Muerte en Hong Kong (28 page)

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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

BOOK: Muerte en Hong Kong
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—Y yo, ¿qué arma llevaré?

—¿Usted, mi querido comandante? Bueno, queremos ser justos. Dispondrá de una pistola Luger Parabellum en buenas condiciones, se lo aseguro.

«Tendré ocho cartuchos», pensó Bond. Ocho posibilidades de matar, siempre que pudiera colocarse en la posición adecuada.

—Le hemos proporcionado un cargador medio vacío —añadió Chernov—. O sea que tendrá cuatro balas de 9 mm, una por cada uno de los «Robinsones», en caso de que tengan la suerte de que se le pongan a tiro antes de que uno de ellos se abalance sobre usted. Como ya debe de suponer, el equipo ha dado un paseo por el terreno, cosa que usted no ha hecho, que yo sepa.

—¿Y si deciden escapar? ¿Tomar un sampán y largarse?

—Se ve que todavía no lo ha entendido, comandante Bond —Chernov volvió a mirarle y le dirigió su inquietante sonrisa—. Estos hombres no tienen nada que perder más que sus vidas…, las cuales conservarán cuando usted haya muerto.

—Eso creen ellos.

—Vamos, comandante Bond, no intente fomentar la disensión. De nada le servirá, amigo mío. No se pueden entregar; no huirán y tampoco se creerán cualquier historia que usted les cuente…, aun en el caso de que le dieran tiempo para ello.

«Y usted sabe que yo tampoco huiré —pensó Bond—. Usted cree conocerme por dentro y por fuera, camarada general. Sabe que no huiré, porque, si consigo vencer a su cuarteto mortal, regresaré aquí y trataré de salvar a los demás». En efecto, Chernov le conocía porque eso era exactamente lo que pensaba hacer. Se preguntó si Chernov sabía también que intentaría regresar para desenmascarar al traidor que se ocultaba entre los demás prisioneros.

Chernov hizo una seña y los «Robinsones» fueron acompañados fuera de la estancia no sin que antes cada uno de ellos clavara sus ojos en los de Bond. «¿Serán figuraciones mías o de veras he detectado un odio glacial en aquellos cuatro pares de ojos?», pensó Bond.

—Tiene cuatro horas para descansar antes de que comience la prueba —dijo Chernov, levantándose—. Le sugiero que se ponga en paz con su conciencia.

Uno de los guardianes volvió a entrar en la estancia para llevarse a Bond, pero Chernov dio un paso al frente.

—Permítame decirle otra cosa, para asegurarme de que está usted al corriente de las normas, Bond. No intente pasarse de listo. Es posible que haya pensado usted en el plan más obvio, que sería agacharse junto al murete que rodea la casa y eliminar a los «Robinsones» a medida que vayan saliendo. Sabemos que es usted un excelente tirador, pero, por favor, ni se le ocurra intentarlo. Cuando reciba la orden de correr, corra. Como intente poner en práctica alguna jugarreta, mis dos guardianes lo cortarán a pedacitos. Si, por suerte o por habilidad, logra evitar o matar a mis «Robinsones», le aconsejo que siga corriendo, James Bond. Corra todo lo que pueda. Esta noche le mataremos, de eso estoy seguro, pero, en el improbable caso de que me equivoque, dispondremos de otra oportunidad y yo mismo le mataré. Mi Departamento no descansará hasta que usted haya muerto, ¿comprende?

Bond asintió en silencio y se retiró con toda la dignidad que le permitió su revuelto estómago. Una vez en la celda, empezó a estudiar sus posibilidades. En presencia de los cuatro «Robinsones», estuvo tentado por un momento de caer en la desesperación. Ahora, a solas otra vez, empezó a trazar planes. Le iban a dar una Luger Parabellum y cuatro cartuchos como municiones. Bueno, algo era algo. Pero podría tener más si consiguiera llegar al paquete oculto.

El paquete, preparado por Quti y otros miembros del Servicio, estaba destinado a ser utilizado en caso de máxima necesidad puesto que contenía, sobre todo, armas letales.

Construido bajo el principio de la anticuada «
Housewife
» —«Ama de Casa», pronunciada siempre «Hussif»— de la Royal Navy, el Paquete Auxiliar de Operaciones Secretas, PAOS, era un envoltorio alargado recubierto de hule, de cuarenta por veinte centímetros; dos largas cintas sobresalían por la izquierda y servían para atar el paquete con un nudo muy fácil de deshacer. Cuando se abría, quedaba plano y contenía cinco bolsillos, cada uno de ellos diseñado para un determinado objeto. En el extremo izquierdo había dos objetos que parecían unas achaparradas baterías HP-11. Uno de ellos era una potente bengala activada por el botón que simulaba ser el polo positivo de la batería. Manteniéndolo con el brazo extendido, disparaba una bengala que iluminaba con una blanca luz a una distancia de unos seis metros, en un área de hasta cuatrocientos metros. Si se disparaba con la trayectoria adecuada, la bengala podía ejercer también un efecto deslumbrador.

La segunda batería funcionaba como la primera, pero no podía sostenerse en la mano, porque, a los siete segundos, estallaba con una potencia casi dos veces superior a la de la antigua granada de mano Mills. Ambas baterías contenían el tipo de sustancias plásticas que no dejan rastro, tan conocidas por las organizaciones antiterroristas.

El tercer bolsillo contenía una navaja de quince centímetros templada con policarbono y, por consiguiente, no detectable por los equipos de seguridad de los aeropuertos. La hoja estaba protegida por una funda que le servía de mango.

El cuarto bolsillo era casi plano y contenía un alambre de agarrotar, provisto de dientes de sierra; mientras que el último contenía, probablemente, la más mortífera de todas las armas: una pluma. Pero no una pluma corriente, sino una que se construía en Italia y tenía muy preocupados a los responsables de la seguridad de muchos países. Por medio de una rápida torsión, se convertía en una pequeña arma que podía disparar proyectiles. Un chorro de aire comprimido disparaba unas agujas de acero templado capaces de producir la muerte si penetraban en el cerebro, los pulmones, la garganta o el corazón, desde una distancia aproximada de diez pasos. La pluma sólo se podía utilizar tres veces.

Bond repasó mentalmente la situación de los objetos en el PAOS abierto y recordó las muchas veces que se había entrenado en la oscuridad, localizando los objetos exclusivamente por el tacto. Se consoló al pensar que podría tenerlo todo oculto sobre su persona o listo para el uso en menos de un minuto. Nada mejor que la amenaza de una muerte inminente, pensó —tal como otros habían pensado multitud de veces antes que él— para aguzar el ingenio.

Tras haber repasado una y otra vez la situación de los objetos en el PAOS, lo único que podía hacer era prepararse mentalmente para la prueba. Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y cerró los ojos. Esta vez repasó el mapa que Richard Han le había entregado en nombre de Swift. Sabía dónde estaba la casa en relación con el resto del promontorio y, en menos de una hora, ya supo lo que tendría que hacer. Con un poco de suerte y con la ayuda de su experiencia, dispondría de una mínima posibilidad de ganar.

Le dijeron que eran las once y media cuando fueron por él. Los guardianes no hablaban inglés, pero, mientras uno de ellos le cubría con su pistola ametralladora, el otro levantó un brazo y contempló con orgullo su nuevo reloj digital que desempeñaba ocho funciones.

Chernov le esperaba solo en la estancia principal. Las ventanas estaban abiertas de par en par y, a través de ellas, se podían ver las parpadeantes luces de los pocos edificios que rodeaban la había de Tung Wan. Al otro lado de la bahía, en el promontorio sur, brillaban las luces del Hotel Warwick.

—Venga a escuchar —dijo Chernov, haciéndole señas de que se acercara a la puerta corredera. Ambos hombres salieron al tibio aire nocturno. ¿Por qué no matarle ahora con mis propias manos y acabar de una vez?, pensó Bond. Pero de nada le hubiera servido porque rápidamente hubiera seguido a Chernov a la tumba, abatido a tiros por el hombre que montaba guardia en la estancia.

—Escuche —repitió Chernov—. Apenas se oye un sonido. Y eso que en esta islita viven todavía unas cuarenta mil personas, la mayoría de ellas en juncos y sampanes, en el puerto; y, sin embargo, pasada la medianoche, la gente ya no sale. En Cheung Chau no hay vida nocturna.

Mientras Chernov hablaba, Bond aprovechó el tiempo para orientarse. Directamente frente a ellos, el terreno descendía en pendiente hacia el lugar donde él había escondido el PAOS en el transcurso de su primer reconocimiento. Por suerte, sabía en qué punto exacto tendría que saltar el murete. Abajo, la playa rodeaba la bahía mientras que, a la derecha, el terreno ascendía bruscamente hacia arriba. Bond sabía que, en lo alto de aquella elevación, sólo había que recorrer unos cientos de metros para llegar a una sinuosa carretera que serpeaba hacia abajo en dirección al istmo central y a la aldea principal de la isla. La carretera pasaba por delante del famoso templo de Pak Tai y seguía hasta la llamada Praya, o zona portuaria, que tenía su fábrica de conservas de pescado y sus centenares de juncos de pesca.

Chernov le dio una palmada en el hombro a Bond.

—Pero, esta noche, les vamos a ofrecer un poco de vida nocturna, ¿verdad, Bond? —el general consultó su reloj—. Ya es casi la hora —añadió, acompañando nuevamente a Bond al interior de la estancia.

—¿Se me permite hacer una última petición? —preguntó Bond.

—Depende de lo que sea —contestó Chernov con una sombra de recelo en los ojos.

—Me gustaría despedirme de mis amigos.

—No me parece conveniente hacerlo. Sería demasiado doloroso para ellos. Están bien controlados… Sobre todo, las mujeres. No me gustaría que se rompiera el equilibrio. Comprenderá usted que la tarea que mañana tengo que cumplir en este lugar no es muy agradable. Es mejor que los condenados afronten la necesidad de la muerte con fortaleza. De este modo, todo será más fácil para mí, ¿comprende?

«Sí —pensó Bond—. Lo que menos le interesa es que yo les vea ahora porque, con toda probabilidad, hay uno de menos. El traidor ya no estará con ellos».

—Es usted un carnicero, Chernov —dijo en voz alta—. Vamos allá.

—Tiene usted mi palabra de que pasarán más de cinco minutos antes de que soltemos a los «Robinsones» —dijo Chernov, asintiendo con aire solemne—. Venga, las armas están aquí.

Como por arte de magia, la mesa se hallaba ahora cubierta de armas letales. Había tres grandes pistolas Luger y una larga daga de bronce de cañón, unos tres centímetros más larga que el viejo cuchillo del Comando Sykes-Fairbairn, y el hierro de combate con un mango de madera de unos sesenta centímetros de longitud, provisto de un puño reforzado en un extremo y una afilada hoja móvil de acero en el otro. En el extremo del mango había una corta cadena de la que colgaba una maza de tamaño dos veces superior al puño de un hombre, completamente cubierta de afilados clavos.

Chernov acarició la maza y se echó a reír.

—¿Sabe cómo las llamaban?

—«Luceros del alba», si no recuerdo mal.

—Sí, «Luceros del alba» y… —Chernov se rió sin entusiasmo—, y también «aspersorios de agua bendita». Yo prefiero «aspersorios de agua bendita» —una de sus manos se cernió sobre las armas y se posó por fin en una de las pistolas Luger—. Creo que ésta es la suya —sacó el cargador, antes de entregársela a Bond—. Por favor, compruebe su funcionamiento y cerciórese de que no se ha retirado el percusor.

Bond examinó el arma; estaba bien engrasada y en perfecto estado. Chernov le entregó el cargador.

—Cuente los cuatro cartuchos. Insisto en jugar limpio.

Mientras seguía las instrucciones de Chernov, Bond observó que el guardián armado con la pistola ametralladora se preparaba para intervenir, mientras los «Robinsones» eran introducidos en la estancia. Sabía que todo aquel espectáculo estaba encaminado a ponerle nervioso. Chernov era un buen director de escena y sabía cómo hacer las cosas.

—Puede cargar el arma y poner el seguro.

Bond así lo hizo sosteniendo la pistola automática en la mano derecha mientras Chernov seguía hablando.

—Cuando esté preparado, le acompañaré a la puerta corredera e iniciaré una cuenta atrás de diez a cero. Al llegar al cero, se apagarán todas las luces y usted empezará la carrera. No olvide lo que ya le he dicho sobre las jugarretas, Bond. No le servirán de nada. No obstante, le prometo y le doy mi palabra de oficial de que no soltaremos a los «Robinsones» hasta que hayan pasado cinco minutos. Aproveche al máximo su tiempo. ¿Está ya preparado?

Bond asintió y, para asombro suyo, Chernov le tendió una mano. Él se la quedó mirando un instante y después, apartó el rostro. Ofendido por su desprecio, Chernov hizo una breve pausa antes de iniciar la cuenta: «Diez…, nueve…, ocho…», hasta llegar a cero.

Las luces se apagaron y Bond salió corriendo hacia la oscuridad de la noche.

21. El Emperador del Paraíso Negro

Bond saltó perfectamente el murete con una combinación de habilidad y fuerza. Cuando salió en compañía de Chernov, hizo sus cálculos y en aquel instante pudo contar los pasos mientras corría en la dirección adecuada. Tras saltar el muro, corrió por el terreno llano hasta el lugar en el que se iniciaba la pendiente y bajó rodando para que no le vieran desde la casa. Estaba seguro de que se había detenido a escasa distancia de su objetivo; con las palmas de las manos, empezó a tantear a su alrededor. Tras un par de segundos, en el transcurso de los cuales estuvo a punto de sucumbir al temor, su mano derecha rozó la piedra. Rodó hacia ella, escarbó en la tierra y sacó el paquete envuelto con hule.

Se levantó, giró a la izquierda y corrió por la pendiente, tratando de situarse por encima y lo más lejos que pudiera de la villa a la mayor rapidez posible. Mientras corría, contó los segundos. Se había concedido dos minutos y medio de tiempo. Una vez ésos hubieran transcurrido, se detendría.

Calculó que el punto al que había llegado al expirar el plazo, se encontraba a unos treinta metros por encima de la villa. Allí se agachó, se colocó la pistola en un lugar accesible, dejó el PAOS en el suelo, desató las cintas y desenrolló el hule. Por simple contacto, localizó cada objeto en la oscuridad y los sacó de su funda, distribuyendo las armas entre los distintos bolsillos del mono de trabajo, menos la bengala que conservó en una mano.

Respirando afanosamente, Bond extendió un brazo, inclinó en ángulo el pequeño objeto hacia la casa y apretó el botón de disparo, tomando al mismo tiempo la Luger. Calculó que la bengala estallaría al cabo de cinco minutos y veinte segundos de su salida de la villa. En la pernera derecha del mono, a la altura del muslo, había un bolsillo abierto en el que introdujo la Luger. Después, tomando la segunda batería —la pequeña granada de mano—, esperó.

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