—¡Siéntese! —dijo Fabel al entrar en la sala.
Eitel se puso derecho irguiendo toda la longitud considerable de su cuerpo y miró a Fabel alzando la nariz aguileña.
—Deje ya esa pose aristocrática, Eitel. —La voz de Fabel estaba llena de desprecio—. Todos sabemos que es hijo de un campesino bávaro. Es fácil mirar a la gente por encima del hombro cuando te has pasado media infancia metido entre la mierda de los cerdos. ¡He dicho que se siente!
A Fabel le sorprendió que el asesor legal de Eitel fuera Waalkes, el jefe de asuntos jurídicos del Grupo Eitel. El abogado se enfureció y se puso en pie de un salto.
—Usted no puede… No puede… —Las palabras se le encallaron por la indignación—. Esto es intolerable. No voy a permitir que le hable así a mi cliente. Es insultante…
Eitel sonrió de manera cómplice y le indicó a Waalkes que se sentara, y éste le obedeció. Fue como ver a un pastor dirigiendo en silencio a su perro.
—No pasa nada, Wilfried. Creo que Herr Fabel intenta alterarnos a propósito.
Dichas estas palabras, Eitel volvió a ocupar su asiento. Markmann indicó con un movimiento de cabeza a los dos agentes que llevaban el interrogatorio que se marcharan, y él y Fabel ocuparon su lugar.
—Vaya, cambio de equipo —dijo Eitel—. Ahora merezco un interrogador de rango superior.
—Lo cual, Herr Fabel —dijo Waalkes—, sugiere que cada vez está más desesperado por encontrar alguna razón para seguir acosando a mi cliente. —Otro gesto de la mano de Eitel silenció una vez más a Waalkes.
—No me dejo intimidar con facilidad —dijo Eitel, echando de nuevo la cabeza hacia atrás y sacando todo el provecho de su mayor estatura, incluso sentado—. Cuando acabó la guerra, todos probaron sus técnicas. Los norteamericanos eran groseros y directos: también recurrían mucho al insulto y la amenaza. Los británicos eran en general más sutiles y profesionales: indefectiblemente corteses, pero infatigables e implacables. Hacían que te sintieras respetado, incluso admirado, mientras intentaban que les dieras lo suficiente para colgarte. Como puede ver, Fabel, ninguno lo consiguió.
Pareció como si Fabel no hubiera oído nada de lo que había dicho Eitel. Levantó el teléfono y marcó el número de extensión de Maria. Cuando ésta contestó, le pidió que le llevara los archivos del FBI y demás a la sala de interrogatorios. Luego se quedó sentado en silencio. Waalkes abrió la boca para protestar.
—Cállese —dijo Fabel, con tranquilidad y sin ira.
—Ya está —dijo Waalkes, y volvió a ponerse de pie—. Nos vamos.
—¡Siéntate! —ladró Eitel—. ¿Es que no ves que Herr Fabel intenta provocar alguna clase de incidente?
Cuando Maria llegó con los archivos, el ambiente en la sala silenciosa estaba cargado de electricidad.
—Maria —dijo Fabel en tono alegre—, ¿por qué no te unes a nosotros?
Maria acercó una silla que estaba junto a la puerta y la colocó al final de la mesa de interrogatorios. Eso suponía una invasión del territorio neutral que hizo que Waalkes chasqueara la lengua y ladeara la silla un poco hacia Eitel. Fabel vio que el hecho de que Waalkes cediera un centímetro de terreno enfurecía a su cliente.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Waalkes—. ¿O quiere invitar al resto de su departamento?
Fabel no le hizo caso. Le cogió la carpeta a Maria, la abrió y habló sin alzar la vista.
—Herr Eitel…, hace usted negocios con la mafia de Odesa, como la llaman nuestros amigos norteamericanos, ¿verdad?
Waalkes fue a hablar. Eitel hizo otro movimiento con la mano.
—No tengo ningún contacto con ningún tipo de mafia, Herr Fabel. —Su voz era tranquila y serena, pero tenía un tono amenazador—. Y le sugiero que tenga un poco más de cuidado con sus acusaciones.
—¿Tiene usted negocios con John Sturchak?
—Pues sí, los tengo, igual que los tenía con su padre, de lo cual estoy muy orgulloso.
Fabel levantó la vista del expediente.
—Pero Sturchak es una especie de padrino, una especie de jefe… —Fingió esforzarse por recordar la palabra.
—
Pakhan
—dijo Maria, sin dejar de mirar a Eitel.
—Sí; una especie de
Pakhan
importante. ¿No es así? Alguien que se dedica al fraude, a clonar teléfonos móviles, a la prostitución y al tráfico de drogas…
La mirada de Eitel se endureció y en su voz apareció ahora un tono gélido.
—Eso es una calumnia. Es una calumnia injustificada, infundada, difamatoria y no contrastada contra un hombre de negocios respetable.
Fabel sonrió. Había conseguido su objetivo: sacar de quicio n Eitel.
—Venga ya. John Sturchak sólo es un estafador ruso, igual que su padre.
A Eitel se le encendieron las mejillas; el fuego le subió hasta las sienes.
—Roman Sturchak fue un soldado valiente y un genio militar. Y un verdadero patriota ucraniano, añadiría. No voy a permitir que alguien… —Eitel adoptó un aire despectivo: el tipo de cara que pone alguien cuando aparta algo nocivo y maloliente de su cuerpo— que alguien como usted le difame.
Fabel se encogió de hombros con tanta indiferencia como pudo.
—Venga ya. Roman Struchak era un mercenario de los nazis. Mató a sus propios compatriotas a instancias de una panda de gánsteres de Berlín.
Era como si Eitel estuviera agarrándose a una cuerda, intentando refrenar airadamente la ira que crecía en su interior.
—Roman Sturchak luchó por su país. Lo único que le preocupaba era liberar Ucrania de Stalin y sus secuaces. Era un guerrero de la libertad y un hombre mejor de lo que usted pueda soñar ser algún día.
—¿En serio? ¿Y cómo mide esa calidad? ¿Por el número de compatriotas a los que asesinó? ¿O por la cantidad de dinero sucio que ha amasado en Estados Unidos gracias al fraude y la corrupción? No, tiene razón. Creo que nunca podré aspirar a ser un Roman Sturchak.
Eitel comenzó a levantarse de su asiento. Fue entonces cuando Waalkes empezó a ganarse el sueldo.
—Herr Fabel, lo único que está consiguiendo es enfadar a mi cliente. No voy permitir este acoso ni un segundo más. A menos que tenga preguntas específicas relacionadas con irregularidades financieras, doy por terminado el interrogatorio.
—Creo que su cliente está blanqueando dinero para las mafias rusa y ucraniana, seguramente a través de empresas falsas que monta con John Sturchak. —Mientras hablaba, Fabel notó que Markmann se ponía tenso. Sabía que estaba mostrando las cartas. Y no llevaba una mano ganadora—. Pero hay otros delitos, más graves incluso, que tenemos que tratar.
—¿Como cuáles? —Eitel había recobrado la compostura.
Fabel vio que el anciano se daba cuenta de que se estaba marcando un farol.
—Ya volveremos a eso. Mientras tanto, voy a dejarle en manos de Herr Markmann. —Fabel se puso de pie, y Maria hizo lo mismo—. Volveré dentro de un momento, y hasta entonces se quedará aquí.
Al salir, Fabel hizo un gesto con la cabeza a los dos detectives de delitos económicos y empresariales, que volvieron a unirse a Markmann en la sala de interrogatorios.
—Nos estamos agarrando a un clavo ardiendo, jefe —dijo Maria.
—Tienes razón —dijo Fabel en tono grave—. Vamos a ver al Eitel número dos.
Esta vez, cuando Fabel entró en la sala de interrogatorios, lo hizo sin decir nada y ocupó un lugar en la pared del fondo. Maria se colocó a su lado. La intención era señalar que era un observador del interrogatorio, no un participante, pero también inquietar a Norbert Eitel. Después de todo, ¿por qué un policía de homicidios estaría interesado en una investigación por fraude?
Otro abogado con otro traje caro estaba sentado junto a Norbert Eitel. Los dos Kommissars de delitos empresariales revisaban una copia de la hoja de transacciones. Al cabo de diez minutos, Fabel se acercó a uno de los agentes y le susurró algo al oído. El policía asintió con la cabeza, y dejaron su sitio a Fabel y Maria.
—Gracias, chicos… —dijo Fabel—. Será sólo un momento.
Norbert puso cara de sufrida indulgencia cuando Fabel le preguntó una vez más sobre la conexión con los Sturchak. Sin embargo, esta vez no logró provocar en Norbert más que una impaciencia irritada.
—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo el asesor de Norbert. Y Fabel no pudo evitar estar más de acuerdo con él. No tenía absolutamente nada sobre el padre o el hijo con lo que poder sacarles información sobre Vitrenko. Fabel se puso en pie e indicó con un gesto de la cabeza a los dos agentes antifraude que podían reanudar su interrogatorio. Fue entonces cuando Norbert Eitel sonrió en señal de victoria. Olvidó su actitud desinteresada y se levantó, con una mueca de odio y desprecio en el rostro. Clavó en el pecho de Fabel el dedo índice de la mano izquierda.
—Voy a acabar con usted, Fabel. —Norbert habló apretando los dientes—. Esto no va a quedar así. —Volvió a clavar el dedo en el pecho de Fabel, dándole un empujón adicional como si apartara de sí algo despreciable. Fabel alzó la mano con rapidez y agarró la muñeca de Norbert.
—No me toque.
Norbert intentó soltarse, pero Fabel le sujetaba la mano con fuerza. El policía bajó la vista y se dispuso a devolverle la mano a Norbert empujándola contra su pecho. Pero en lugar de eso, se quedó paralizado. Fabel se quedó mirando perplejo el puño cerrado de Norbert, y éste intentó zafarse de nuevo. Y de nuevo, sólo se movió de un lado a otro como si estuvieran echando un minipulso. Fabel agarró con más fuerza la muñeca de Norbert, y el puño se volvió rojo intenso. Levantó la vista del puño y miró a Norbert a los ojos. Sonrió con frialdad y malevolencia.
—Le tengo —dijo Fabel, y su voz destilaba un triunfo sereno y amargo—. Ya le tengo.
Los ojos de Norbert Eitel examinaron el rostro de Fabel para entender qué quería decir. Fabel se permitió mirar otra vez. Allí estaba, en el dorso de la mano izquierda de Norbert Eitel. Una cicatriz. O más bien dos cicatrices que se cruzaban para formar el dibujo de una espoleta ligeramente deformada. Como había descrito Michaela Palmer.
Fabel consiguió borrar la sonrisa de sus labios antes de abrir la puerta de la sala de interrogatorios número uno. No entró; sólo se asomó. Wolfgang Eitel, Waalkes y los dos agentes de delitos empresariales detuvieron su intercambio de palabras y se volvieron hacia la puerta, como sorprendidos por los faros de un vehículo que se aproximara.
—Sólo quería hacerle saber que, en lo que a mí respecta, es libre de marcharse cuando estos caballeros acaben su interrogatorio. —Un gesto de triunfo frío y malicioso iluminó el rostro de Wolfgang Eitel. Fabel se dispuso a marcharse, pero entonces se detuvo en seco y volvió a asomarse, como si acabara de ocurrírsele de repente un detalle secundario—. Ah, por cierto, su hijo Norbert está acusado de violación e intento de asesinato y es sospechoso de complicidad en un asesinato.
Fabel cerró la puerta y permitió que la sonrisa regresara a sus labios mientras oía el estallido de voces en la sala de interrogatorios.
Había recorrido medio pasillo cuando Paul Lindemann se le acercó corriendo.
—Jefe, acabo de hablar con Werner por teléfono. Quiere que vayas a Harburg. Ha encontrado a Hansi Kraus. Muerto.
HARBURG (HAMBURGO)
A lo largo de sus veinte años como policía, la mayoría de los cuales habían sido en la Mordkommission, Fabel había visitado muchas escenas de muerte. Era algo a lo que uno se acostumbraba o no. Él nunca se había habituado a familiarizarse con la muerte. Cada escena nueva dejaba su propia cicatriz diminuta en algún lugar muy dentro de él. A diferencia de sus compañeros, jamás había sido capaz de separar la humanidad del cadáver; el espíritu, de la carne.
La variedad de disfraces de la muerte es muy imaginativa. Cada uno encierra su propia repugnancia, y Fabel los había visto casi todos. Estaban los horrendos: el cuerpo sacado del Elba después de pasar un mes entre anguilas, o el retablo sangriento que este último asesino diseñaba para él. Estaban los extraños: los juegos sexuales que acababan mal, o la elección insólita del arma homicida. Estaban los surrealistas: el traficante de drogas a quien pegaban un tiro en la nuca mientras comía en la mesa de la cocina y que, una vez muerto, seguía sentado muy erguido, con el tenedor aún en la mano apoyada sobre la mesa, como si descansara entre bocado y bocado, y con el plato salpicado de fragmentos de hueso, cerebro y de sangre. Luego estaban los patéticos: aquellos en los que las víctimas habían intentado huir de una muerte inevitable escondiéndose tras una cortina o debajo de la cama en un intento desesperado por ocultarse de sus asesinos; con el cuerpo en posición fetal, abrazándose y empequeñeciéndose.
El fallecimiento de Hansi Kraus estaba a medio camino entre lo patético y lo sórdido. La habitación pequeña y mugrienta en la que había dejado este mundo no podía ser más desagradable. La pintura, las paredes, todas las superficies del cuarto e incluso la solitaria bombilla que colgaba tristemente del techo estaban cubiertas de polvo grasiento. A pesar de que Werner había abierto la única ventana del cuarto, un hedor viciado flotaba en el aire como un espíritu maligno que se resistiera a un exorcismo.
Hansi, que ya no podía sentir ni frío ni calor, yacía con el grueso abrigo medio tapándole las piernas. Tenía los ojos abiertos, los globos oculares hundidos en las cuencas de su cara de calavera. Fabel pensó con amargura que la descomposición había comenzado por la cabeza, gracias a que Hansi había participado activamente en reducir su cuerpo a un esqueleto. Tenía subida hasta la mitad del magro bíceps izquierdo la manga de una camisa que en su día tuvo algún diseño. Aún tenía atada, aunque floja, una goma a modo de torniquete justo por encima del codo, y se veía una punción reciente en el antebrazo, perceptible entre otras marcas horribles, el mapa de una década de viajes por una fuerte adicción. En la flácida mano derecha, Hansi sostenía una jeringuilla vacía.
«Buen intento», pensó Fabel. Inspeccionó la sórdida escena. Muy buen intento. Era un asesinato disfrazado de muerte por sobredosis que pasaría a engrosar las estadísticas rápidamente y sin hacer ruido. Era la clase de muerte anónima y nada sorprendente que recibiría un tratamiento oficial rutinario por parte de la policía: otro yonqui que al final lograba matarse con una sobredosis. Sólo que este yonqui tenía una historia que contar y alguien le había silenciado antes de que pudiera hacerlo.