabel y Werner fueron directos al despacho de Van Heiden. Mientras los acompañaban, a Fabel le pareció que aún podía oler el hedor a moho y suciedad que impregnaba el aire, como si éste hubiera penetrado parcialmente en el tejido de su chaqueta. Sintió la necesidad, casi una obsesión compulsiva, de irse a casa a ducharse y cambiarse de ropa.
Era evidente que Van Heiden no estaba de humor para chácharas.
—¿Estás seguro, Fabel? —El Kriminaldirektor hizo la pregunta casi sin esperar a que las puertas del despacho se cerraran. Volker, que ya estaba sentado frente a la mesa de Van Heiden, no se levantó de su silla, pero saludó a Fabel con la cabeza cuando él y Werner entraron. Fabel vio que había dos carpetas rojas (expedientes laborales) sobre la mesa—. Es una acusación muy grave…
—No, Herr Kriminaldirektor, no estoy seguro. En realidad, lo único que tenemos es un puñado de hechos de los que podemos estar razonablemente seguros… —Fabel y Werner estaban ahora delante de la ancha mesa de Van Heiden. Éste les indicó que ocuparan las dos sillas vacías que había junto a Volker. Los dos se sentaron, y Fabel continuó—: Según la información que tiene Herr Volker, hay alguien dentro de la policía de Hamburgo que vende información a esta banda ucraniana nueva y, por lo que sabemos, a otras organizaciones criminales. Sea quien sea el responsable de esta filtración, él, ella o ellos tienen motivos para matar a cualquiera que pueda identificarlos. El Oberst Volker cree que descubrieron que Klugmann era un agente federal secreto y que o bien lo desenmascararon ante los ucranianos o bien lo mataron ellos mismos.
—Y parece que saben cómo lavar sus trapos sucios —agregó Werner—. Hansi Kraus nos dijo que los asesinos que vio eran alemanes, no extranjeros. Y disfrutaron con su trabajo. Según el patólogo forense, los muy cabrones torturaron a Klugmann antes de matarlo. Y, por supuesto, dejaron allí la automática de fabricación ucraniana que encontró Hansi para despistarnos.
Fabel siguió con la historia.
—Y cuando trajimos a Kraus aquí para enseñarle fotos del archivo policial, Werner lo llevó a la cafetería, donde vio algo o a alguien que le asustó tanto que salió pitando. Y lo siguiente que sabemos es que encontramos a Kraus muerto en su guarida de una sobredosis perfectamente orquestada.
Van Heiden escuchó todo el tiempo con expresión adusta.
Fabel había advertido que Volker no había centrado su atención en lo que decía Fabel, sino en la reacción de Van Heiden a lo que le contaban.
—De acuerdo. Las pruebas apuntan a que hay policías corruptos. Pero ¿qué pruebas tenemos contra estos dos agentes en particular? —dijo Van Heiden, y cogió las carpetas rojas con los expedientes laborales y las lanzó por la mesa para que acabaran justo delante de Fabel.
—No tenemos pruebas objetivas sólidas todavía, Herr Kriminaldirektor —respondió Fabel—. Pero las descripciones físicas que nos dio Hansi coinciden perfectamente. Y aún hay más… —Fabel abrió la primera carpeta y clavó un dedo en la fotografía en la esquina superior derecha de la primera página—. Cuando estuve en su despacho, vi que tenía varios trofeos de boxeo, y que uno era de un combate júnior de pesos semipesados de Hamburgo-Harburg. Es donde se crió. Hansi Kraus mencionó que el mayor de los dos ejecutores se quejó de que la zona en la que creció estaba hecha un asco. —Fabel abrió la segunda carpeta—. Kraus también dijo que el segundo hombre, el joven, el que apretó el gatillo, tenía pinta de forzudo. No se me ocurre una descripción mejor para este tío.
—Parecen pruebas muy endebles y circunstanciales —dijo Van Heiden.
—Lo son hasta que obtengas pruebas sólidas contra ellos —dijo Fabel—. Hemos iniciado un examen forense completo de la escena del crimen. La policía local sabe que lo estamos tratando como un asesinato, y estoy seguro de que ya ha llegado a oídos de nuestros amigos; pero la prueba subjetiva más convincente es la reacción de Kraus en la cafetería del Präsidium. —Fabel miró a Werner.
—He intentado establecer con exactitud el momento en que Hansi comenzó a ponerse nervioso —dijo Werner—. Entonces me acordé de que estos dos —señaló las carpetas— entraron y se sentaron no muy lejos de donde estábamos nosotros. Fue entonces cuando Kraus empezó a comportarse como si le hubieran metido un hilo conductor por el culo. Incluso me preguntó quién era el fortachón musculoso. Y se lo dije.
—Me ha preguntado si estaba seguro. Bueno, estoy seguro de que son nuestros hombres. —Fabel señaló con la cabeza las carpetas abiertas, las dos caras que miraban inexpresivas a sus acusadores desde las ventanas de sus fotografías—. Están en la posición adecuada para vender información valiosísima; ocupan un alto cargo y están en el departamento adecuado. —Clavó una mirada sincera en Van Heiden—. ¿Estoy seguro de poder probarlo? No. Que podamos conseguir o no las pruebas suficientes para condenarlos ya es otra cuestión.
Hubo otro silencio mientras todos miraban las fotografías del Kriminalhauptkommissar Manfred Buchholz y del Kriminalkommissar Lothar Kolski de la división de crimen organizado.
SPEICHERSTADT (HAMBURGO)
Como había hecho el día anterior, Fabel aparcó en la Deichstrasse y entró a pie en el Speicherstadt. Otra vez, las enormes siluetas de los almacenes se recortaban en un cielo crepuscular; sus ladrillos rojos parecían tizones moribundos en la luz agonizante. Fabel volvió sobre sus pasos hasta el antiguo almacén de Klimenko y abrió la pesada puerta de un empujón. Estaba más oscuro que la última vez que entró, y parecía que las entrañas del edificio habían engullido la negra noche; cualquier atisbo de luz que pudiera filtrarse por alguna ventana lejana o de la puerta era arrastrado al olvido. Fabel se maldijo por no haber traído una linterna. Sabía que había fluorescentes repartidos por todo el almacén y que colgaban como trapecios del alto techo; los ucranianos los habían encendido después de su encuentro para que Mahmoot y él pudieran encontrar la salida. Pero el interruptor estaba en algún rincón del despacho, y aunque suponía que debía de haber uno cerca de la puerta, no tenía ni idea de en dónde.
—¡Comandante Vitrenko!
Su voz resonó contra las paredes antes de ser devorada por la oscuridad. Masculló una palabrota antes de gritar una vez más:
—¡Vitrenko!
A pesar de su irritación, Fabel se percató inevitablemente de la ironía que implicaba la exclamación de aquel nombre. Era prácticamente una analogía de su investigación: perseguía a un espectro monstruoso en las tinieblas. No hubo respuesta. Fabel fijó la mirada en el interior del almacén y entrecerró los ojos, inclinándose hacia delante, como si así pudiera distinguir algo en la penumbra. Creyó ver una débil luz rectangular en las profundidades de la oscuridad. De memoria, le pareció que la luz podría venir de una de las estrechas ventanas del despacho. Gritó su nombre una vez más. Silencio. Algo no iba bien. Miró la esfera iluminada de su reloj. Eran más de las ocho, y sabía que un hombre tan acostumbrado a la disciplina y a la precisión militar como el ucraniano no llegaría tarde. Buscó por la chaqueta y desenfundó la Walther. Se maldijo por su falta de previsión: no pensó que hubiera ningún peligro en quedar de nuevo con el ucraniano. Nadie sabía que Fabel estaba allí. Estaba solo. Alargó el brazo, pegó la palma de la mano izquierda a la pared y a tientas empezó a buscar el interruptor, pero no lo encontró.
Un sonido. En algún lugar del negro abismo, algo emitió un ruido tan indefinido e imperceptible que no pudo identificarlo. Se quedó totalmente quieto y apuntó con la pistola en la dirección del sonido. Aguzó el oído. Nada. Fijó la mirada en aquella débil luz de la ventana y fue avanzando hacia ella. Al cambiar de vez en cuando su posición hacia un lado, podría identificar el lugar donde estaban las columnas, y entonces, al llegar a una, podría tantear con la mano para buscar el interruptor de la luz.
Lo escuchó otra vez. Un gemido. Quizá una voz ahogada.
—¿Vitrenko?
Lo llamó de nuevo, pero esta vez había un deje de duda en su voz, como si no estuviera seguro de que Vitrenko, padre o hijo, fuera a responder. La respuesta llegó en forma de llanto débil y ahogado, como de alguien que está amordazado. Bruscamente, Fabel giró la cabeza en la dirección del sonido. Aguzó el oído todo lo que pudo, pero en aquel silencio tan solo podía oír el martilleo sordo de su propio pulso. Sujetó el arma con fuerza, consciente de que tenía las palmas de las manos, y también la cara, empapadas de sudor.
Ahora estaba cerca del despacho. Supuso que las escaleras se encontraban a tan sólo unos pasos. Llegó a otra columna y extendió la mano que tenía libre. Notó el relieve del conducto de cables que bajaba por el pilar. Deslizó la mano y encontró la caja cuadrada del interruptor. En silencio, Fabel respiró hondo y despacio; retrocedió y se alejó de la columna, alargando los brazos y con los dedos de la mano izquierda aún en el interruptor. De nuevo, aflojó y volvió a sujetar con fuerza la pistola, y se preparó para disparar a lo que fuera que estaba al acecho cuando encendiera las luces.
Fabel pulsó el interruptor, y una docena de fluorescentes dispuestos en filas empezaron a parpadear, como si fueran reacios a encenderse, e iluminaron una escena infernal.
La chica de cabellos dorados, que había estado tan llena de vida y energía, estaba ahora muerta, clavada a la pared del despacho. Su cuerpo desnudo y mutilado, y los pulmones arrancados de su cavidad, habían sido clavados como los de las víctimas que había visto en las fotografías tomadas hacía dos décadas en un país lejano. La sangre y las vísceras resplandecían como si fueran pintura reciente salpicada en la pared del gran despacho. Al perder la vida, la muchacha había perdido toda su humanidad. Fabel se esforzó en ver a la persona que había sido antes, en lugar de dejarse llevar por la impresión de que tan sólo era el cadáver retorcido y grotesco de un pájaro con cabeza de mujer. Apartó ese pensamiento, pues eso era exactamente lo que el asesino había querido suscitar. Luchó por recobrar el aliento y se tambaleó hacia atrás, apoyándose contra una columna. Desesperadamente, intentó no mirar, pero no podía apartar los ojos del cuadro macabro que tenía delante.
De nuevo, Fabel escuchó un gemido débil y ahogado. Como si fuera un sonámbulo que se despierta de repente, se volvió, pistola en mano, hacia donde provenía el sonido. El viejo ucraniano estaba de pie apoyado en la columna, de cara al horror de la pared del despacho. Estaba fuertemente atado con un alambre, cuyo lazo pasaba por encima y por detrás de su cabeza, para luego bajar y ajustarse con firmeza debajo de la mandíbula.
El alambre le había producido cortes profundos en la carne, y tenía la camiseta empapada de sangre roja, ennegrecida. Tenía la boca sellada con una cinta adhesiva ancha. Fabel advirtió que el eslavo aún estaba vivo y que sus ojos delirantes lo miraban. Se dio cuenta de algo que le revolvió el estómago: Vitrenko había obligado a su propio padre a mirar. Había repetido su misma historia y había obligado al pobre infeliz a presenciar cómo arrancaba los pulmones aún palpitantes del cuerpo de la chica. Se abalanzó hacia él y le agarró la cabeza con las manos. Esa mirada verde del eslavo se clavaba en la de Fabel con intensidad. Intentaba decirle algo.
—Espere…, espere… —dijo Fabel, examinando aquel enredo de alambres mortal, sin saber tan siquiera por dónde empezar a desatar al eslavo antes de que se desangrara—. Lo sacaré de aquí.
El ucraniano sacudió la cabeza violentamente, haciendo que el alambre se le introdujera aún más en la piel, y, bajo la cinta, emitió algo parecido a un grito. Fabel, sorprendido, se echó hacia atrás.
—Por el amor de dios, no se mueva… —Enfundó el arma y empezó a despegarle la cinta de la boca. El ucraniano reaccionó otra vez con violencia, inclinando bruscamente la cabeza hacia un lado y hacia abajo. Fabel siguió la dirección de sus ojos verdes.
Entonces lo vio.
Al lado de los tobillos del viejo, atado a la columna con una correa, había un disco grueso de metal que reconoció como una especie de carga antitanque. Sujetado a la mina con una abrazadera, se encontraba un mecanismo eléctrico negro del tamaño de un puño, con una luz verde que parpadeaba. El miedo sobrecogió a Fabel al darse cuenta de que los dos cables gruesos que salían del mecanismo eran los mismos que ataban al ucraniano a la columna. Todo su cuerpo estaba listo para hacer explosión. Y la luz verde que centelleaba indicaba la presencia de algún temporizador. Una vez más, el hombre atado empezó a hacer gestos insistentes con la cabeza y los ojos, como si quisiera empujarlo hacia la puerta del almacén.
Fabel apenas podía hablar.
—No puedo… No puedo dejarlo aquí…
Algo parecido a la calma se asomó a los ojos verdes del ucraniano, y junto a ella, una resignación convencida y silenciosa. Cerró los ojos e hizo un ligero movimiento con la cabeza, un gesto de liberación: liberaba a Fabel de toda obligación, de la muerte; y él mismo se liberaba de una vida turbulenta.