Muerte y juicio (16 page)

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Authors: Donna Leon

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BOOK: Muerte y juicio
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Roberto, como sabían no sólo Danilo y Brunetti sino casi toda la policía de la ciudad, era hijo único del juez Mario Beniamin, presidente de la Audiencia de Venecia. Hasta aquella noche, su adicción nunca le había inducido a la violencia, ya que se las arreglaba con recetas falsas y lo que conseguía a cambio de los objetos que robaba en casa de familiares y amigos. Pero la agresión al farmacéutico, aunque la lesión había sido involuntaria, había hecho de Roberto uno más de los delincuentes de la ciudad. Después de hablar con Danilo, Brunetti fue a casa del juez y estuvo con él durante más de una hora. Al día siguiente, el juez Beniamin acompañó a su hijo a una pequeña clínica particular de las afueras de Zurich, donde Roberto pasó los seis meses siguientes y de la que salió para iniciar un curso en un taller de cerámica de las afueras de Milán.

El favor, ofrecido espontáneamente por Brunetti, había permanecido en reposo entre él y el juez durante todos aquellos años, como duermen en el fondo del armario unos zapatos demasiado caros, hasta el día en que, inopinadamente, tropezamos con ellos y recordamos con una mueca de desagrado lo estúpidos que fuimos al dejarnos tentar por aquella falsa ganga.

En el despacho del juez, a la tercera señal del teléfono, contestó una voz femenina. Brunetti dio su nombre y solicitó hablar con el juez Beniamin.

Al cabo de un minuto, el juez se puso al teléfono.


Buon giorno,
comisario. Esperaba su llamada.

—Sí —dijo Brunetti simplemente—. Me gustaría hablar con Su Señoría.

—¿Hoy?

—Si fuera posible.

—Puedo dedicarle media hora esta tarde a las cinco. ¿Será suficiente?

—Espero que sí, Señoría.

—Le espero entonces. Aquí —dijo el juez, y colgó.

La Audiencia de lo criminal está situada al pie del puente de Rialto, aunque no en el lado de San Marco sino en el del mercado de frutas y verduras. Por ello, los que van al mercado temprano, a veces pueden ver a hombres y mujeres que entran o salen del edificio esposados, y no es raro que entre las cajas de coles o de uvas transiten
carabinieri
armados con metralletas custodiando a los detenidos. Brunetti mostró su credencial a los guardias de la puerta y subió dos tramos de la amplia escalera de mármol, hasta el despacho del juez Beniamin. Desde las grandes ventanas de la escalera se dominaba la Fondazioni dei Tedeschi, en tiempos de la República, sede de los mercaderes alemanes de la ciudad y ahora central de Correos. En lo alto de la escalera, dos
carabinieri
con chaleco antibalas y rifle de asalto le pidieron la identificación.

—¿Lleva algún arma, comisario? —preguntó uno de ellos, después de examinar atentamente el documento.

Brunetti lamentó no haber pensado en dejar la pistola en el despacho. Hacía tiempo que en Italia se había levantado la veda del juez, y ahora, cuando ya era tarde, todas las precauciones parecían pocas. Lentamente, se desabrochó la chaqueta y la abrió para que el guardia le quitara la pistola.

La tercera puerta de la izquierda era la del despacho de Beniamin. Brunetti dio dos golpecitos y una voz lo invitó a entrar.

Durante los años transcurridos desde su visita a la casa del juez, los dos hombres se habían saludado por la calle alguna vez, pero Brunetti llevaba ya casi un año sin ver a Beniamin y quedó asombrado por el cambio que se había producido en aquel hombre que, a pesar de tener sólo unos diez años más que Brunetti, ahora hubiera podido pasar por su padre. A cada lado de la boca, se le marcaban unos pliegues profundos y los ojos, en otro tiempo oscuros y brillantes, estaban empañados, como si alguien hubiera olvidado limpiarlos. Y había perdido tanto peso que parecía extraviarse dentro de la amplia toga.

—Siéntese, comisario —dijo Beniamin. La voz era la misma, grave y vibrante, voz de barítono.

—Gracias, Señoría —dijo Brunetti sentándose en una de las cuatro sillas que estaban dispuestas frente al escritorio del juez.

—Lo lamento, pero dispongo de menos tiempo de lo que pensaba. —Después de hablar, el juez se quedó en suspenso como si acabara de escuchar sus propias palabras. Esbozó una sonrisa pequeña y triste y agregó—: Me refiero a esta tarde. De modo que, si podemos abreviar, se lo agradeceré.

—Desde luego, Señoría. Ni que decir tiene que le agradezco mucho que me haya recibido. —Brunetti se detuvo y su mirada se cruzó con la del juez. Ambos eran conscientes de lo convencional de la frase.

—Sí —dijo el juez. Nada más.

—Carlo Trevisan —enunció Brunetti.

—¿Concretamente? —preguntó el juez.

—¿A quién beneficia su muerte? ¿Qué relación tenía con su cuñado? ¿Y con su mujer? ¿Por qué su hija, hará unos cinco años, decía que sus padres temían que la secuestraran? ¿Y qué relaciones tenía Trevisan con la Mafia?

El juez Beniamin no tomaba notas, sólo escuchaba. Ahora apoyó los codos en la mesa y levantó una mano con el dorso hacia Brunetti y los dedos extendidos.

—Hace dos años, otro abogado, Salvatore Martucci, entró en el bufete, aportando sus propios clientes, con la condición de que, dentro de un año, se le hiciera socio de la firma, con una participación del cincuenta por ciento. Se dice que Trevisan no estaba dispuesto a cumplir el acuerdo. Muerto Trevisan, Martucci se queda solo al frente del bufete. —El pulgar del juez Beniamin desapareció.

»El cuñado es un hombre hábil y escurridizo. Es sólo un rumor, y podrían acusarme de calumnia si repitiera por ahí lo que voy a decirle, pero quienquiera que desee eludir el pago de impuestos en transacciones internacionales o saber a quién tiene que sobornar para evitar que un embarque no sea inspeccionado en la aduana, no tiene más que acudir a él. —El dedo índice desapareció.

»La esposa se entiende con Martucci. —Ahora el juez dobló el dedo mayor.

»Hace años, y esto es otro rumor, Trevisan llevó asuntos financieros de dos miembros de la Mafia de Palermo, hombres muy violentos. Desconozco la índole de su relación, si fue legal o ilegal, ni si fue voluntaria o no, pero me consta que esos hombres estaban interesados en él, o viceversa, a causa de la previsible apertura de la Europa del Este y el consiguiente incremento de las relaciones entre Italia y esos países. Es sabido que la Mafia secuestra o mata a los hijos de quienes se niegan a hacer negocios con ellos. Se dice que durante algún tiempo, Trevisan estaba muy asustado, pero también se dice que se le pasó el miedo. —Recogiendo los dos últimos dedos en el puño, el juez dijo—: Me parece que esto responde a todas sus preguntas.

Brunetti se puso en pie.

—Gracias, Señoría.

—De nada, comisario.

No se mencionó a Roberto, muerto de sobredosis hacía un año, ni se habló del cáncer que estaba destruyendo el hígado del juez. Brunetti salió del despacho, recuperó la pistola que le entregó el guardia y salió de la Audiencia.

18

Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho a la mañana siguiente fue marcar el número particular de Barbara Zorzi. Después de la señal del contestador, dijo:


Dottoressa,
aquí Guido Brunetti. Si está en casa, le agradeceré que conteste. Tengo que hablar con usted otra vez sobre Trevisan. He descubierto que…

—¿Sí? —dijo ella, interrumpiéndole, pero sin sorprenderle por la falta de saludo o de cordialidad.

—Me gustaría saber si la visita a su consultorio de la
signora
Trevisan estaba relacionada con un embarazo. Antes de que ella pudiera responder, aclaró—: No de su hija sino de ella.

—¿Por qué desea saberlo?

—El informe de la autopsia indica que su marido había sido sometido a una vasectomía.

—¿Cuándo?

—No lo sé. ¿Supondría eso una diferencia?

Después de una larga pausa, ella dijo:

—No, supongo que no. Sí; cuando vino a visitarse hace dos años creía estar embarazada. Entonces tenía cuarenta y un años, de modo que era posible.

—¿Lo estaba?

—No.

—¿Parecía muy preocupada por ello?

—En aquel momento no me lo pareció, en fin, no más preocupada de lo que lo estaría cualquier mujer de su edad, que creyera haber dejado atrás todo eso. Pero ahora supongo que sí que lo estaba.

—Gracias —dijo Brunetti.

—¿Eso es todo? —La sorpresa era audible.

—Sí.

—¿No va a preguntarme si sabía yo quién era el padre?

—No; creo que si usted hubiera pensado que el padre no era Trevisan me lo hubiera dicho ya el otro día.

Ella tardó un momento en responder y al hacerlo arrastró la primera palabra.

—Sí, probablemente.

—Bien.

—Quizá.

—Gracias —dijo Brunetti, y colgó.

Llamó entonces al despacho de Trevisan para pedir una entrevista al
avvocato
Salvatore Martucci, pero le dijeron que el
signor
Martucci había tenido que ir a Milán y que llamaría al comisario Brunetti tan pronto como regresara. No habían llegado a su mesa más papeles, por lo que se dedicó a repasar la lista que había hecho la víspera y a reflexionar sobre su conversación con el juez.

Brunetti no perdió el tiempo en cuestionar ni en tratar de confirmar la veracidad de las revelaciones que le había hecho el juez Beniamin. Así pues, dada la probable relación de Trevisan con la Mafia, su muerte parecía ahora más que nunca una ejecución, tan fulminante y anónima como la provocada por el rayo. A juzgar por el apellido, probablemente Martucci sería un hombre del sur, y Brunetti se puso en guardia contra los prejuicios que ello pudiera inspirarle, especialmente si resultaba ser siciliano.

Quedaban Francesca y sus comentarios acerca del miedo de sus padres a un secuestro. Aquella mañana, antes de salir de casa, Brunetti había dicho a Chiara que la policía había esclarecido el asunto de la amenaza de secuestro, por lo que no necesitaba más ayuda. Hasta la más remota posibilidad de que alguien pudiera enterarse del interés de Chiara por un asunto relacionado con la Mafia causaba a Brunetti viva inquietud, y sabía que una aparente falta de interés sería el mejor medio para disuadirla de seguir haciendo preguntas.

Lo sacó de su ensimismamiento un golpe que sonó en la puerta del despacho.

—Avanti
—gritó y al levantar la mirada vio que la
signorina
Elettra hacía entrar a un hombre.

—Comisario —dijo ella acercándose—, le presento al
signor
Giorgio Rondini, que desea hablar con usted unos momentos.

El hombre que venía con ella le sacaba por lo menos toda la cabeza, aunque no pesaría mucho más. El
signor
Rondini parecía salido de un cuadro del Greco, impresión que acentuaban la barbita negra y puntiaguda y los ojos oscuros, protegidos por unas cejas muy pobladas.

—Siéntese,
signor
Rondini, tenga la bondad —dijo Brunetti levantándose—. ¿En qué puedo servirle?

Mientras Rondini descendía a la silla, la
signorina
Elettra volvió sobre sus pasos hasta la puerta que había dejado abierta. En el umbral se quedó quieta hasta que Brunetti la miró, y entonces ella, señalando al visitante, silabeó silenciosamente, como si se dirigiera a un sordo:

—Gi-or-gio.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo casi imperceptiblemente y dijo, mientras ella ya cerraba la puerta:


Grazie, signorina.

Durante un rato, ninguno de los dos hombres habló. Rondini examinaba el despacho y Brunetti miraba la lista que tenía encima de la mesa. Finamente, el recién llegado dijo:

—Comisario, he venido a pedirle consejo.

—¿Sí,
signor
Rondini? —le instó Brunetti levantando la cabeza.

—Se trata de la condena —dijo el hombre, y se interrumpió.

—¿La condena,
signor
Rondini? —preguntó Brunetti.

—Sí, por lo de aquel día, en la playa. —Rondini le dedicó una sonrisa de aliento, invitándolo a recordar algo que él debía de saber ya.

—Perdone,
signor
Rondini, pero no estoy al corriente de la condena. ¿Podría usted informarme?

La sonrisa de Rondini desapareció dando paso a la turbación.

—¿Elettra no se lo ha contado?

—No; lamento decirle que no. —Viendo que, al oír esto, su interlocutor se azoraba más todavía, Brunetti agregó, sonriendo—: Aunque me ha explicado, desde luego, la gran ayuda que nos ha prestado usted. Gracias a ella hemos podido avanzar como hemos avanzado. —La circunstancia de que el avance fuera prácticamente nulo no restaba veracidad a la afirmación, aunque tampoco en el caso contrario se hubiera abstenido de hacerla.

En vista de que Rondini no hablaba, Brunetti le azuzó:

—Quizá, si me pone en antecedentes, veremos qué puede hacerse.

Rondini juntó las manos en el regazo, frotando los dedos de la izquierda con los de la derecha.

—Como le decía, se trata de una condena. —El hombre levantó la cabeza y Brunetti asintió, animándole—. Por exhibicionismo —agregó Rondini. La sonrisa de Brunetti no varió, y pareció que ello infundía valor a su visitante.

—Verá, comisario, hace dos veranos fui a la playa, a Alberoni. —Brunetti siguió sonriendo al oír el nombre de la playa situada al extremo del Lido, que era la favorita de los gays, por lo que se la conocía con el nombre de playa del Pecado. Su sonrisa no varió, pero sus ojos contemplaban ahora con más atención a Rondini y sus manos.

—No, no, comisario —dijo Rondini sacudiendo la cabeza—. No se trata de mí sino de mi hermano. —Se interrumpió y volvió a mover la cabeza, cortado y confuso—. Cada vez lo lío más. —Sonrió de nuevo, más nervioso todavía, y suspiró—: Volveré a empezar. —Brunetti asintió saludando la idea—. Mi hermano es periodista. Aquel verano hacía un reportaje sobre la playa y me pidió que lo acompañara. Pensaba que así pareceríamos una pareja y la gente nos dejaría en paz. Es decir, por un lado, nos dejaría en paz y, por el otro, no tendría reparo en hablar con él. —Nuevamente, Rondini se interrumpió y se miró las manos, que no dejaban de moverse en su regazo.

En vista de que Rondini no daba señales de querer seguir hablando, Brunetti preguntó:

—¿Sucedió allí, en la playa? —Como Rondini ni contestaba ni le miraba, puntualizó—: El incidente.

Rondini aspiró profundamente y siguió explicando.

—Me bañé, pero hacía frío y decidí vestirme. Mi hermano estaba a cierta distancia, hablando con unas personas, y me pareció que cerca de mí no había nadie. Desde luego, no había nadie a menos de veinte metros de mi toalla, de modo que me senté, me quité el bañador y, cuando estaba vistiéndome, se acercaron dos policías y me dijeron que me levantara. Yo traté de ponerme los pantalones, pero uno de los policías los pisó, y no pude. —La voz de Rondini se hizo más tensa, y Brunetti no supo si de bochorno o de indignación.

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