Muerte en Hamburgo (11 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: Muerte en Hamburgo
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—Diga, mein Herr. ¿En qué puedo ayudarle?

—Tengo una reserva… —La voz del hombre alto era retumbante y autoritaria. El recepcionista siguió proyectando una apatía monumental.

—¿Su nombre, señor? —le preguntó, aunque lo sabía muy bien. El hombre alto sacó la mandíbula, echando la cabeza hacia atrás y señalando imperiosamente con la nariz aquilina al recepcionista, como si fuera una presa.

—Eitel —contestó—. Wolfgang Eitel.

Un periodista se abrió paso a empujones; era un hombre desaliñado de unos cuarenta años, cuyo cuero cabelludo brillaba a través de una red de mechones rubios despeinados.

—Herr Eitel, ¿cree de verdad que su hijo tiene alguna posibilidad de ser elegido Bürgermeister? Después de todo, Hamburgo siempre ha sido una ciudad de tradición liberal y socialdemócrata…

Los ojos de Eitel proyectaron un láser de desdén y desprecio.

—Lo que de verdad importa es lo que piensen los ciudadanos de Hamburgo, y no lo que personas como usted les dicen que deberían pensar. —Como si de un depredador se tratase, el rostro de Eitel descendió en picado hacia el periodista—. Los ciudadanos de Hamburgo compran la revista de mi hijo…
Schau Mal
! se ha convertido en la voz del hombre de la calle. Los ciudadanos de Hamburgo quieren que se los escuche, merecen que se los escuche. Mi hijo se asegurará de que así sea, a través de las páginas de
Schau Mal
! y de él, en calidad de Senator y, a la larga, Erste Bürgermeister.

—¿Y qué mensaje, exactamente, se escuchará en nombre de los ciudadanos? —Era otro periodista: una mujer atractiva de unos cuarenta y cinco años con el pelo corto color caoba, que llevaba un caro traje negro de Chanel, la falda del cual era lo bastante corta como para dejar ver sus piernas aún firmes y torneadas. Alargó el brazo que sostenía un dictáfono y se apoyó en un guardaespaldas, que le puso una mano fornida en el hombro para apartarla.

—Quita la mano,
Schatzchen
, o te denuncio por agresión. —Su voz ronca transmitía calma y amenaza en un equilibrio perfecto.

El hombre apartó la mano. Eitel se volvió hacia ella. Como él, la periodista tenía acento del sur. Chocó los talones y asintió con la cabeza ligeramente, a modo de reverencia.

—Gnädige Frau…, permítame que responda a su pregunta. El mensaje que lleva mi hijo (el mensaje de los ciudadanos de Hamburgo) es sencillo: Hamburgo dice basta. Basta de inmigración masiva; basta de camellos que envenenan a nuestros hijos; basta de criminalidad; basta de extranjeros que nos quitan los puestos de trabajo, subvierten nuestra cultura y convierten Hamburgo (y otras grandes ciudades alemanas) en cloacas de crimen, prostitución y drogas.

—¿Así que echa la culpa a los extranjeros?

—Lo que digo, Gnädige Frau, es que el experimento de la multiculturalidad tan cacareado por los
Sozis
ha fracasado. —Eitel utilizó la abreviación peyorativa del partido socialdemócrata—. Por desgracia, ahora tenemos que vivir con este fracaso. —Eitel irguió la espalda y se volvió un poco hacia el vestíbulo, mirando por encima de las cabezas de sus guardaespaldas y convirtiendo su respuesta en un discurso semipúblico—. ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar este ataque frontal a la vida de los ciudadanos alemanes decentes? Todo nuestro tejido social se está deshilachando. Nadie se siente seguro o a salvo…

Eitel se volvió hacia la periodista y sonrió. Debajo de la gran melena de pelo caoba había un rostro de facciones muy marcadas, unos ojos verdes enormes y penetrantes, una boca grande resaltada con pintalabios bermellón y una mandíbula poderosa.

—Herr Eitel, la revista de su hijo
Schau Mal
! tiene la reputación de ser sensacionalista y, en varias ocasiones, a ver cómo lo digo, un poco unidimensional en su forma de abordar temas políticos complejos. ¿Es ésta una buena forma de resumir la perspectiva política del Bund Deutschland-für-Deutsche?

Cada pregunta se estrellaba contra el malecón de la buena voluntad de Eitel, erosionándola rápidamente y a un ritmo constante. La sonrisa seguía en su lugar, pero no era la simpatía lo que tensaba su delgado labio superior.

—Hay temas complejos; y hay otros que son sencillos. La destrucción de nuestra sociedad por parte de elementos extrínsecos a ella es un tema sencillo. Y la solución es fácil.

—¿Se refiere a la repatriación? ¿O al decir solución «fácil» quiere decir solución «final»? —El otro periodista se acercó para formular su pregunta. Eitel no le hizo caso y mantuvo su mirada de láser sobre la mujer.

—Es una buena pregunta, Herr Eitel. ¿Le importaría responder? —La periodista hizo una pausa, pero no lo bastante larga como para dejarle responder—. ¿O preferiría explicar por qué, ya que tanto usted como su hijo tienen una opinión tan inamovible respecto a los extranjeros, el Grupo Eitel está negociando acuerdos inmobiliarios en Hamburgo con empresas de la Europa del Este?

Por una milésima de segundo, Eitel pareció sorprendido. Luego, algo oscuro y malévolo asomó a sus ojos.

En aquel momento, entró un segundo séquito. Más reducido. Más digno. Con menos músculos y más negocios. Eitel se volvió hacia él sin contestar a la pregunta.

—¡Papá! —Un hombre bajo y fornido, que no mediría más de uno setenta y dos, de pelo negro abundante y de rostro atractivo, arrugado por una gran sonrisa, se acercó a Eitel. Le estrechó la mano con un apretón entusiasta, y levantó la otra para colocarla en el hombro del hombre más alto.

—Y éste, Gnädige Frau, es mi hijo. Norbert Eitel… ¡el próximo Erste Bürgermeister de Hamburgo! —Más flashes de cámaras.

La periodista sonrió, más bien divertida por la disparidad inverosímil de físicos entre padre e hijo que como un gesto de saludo.

—Sí, ya conozco a Norbert… —dijo sonriendo, y extendió la mano al Eitel más bajo y joven. Éste sonrió y le besó la mano.

El anciano Eitel habló:

—Si nos disculpan, me temo que tenemos asuntos de gran importancia que tratar. —Los dos hombres hicieron una pequeña reverencia. El viejo Eitel extendió la mano.

—Aún no ha respondido a mi pregunta, Herr Eitel —insistió la periodista con rotundidad.

—Quizá otro día. Ha sido un placer, Gnädige Frau…

Mientras se marchaba, la periodista sonrió. «Gnädige Frau»… Era una forma de tratamiento que ella reservaría para una abuela aristócrata severa.

Mientras Eitel padre y Eitel hijo se quedaban mirando cómo cruzaba la recepción en dirección a la puerta, Wolfgang Eitel sustituyó la sonrisa por una expresión infinitamente más depredadora. Habló sin volverse hacia su hijo.

—¿Quién es ésa, Norbert?

—¿La periodista? Bueno, es una escritora por cuenta propia muy respetada; ha trabajado para
Der Spiegel y Stern

—Cómo se llama… —Era una orden, no una pregunta.

—Blüm… Se llama Angelika Blüm.

Miércoles, 4 de junio. 18:45 h

CARRETERA B73 DE HAMBURGO A CUXHAVEN

El miedo recorría su cuerpo como una corriente eléctrica; un miedo delicioso que le producía un hormigueo en el cuero cabelludo y le tensaba el pecho. Era la misión elegida, y jamás lamentaba ser quien tuviera que correr todos los riesgos. Comprendía por qué era él quien tenía que arriesgarse a ser descubierto y capturado cada vez que necesitaban a una mujer para el ritual. Sólo él tenía que sentir el miedo ácido en el estómago cada vez que había que encontrar a una nueva víctima y deshacerse de ella después.

Quitó las manos del volante, primero una, luego la otra, se secó el sudor de las palmas y se concentró en la carretera. Sólo hacía falta un control policial rutinario, o un accidente menor, o un neumático pinchado y una patrulla de la
autobahn
servicial. Sería el fin. Ajustó el retrovisor para poder verla. Estaba echada en el asiento trasero. Su respiración ruidosa era profunda pero irregular, con un estridor áspero. Mierda. Quizá había utilizado demasiado.

—Aguanta —murmuró, sabiendo que la chica no podía escuchar nada—. Aguanta viva un par de horas más, zorra estúpida.

Miércoles, 4 de junio. 19:40 h

AUSSENALSTER (HAMBURGO)

El sol del atardecer, que por fin había vencido a la lluvia, daba un brillo dorado al transbordador
Rundfahrt
de las 19:30. Fabel estaba en la cubierta, con los antebrazos apoyados en la barandilla. El transbordador no estaba especialmente lleno, y en la cubierta sólo había una pareja de ancianos, sentada en silencio en uno de los bancos. Simplemente tenían la vista clavada en el Aussenalster, sin hablar, sin tocarse, sin mirarse el uno al otro. A Fabel le pareció que lo único que les quedaba por compartir era la soledad, y reflexionó un momento sobre cómo, desde que se había divorciado, su soledad era absoluta. Indivisible y no compartida. Había estado con más de una mujer, pero con cada nueva pareja llegaba un dolor profundo que era algo parecido a la culpa, y nunca habían sido relaciones duraderas. En cada nueva aventura, Fabel buscaba algo sólido que significara alguna cosa para él, pero nunca lo había encontrado. Había crecido entre las comunidades luteranas muy unidas entre sí de la Frisia Oriental, donde la gente se casaba para toda la vida. Para bien y, muy a menudo, para mal. Jamás había pensado que no sería marido ni padre a tiempo completo, para siempre. Era una constante de su vida, un áncora de salvación, como ser policía. Luego, Renate, su esposa, había eliminado el matrimonio de su vida, y Fabel se sentía perdido desde hacía mucho, mucho tiempo. Y, ahora, cinco años después de su divorcio, cada vez que compartía cama con otra mujer era como si cometiera un pequeño adulterio; como si fuera infiel a un matrimonio que había muerto hacía muchos años.

El transbordador siguió navegando. Fabel había embarcado en el muelle de Fährdamm en el Alsterpark y ahora estaban saliendo de la extensión verde y dorada que parecía brillar bajo el sol del atardecer. Fabel acababa de mirar el reloj —las 19:40— cuando se dio cuenta de que a su lado había una figura apoyada en la barandilla. Se volvió para mirar a un turco alto, de unos treinta y cinco años, de rostro alargado y atractivo y pelo negro. El turco esbozó una gran sonrisa, y las líneas de expresión que ya tenía debajo de los ojos se acentuaron aún más.

—Hola, Herr Kriminalhauptkommissar. ¿Cómo va la lucha contra el crimen?

Fabel se rió.

—¿Qué quieres que te diga? Igual que tu negocio, siempre hay una clientela fija. ¿Cómo va el mundo del porno?

El turco se rió tan alto que la pareja de ancianos, todavía inexpresiva, miró en su dirección un momento antes de dirigir la mirada de nuevo al horizonte, simultáneamente y sin mediar palabra.

—Ya no me dedico a eso. La tecnología, ya sabes, el vídeo, el dvd y el cd-rom son ahora los que mandan. —Suspiró con una nostalgia exagerada—. Ya nadie quiere las viejas fotografías sucias de siempre. O sea, que me veo obligado a entrar en un negocio honrado.

—Por algún motivo no me parece que eso sea muy peligroso. —Fabel se quedó un momento callado—. Me alegra volver a verte, Mahmoot. Ahora en serio, ¿cómo va todo?

—Bien. He estado vendiendo las fotos de
paparazzo
a los tabloides. Acabo de cobrar un cheque de dos mil euros de
Schau Mal
! por una foto en la que se ve a uno de nuestros concejales más serios y entregados saliendo de un club de striptease.


¿¡Schau Mal
!? —Fabel parecía desconcertado.

Mahmoot se rió.

—Sí, no les importa hacer tratos con un turco si pueden sacar algo que les haga vender ejemplares.

—¿Y puede ser que el concejal en cuestión fuera socialdemócrata? —preguntó Fabel.

—Bingo.

—No entiendo por qué tratas con ellos. Después de todo, sólo son un atajo de cabrones racistas.

Mahmoot se encogió de hombros.

—Escucha. Yo he nacido y me he criado en este país. Soy tan alemán como cualquiera. Pero como mis padres llegaron aquí como Gastarbeiters turcos, me he pasado la mayor parte de mi vida, de hecho hasta que el Gobierno de Schroeder subió al poder, sin derecho a tener ni pasaporte alemán ni la nacionalidad alemana. —La media sonrisa desapareció de su rostro—. He decidido que voy a coger cualquier cosa que pueda sacarle a este país.

Fabel miró hacia el agua. El transbordador había tocado el lado este del Alster en Uhlenhorst y ahora se dirigía hacia el sur.

—No puedo culparte, Mahmoot. Pero es que creo que tienes mucho talento. Algunas de esas fotografías que sacaste de familias inmigrantes eran magníficas… Odio ver cómo se desperdicia tanto talento.

—Escucha, Jan, estoy orgulloso de ese trabajo, pero nadie quiso comprarlo. Así que tomo fotos baratas para tabloides de mierda y, cuando eso se acabe, tendré que hacer fotos porno. Lo odio, ya lo sabes, pero tengo que ganarme la vida.

—Sí, ya lo sé.

—Bueno. —La sonrisa volvió al rostro de Mahmoot—. No me has llamado para verme y hablar de cómo me va. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Un par de cosas. Primero… —Fabel metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una fotografía. Era la cara de la chica asesinada. La habían tomado en el depósito de cadáveres y le habían limpiado la sangre y peinado el pelo; la muerte y la iluminación estéril habían convertido su rostro en una máscara blanca inerte—. Me temo que es lo único que tenemos, aparte de una vieja fotografía borrosa de cuando era adolescente. ¿La reconoces?

Mahmoot negó con la cabeza.

—No.

—Mírala bien. Creo que era puta. Quizá trabajaba en el negocio del porno.

—Conmigo no, pero no está, bueno, no tiene el mejor de los aspectos en esta foto. Es difícil de decir. —Mahmoot le devolvió la fotografía.

—Quédatela —dijo Fabel—. Pregunta por ahí. Es importante.

—¿Cómo se llamaba?

—Ése es el problema, Mahmoot. Aparte de Monique, que creemos que sólo era el nombre que utilizaba para ejercer su profesión, no tiene nombre, ni una dirección fija ni siquiera una historia antes de la noche en que fue asesinada. Excepto una cosa: tenía una herida de bala en el muslo derecho. Creemos que se la hizo entre hace cinco y diez años. ¿Te dice algo?

—Lo siento, Jan… Pero deja que husmee un poco por ahí a ver qué puedo descubrir. ¿Cómo la mataron?

—Alguien decidió realizar una clase de anatomía con ella. La abrieron y le arrancaron los pulmones.

—¡Joder! —La estupefacción de Mahmoot era auténtica. Fabel no había entendido nunca cómo Mahmoot lograba conservar su inteligencia y humanidad, teniendo en cuenta a qué se dedicaba—. ¿Es el gran caso del que hablan los periódicos?

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