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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (10 page)

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—¿Cómo lo pillaron?

—Registramos su taquilla —respondió Kolski. Cruzó los brazos y las gruesas fibras musculares tensaron el tejido de su camisa—. Encontramos una automática no registrada, un fajo de dinero y algo de cocaína…

—¿Qué dice? ¿Aquí en el Präsidium?

—Sí.

—¿Y no le pareció… un poco raro? ¿Oportuno, incluso?

—Pues sí, la verdad —dijo Buchholz—. Además, recibimos un chivatazo a través de una llamada anónima. Si no, no lo habríamos pillado nunca. Pero Klugmann confesó casi de inmediato que consumía drogas y declaró que pensaba que el Prásidium sería el escondite más seguro. Después de todo, ¿a quién se le ocurriría buscar drogas ilegales aquí dentro?

—Pero estamos hablando de una cantidad ridícula de droga, ¿verdad?

—Sí, unos pocos gramos. Pero los suficientes. —Buchholz se inclinó hacia delante—. Como dice usted, fue todo un poco demasiado fácil, pero tenemos una teoría al respecto.

—¿Sí?

—Ulugbay tiene bien cogido a Klugmann. Jamás pudimos demostrar que Klugmann hubiera estado pasando información sobre nuestras operaciones a los turcos. Si hubiéramos podido, Klugmann aún estaría entre rejas. Da la casualidad de que sólo pudimos acusarlo de posesión de una cantidad ridícula de droga y por tener un arma de fuego ilegal. Incluso logró quedarse con la pasta: no pudimos demostrar que era dinero sucio. Fue suficiente para echarlo del cuerpo, pero no suficiente para encerrarlo.

Kolski retomó el hilo.

—Pero Ulugbay podría proporcionarnos las pruebas que necesitamos cuando quisiera, y servirnos la cabeza de Klugmann en bandeja.

Fabel asintió en silencio.

—Así que Klugmann no tuvo más remedio que trabajar para Ulugbay…

—Exacto —dijo Buchholz.

—¿Cree que Ulugbay estaba detrás del chivatazo anónimo?

—Es posible, pero bastante improbable. Ahora Klugmann es muy valioso para Ulugbay, como fuente de información y matón altamente cualificado; pero era muchísimo más valioso cuando era agente de policía en activo de una unidad de operaciones especiales.

—Entonces, ¿quién delató a Klugmann? ¿Alguna idea?

—Quién sabe —dijo Buchholz—. Era una información muy valiosa, habríamos pagado muy bien al informador. Fue extraño que nos la dieran gratis y de forma anónima.

—¿Quizá fue alguien de la organización de Ulugbay que tenía sus propios planes?

—De nuevo es posible, y bastante improbable. Estos putos turcos son muy herméticos. Hacerse confidente no sólo va contra su código, sino que está castigado con la muerte (una muerte muy desagradable) y te arrancan la cara.

—Y aunque no te asuste lo que pueda pasarte —prosiguió Kolski—, siempre está la posibilidad de que lo paguen con tu familia… aquí en Alemania o en Turquía.

Fabel asintió pensativamente un instante; luego, dio unos golpecitos con el dedo en la fotografía de la escena del crimen.

—¿Podría entrar algo así en esta categoría? ¿Podría tratarse de una especie de castigo? Algún tipo de advertencia a modo de ritual, ya saben, una cosa de bandas…

Buchholz sonrió, un poco condescendientemente, pensó Fabel, y miró a Kolski.

—No, Herr Fabel, esto no es «una cosa de bandas». Creo que le irá mejor si se ciñe a la teoría del asesino en serie. Una vez dicho esto, no me gusta la idea de que Ulugbay pueda estar relacionado con este tema… —Buchholz se dirigió a Kolski—. Compruébalo, ¿de acuerdo, Lothar?

—Claro, jefe.

Buchholz se dirigió de nuevo a Fabel.

—Si Ulugbay hubiera querido matarla, la chica habría desaparecido y punto. Quizá no nos habríamos enterado nunca. Por otro lado, si hubiera querido dar ejemplo con ella porque lo hubiera engañado o delatado, la habrían encontrado con una bala en la cabeza. O en el peor de los casos, si realmente hubiera querido darle una buena lección, la habría torturado. De todas formas, hoy por hoy, Ulugbay intenta no llamar la atención…

—¿Sí?

—Ulugbay tiene un primo, se llama Mehmet Yilmaz —explicó Kolski—. Buena parte del éxito de Ulugbay se lo debe a los esfuerzos de Yilmaz. Éste ha estado legitimando gran parte de la actividad de Ulugbay, y creemos que es el cerebro de los elementos más rentables de la actividad criminal. A todos los efectos, Yilmaz es el jefe. Ulugbay puede llegar a ser un auténtico
Arschloch
. Es temperamental, impredecible e increíblemente violento. Las veces que hemos estado cerca de atrapar a ese cabrón ha sido porque se puso hecho una furia porque alguien insultó o amenazó a su organización. No piensa; explota y le da por matar a todo dios. Yilmaz, por otro lado, es nuestro verdadero objetivo. Intenta mantener a raya a Ulugbay, y nos dificulta conseguir pruebas decentes. Y aunque está intentando legitimizar sus negocios, es un hijo de puta. Cuando Yilmaz mata, lo planea como si fuera una operación militar; es frío, eficaz y no deja pruebas. Su seguridad es infranqueable. De todas formas, Yilmaz ha intentado pasar desapercibido y que la organización no llame la atención, para no comprometer su programa de legitimización.

—Entonces, ¿no cree que participarían en algo así?

—De ningún modo —respondió Buchholz—. Nunca ha sido su estilo, pero menos ahora. En cualquier caso, este tipo ya ha matado antes, ¿no?

—Sí. Una vez, que nosotros sepamos.

—¿Y la víctima anterior no está relacionada con la organización de Ulugbay?

—Que nosotros sepamos, no.

Buchholz se encogió de hombros y levantó las manos, las palmas hacia arriba. Al cabo de un rato, señaló distraídamente la carpeta que Fabel tenía en la mano.

—¿Tiene una copia del informe para nosotros?

Fabel le entregó la copia que había traído para Buchholz.

—Es para usted, Herr Hauptkommissar.

Buchholz se la entregó directamente a Kolski.

—Estaremos en contacto, Herr Fabel. Y, por supuesto, le agradeceríamos que nos lo notificara si decidiera investigar directamente a cualquier persona de la organización de Ulugbay.

—Por eso estoy aquí, Herr Hauptkommissar.

—Y se lo agradezco —dijo Buchholz—. Naturalmente, no podemos pedirle participar en su investigación, pero sí que podemos evitar pisarnos los unos a los otros.

—Espero que así sea y que podamos ayudarnos mutuamente, Herr Buchholz.

Miércoles, 4 de junio. 16:30 h

PÖSELDORF (HAMBURGO)

A media tarde, Fabel introdujo la llave en la puerta de su piso. Recogió el correo y lo revisó mientras cerraba la puerta con el codo. Fabel lanzó el correo y las carpetas que se había llevado a casa sobre la mesa de café y fue hasta la cocina, una habitación luminosa de acero y mármol que daba al espacio principal de la casa. Llenó la máquina de café y la encendió; luego se dirigió al cuarto de baño, se desnudó y metió la camisa y la ropa interior en la lavadora, que estaba en un cuartito junto al baño. Se afeitó antes de meterse en la ducha. Se quedó inmóvil, echó la cabeza hacia atrás para dejar que el chorro a presión chocara contra la piel de su rostro y dejó que los riachuelos de agua bajaran por su cuerpo. El agua estaba un poco demasiado caliente, pero no lo corrigió: quería que se llevara la contaminación de la noche.

Fabel pensó en las últimas once horas. Intentó centrarse en los hechos, en la escena que estaba reconstruyendo en su mente; pero no pudo borrar la imagen que le helaba el cerebro cada pocos segundos: la imagen del cuerpo de la chica. Dios santo, le había arrancado los pulmones… ¿Qué clase de monstruo haría una cosa así? Si se trataba de algo sexual, ¿que mutación indescriptible de la sexualidad humana podía obtener satisfacción con un acto como ése? Fabel pensó en Klugmann, en cómo alguien tan corrompido por la avaricia, las drogas y la violencia se había distanciado con tanta claridad y tranquilidad de un hecho tan indescriptible. Klugmann representaba todo aquello que Fabel no era, y viceversa. Eran dos extremos de la humanidad unidos por una atrocidad que negaba cualquier forma de humanidad.

Desnudo en la ducha, envuelto en una cortina de agua demasiado caliente, Fabel aún sentía un escalofrío en su interior que le provocaba un nudo helado en el estómago. Era un escalofrío que surgía de una seguridad que tenía encerrada muy dentro en su interior: así como el sol saldría mañana, aquel asesino volvería a actuar.

Después de ducharse, Fabel se puso un suéter de cuello vuelto de cachemira negro, se enganchó la automática en el cinturón de cuero negro de los pantalones deportivos de color pálido, y se enfundó su chaqueta Jaeger. Se sirvió un café solo y se acercó a los ventanales. El piso de Fabel se encontraba en Pöseldorf, en el barrio de Rotherbaum de la ciudad. Estaba en el ático de un sólido edificio de finales del siglo XIX que se erigía con una confianza no exenta de austeridad, como sus vecinos, a una manzana de distancia de la Milchstrasse. La transformación del edificio en apartamentos había incluido, en el piso de Fabel, la instalación de unos ventanales que iban casi del suelo al techo y que daban a los tejados de la Magdalenenstrasse y más allá a la zona ajardinada del Aussenalster. Desde sus ventanas, Fabel veía cómo los transbordadores rojos y blancos zigzagueaban por el Alster, recogiendo pasajeros —turistas, trabajadores, amantes— en una orilla y dejándolos en la otra; recoger, dejar, recoger, dejar, con una regularidad alegre que daba un ritmo a la vida de la ciudad. Cuando el sol estaba en el ángulo justo, podía ver el resplandor turquesa suave de la mezquita iraní en el Schóne Aussicht al otro lado de la lejana orilla del Alster. Cada vez que Fabel devoraba aquella vista, bendecía al arquitecto desconocido que había ordenado colocar aquellas ventanas.

Fabel llevaba años en aquel piso. Le encantaba. Su apartamento estaba donde el barrio estudiantil colisionaba con el rico y moderno Pöseldorf; se podía ir a la universidad a pie. En una dirección, Fabel podía recorrer las innumerables tiendas de libros y discos de la Grindelhofstrasse, o ver a medianoche una oscura película extranjera en el Abaton Kino; en la otra dirección, podía sumergirse en la prosperidad
chic
de la Milchstrasse, con sus bares especializados en vino, clubes de jazz, boutiques y restaurantes.

Las nubes por fin habían entregado el cielo al sol. Fabel se quedó mirando la vista perplejo, lleno de una ansiedad apagada que le provocaba náuseas y le roía el estómago. Fabel volvió a mirar hacia el Aussenalster, intentando ávidamente absorber su calma. El Hamburgo panorámico que se abría ante los ventanales del piso no parecía ni panorámico ni abierto. Fabel escudriñó el horizonte y luego pasó la mirada como un reflector por la vista que tan familiar le era: el enorme espejo del Aussenalster que reflejaba el cielo acerado; el verde que lo bordeaba y salpicaba la ciudad, y los pisos y oficinas metódicos que aparecían como burgueses seguros de sí mismos y comedidos supervisando cómo se desarrollaba el día. Hoy, la vista no lo tranquilizó. Hoy no era «otro» Hamburgo, distinto de la ciudad donde trabajaba. Hoy, mientras escudriñaba la vista, era consciente de la fusión entre la ciudad que amaba y la ciudad que vigilaba. Ahí fuera, en algún lugar, había algo monstruoso; algo maligno; algo tan violento y malévolo que costaba imaginar que fuera humano.

Fabel volvió a la cocina y se sirvió otro café. Al pasar por delante del contestador automático, le dio a la tecla de reproducción. La estéril voz electrónica anunció que tenía tres mensajes. El primero era del
Hamburger Morgenpost
, y le pedían un comentario sobre el último asesinato. ¿Cómo coño había conseguido aquella gente el número de su casa? Bueno, tendrían que saberlo; deberían esperar a la declaración oficial. Los dos últimos mensajes eran de otra periodista, Angelika Blüm: el nombre que Maria le había mencionado antes. Tenía un tono de voz raro, insistente. En lugar de pedirle a Fabel algún comentario, en su último mensaje había dicho: «Es de suma importancia que hablemos…». Era un enfoque nuevo. No le hagas caso.

Se acabó el café y se dirigió hacia el teléfono. Hizo dos llamadas. La primera, a Werner al despacho: estaba hablando por lo otra línea, y Fabel le dejó el mensaje de que iba de nuevo para la comisaría. En la segunda llamada, sujetó el auricular entre el hombro y la oreja mientras pasaba las hojas de su agenda de bolsillo para buscar el número. El teléfono sonó un buen rato antes de que contestaran.

—¿Sí?

—Mahmoot… Soy Fabel. Quiero que nos veamos…

—¿Cuándo?

—En el transbordador
Rundfahrt. A
las siete y media.

—Vale.

Fabel colgó el auricular, se guardó la agenda en el bolsillo de la chaqueta y rebobinó el contestador. Estaba a punto de salir del apartamento cuando se dio la vuelta y volvió a escuchar los mensajes una vez más. Volvió a escuchar el número de teléfono de Angelika Blüm; comenzaba por 040: un número de Hamburgo. Esta vez lo anotó en la libreta que tenía junto al teléfono. Por si acaso.

Los pasos de Fabel apenas habían dejado de resonar en el vestíbulo retumbante de la escalera cuando sonó el teléfono. A los dos tonos, saltó el contestador, que reprodujo las instrucciones grabadas de Fabel invitando a dejar un mensaje después de la señal. Una voz —una voz de mujer— dijo
«Scheisse
!» con auténtica frustración y colgó.

Miércoles, 4 de junio. 16:30 h

HOTEL ALTONA KRONE (HAMBURGO)

Su llegada a la recepción del hotel fue casi presidencial. Dentro de un círculo de corpulentos guardaespaldas con chaquetas de cuero negras, se encontraba un hombre alto, enjuto, de setenta y largos años, con una gabardina gris pálida y un traje gris más oscuro. Su actitud y movimientos eran los de un hombre veinte años más joven, y sus facciones angulosas, su nariz aguileña y su abundante pelo marfil le daban un aspecto aristocrático y arrogante.

Los flashes de las cámaras anunciaron su entrada en el vestíbulo de la recepción. Algunos fotógrafos, que buscaban una posición estratégica más ventajosa, habían rebotado contra el piquete de músculo y cuero; uno había ido a parar directamente al suelo de mármol.

Cuando llegó al mostrador de la recepción, el círculo se abrió, y el alto anciano se acercó a él. El recepcionista del hotel, que ya había visto de todo —grupos de rock, políticos, estrellas de cine, multimillonarios con egos que estaban a la altura de sus saldos bancarios—, no levantó la vista del mostrador hasta que tuvo al grupo justo delante de él. Luego, con una sonrisa educada pero cansada, preguntó:

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