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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (6 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Brunetti comprendió que no podía sino acatar la decisión.

—Gracias por su tiempo y por su información —dijo con sinceridad. En tono más personal, agregó—: Es curioso que hasta ahora no me diera cuenta de que usted y Elettra eran hermanas.

—Ella tiene cinco años menos.

—No pensaba en el parecido físico —dijo él en respuesta al inquisitivo gesto que ella había hecho con el mentón—. Sus caracteres. Son muy similares.

La sonrisa de ella fue rápida y amplia.

—Eso nos lo dice mucha gente.

—Es lógico —reconoció Brunetti.

Ella no dijo nada, pero al cabo de un instante se echó a reír con auténtico regocijo. Sin dejar de reír, apartó la silla y alargó la mano hacia el abrigo. Él la ayudó a ponérselo, miró la cuenta y dejó dinero en la mesa. Ella empuñó su maletín marrón y juntos salieron a la
piazza,
donde descubrieron que hacía aún más calor que antes.

—La mayoría de mis pacientes están convencidos de que esto es señal de que el invierno va a ser terrible —dijo ella abarcando con un ademán la plaza y la luz que la inundaba. Bajaron los tres escalones y se encaminaron hacia el
campanile.

—¿Y si hiciera más frío de lo normal, qué dirían? —preguntó Brunetti.

—Oh, dirían lo mismo, que era señal de que tendríamos un invierno malo —respondió ella, imperturbable. Los dos eran venecianos y comprendían el sentido de aquella aparente contradicción.

—Somos un pueblo pesimista, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

—Tuvimos un imperio. Ahora… —dijo ella repitiendo el ademán que abarcaba la Basílica, el
campanile
y, debajo, Sansovino's Loggetta—, lo único que tenemos es esta Disneylandia. Creo que eso justifica el pesimismo.

Brunetti asintió, pero no dijo nada. No estaba de acuerdo. Eran momentos que se daban muy de tarde en tarde, pero para él las glorias de la ciudad aún pervivían.

Se despidieron al pie del
campanile,
y ella se fue a casa de su paciente, que vivía en Campo della Guerra y él, hacia Rialto, a casa, a almorzar.

8

Aún estaban las tiendas abiertas cuando Brunetti llegó a su barrio, entró en la tienda de comestibles de la esquina y compró cuatro botellas de agua mineral en envase de vidrio. En un momento de debilidad y conciencia ecologista había accedido a secundar el boicot familiar a los envases de plástico y, al igual que su esposa e hijos —eso había que concedérselo—, había adquirido la costumbre de entrar en la tienda cada vez que pasaba por delante, a comprar unas cuantas botellas. A veces se preguntaba si el resto de la familia se bañaba en agua mineral a espaldas suyas, por la rapidez con que desaparecía.

Al llegar al cuarto piso dejó la bolsa de las botellas en el último escalón y sacó las llaves. Dentro se oía el boletín de noticias de la radio, que seguramente hablaba a un ávido auditorio acerca del caso Trevisan. Abrió la puerta, introdujo las botellas y cerró. Sonaba en la cocina una voz monótona: «… niega todos los cargos presentados contra él e invoca veinte años de leales servicios prestados al partido cristianodemócrata en prueba de su dedicación a la justicia. Desde su celda de la prisión Regina Coeli, no obstante, Renato Mustacci, confeso asesino de la Mafia, mantiene que seguía órdenes del senador cuando él y otros dos hombres mataron a tiros al juez Filippo Preside y a su esposa, en Palermo, en mayo del año pasado».

El solemne sonsonete del locutor fue seguido por una canción que anunciaba un detergente, sobre la que se oyó la voz de Paola, que hablaba consigo misma, con frecuencia, su interlocutora predilecta.

—Cerdo asqueroso, embustero como todos los de su calaña. Dedicación a la justicia. Dedicación a la justicia… —Siguió uno de los más contundentes epítetos del idioma que, curiosamente, su esposa solía utilizar únicamente cuando hablaba sola. Al oírle andar por el pasillo se volvió hacia él—: ¿Has oído, Guido? ¿Tú has oído eso? Los tres asesinos dicen que él les encargó que mataran al juez y él habla de su dedicación a la justicia. Tendrían que sacarlo a la plaza y colgarlo. Pero es parlamentario, y no se le puede tocar. Habría que encerrarlos a todos. Meter a todo el Parlamento en la cárcel. Así nos ahorraríamos tiempo y complicaciones.

Brunetti cruzó la cocina y se agachó para guardar las botellas en el armario bajo situado al lado del frigorífico. Sólo quedaba una de las cinco que había subido la víspera.

—¿Qué hay para almorzar?

Ella dio un paso atrás y le apuntó al corazón con un índice acusador.

—La República se hunde y él sólo piensa en la comida —dijo dirigiéndose al oyente invisible que durante más de veinte años había sido mudo testigo de su matrimonio—. Guido, esos canallas nos destruirán a todos. Quizá ya nos han destruido. Y tú quieres saber qué hay para almorzar.

Brunetti reprimió el comentario de que una persona que usaba prendas de cachemir de Burlington Areade no era la más indicada para lanzar soflamas revolucionarias y sólo dijo:

—Dame de comer, Paola, para que pueda mantener mi propia dedicación a la justicia.

Esto bastó para recordar a Paola el caso Trevisan, que era lo que pretendía Brunetti, e inmediatamente abandonó sus diatribas políticas para preguntar con interés, apagando la radio:

—¿Te lo han dado a ti?

Brunetti asintió mientras se ponía de pie.

—Él ha dicho que como ahora yo no tenía nada que hacer de particular, podía encargarme de eso. Le ha llamado el alcalde, así que no te cuento cómo está. —No había necesidad de especificar quién era «él».

Tal como Brunetti esperaba, Paola olvidó momentáneamente todas sus consideraciones sobre la justicia y la ética política.

—La noticia que he leído sólo decía muerto por disparos. En el tren de Turín.

—Llevaba billete de Padua. Estamos tratando de averiguar qué había ido a hacer allí.

—¿Una mujer?

—Quizá. Aún es pronto para hacer conjeturas. ¿Qué hay para almorzar?


Pasta fagioli
y
cotoletta.

—¿Ensalada?

—Guido —dijo ella frunciendo los labios y mirando al techo—, ¿puedes decirme cuándo no hay ensalada con las chuletas?

En lugar de contestar, él preguntó a su vez:

—¿Queda todavía
dolcetto
de aquel tan bueno?

—No sé. Abrimos una botella la semana pasada.

Él musitó algo entre dientes y volvió a arrodillarse delante del armario bajo. Detrás del agua mineral había tres botellas de vino, pero todo, blanco. Al levantarse de nuevo, él preguntó:

—¿Dónde está Chiara?

—En su cuarto. ¿Por qué?

—Quiero pedirle un favor.

Paola miró su reloj.

—Es la una menos cuarto, Guido. Las tiendas estarán cerradas.

—Puede ir a Do Mori. No cierran hasta la una.

—¿Vas a pedirle que vaya hasta allí sólo para que te traiga una botella de
dolcetto?

—Tres —dijo él saliendo de la cocina y alejándose por el pasillo en dirección a la habitación de Chiara. Llamó a la puerta y a su espalda oyó otra vez la radio.


Avanti, papà
—gritó Chiara.

Él abrió la puerta y entró en la habitación. La cama en la que su hija estaba echada tenía un dosel con volantes blancos. En el suelo había unos zapatos, una bolsa de libros y una chaqueta. Los postigos estaban abiertos y la luz de mediodía caía sobre los osos y otra fauna de trapo que compartían la cama con su dueña. Chiara se apartó de los ojos un mechón de pelo rubio ceniza y le dedicó una sonrisa que rivalizaba con la luz que entraba por la ventana.


Ciao, dolcezza
—dijo él al entrar.

—Llegas temprano, papá.

—No, justo a tiempo. ¿Estabas leyendo?

Ella asintió mirando otra vez el libro.

—Chiara, ¿querrías hacerme un favor?

Ella observó a su padre por encima del libro.

—Di, Chiara.

—¿Adónde? —preguntó ella.

—A Do Mori.

—¿Qué es lo que se nos ha acabado?


Dolcetto.

—Oh, papá, ¿por qué no bebes otra cosa con el almuerzo?

—Porque quiero
dolcetto,
tesoro.

—Voy si me acompañas.

—Para eso, voy solo.

—Pues ve, papá.

—Es que no quiero ir, Chiara. Por eso te pido que vayas tú.

—¿Por qué tengo que ir yo?

—Porque yo trabajo mucho para manteneros a todos.


Mamma
también trabaja.

—Sí, pero con mi dinero pagamos la casa y las cosas de la casa.

Ella dejó el libro abierto boca abajo encima de la cama.


Mamma
dice que eso es chantaje capitalista, y que cuando lo utilizas no tengo que ceder.

—Chiara —dijo él en voz muy baja—, tu madre es una agitadora subversiva resentida.

—Entonces, ¿por qué siempre estás repitiendo que tengo que hacer todo lo que ella diga?

Él suspiró profundamente. Al observarlo, Chiara se deslizó hasta el borde de la cama y pescó los zapatos con la punta de los pies.

—¿Cuántas botellas? —preguntó hoscamente.

—Tres.

La niña se agachó para atarse los zapatos. Brunetti extendió la mano y le acarició la cabeza, pero ella se hizo a un lado rehuyéndole. Cuando se hubo calzado se enderezó recogiendo la chaqueta del suelo con un brusco tirón. Pasó junto a su padre sin decir nada y salió al pasillo.

—Pide el dinero a tu madre —gritó él, y se fue al cuarto de baño. Mientras se lavaba las manos oyó cerrarse la puerta de la escalera.

Volvió a la cocina, donde Paola estaba poniendo la mesa, pero sólo para tres.

—¿Dónde está Raffi? —preguntó Brunetti.

—Esta tarde tiene un examen oral, y pasará el día en la biblioteca.

—¿Y qué comerá?

—Tomará unos bocatas por ahí.

—A un examen hay que ir bien comido.

Ella le miró y sacudió la cabeza.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

—Nada.

—No, dime. ¿Por qué meneas la cabeza?

—A veces no me explico cómo pude casarme con un hombre tan vulgar.

—¿Vulgar? —De todos los insultos que Paola le había lanzado en sus años de matrimonio, éste le pareció el peor—. ¿Vulgar? —repitió.

Ella titubeó y luego decidió explicarse:

—Primero, coaccionas a tu hija para que baje a comprar un vino que ella no bebe y luego te preocupa si tu hijo come. No si estudia, sino si come.

—¿Qué debería preocuparme entonces?

—Que no estudie.

—Durante todo este año no ha hecho más que estudiar, estudiar y pasearse por la casa pensando en Sara.

—¿A qué viene ahora Sara?

Y a qué venía todo aquello, se preguntó Brunetti.

—¿Qué te ha dicho Chiara? —preguntó.

—Que ella te había pedido que la acompañaras y le has dicho que no.

—Para acabar yendo yo, no necesitaba pedírselo a ella.

—Siempre estás diciendo que te gustaría pasar más tiempo con tus hijos y, cuando tienes la ocasión, la desperdicias.

—Yendo a un bar a comprar una botella de vino no es la forma en que a mí me gusta pasar el tiempo con mis hijos.

—¿Entonces cómo? ¿Sentado a una mesa explicándoles que el dinero da poder a las personas?

—Paola —dijo él recalcando las tres sílabas del nombre—, no sé a qué viene todo esto, pero tengo la impresión de que no tiene nada que ver con el hecho de haber enviado a Chiara a comprar vino.

Ella se encogió de hombros y se volvió hacia la olla que hervía en el fogón.

—¿Qué ocurre, Paola? —preguntó él sin moverse pero abrazándola con la voz.

Su mujer volvió a encoger los hombros.

—Vamos, Paola, dime qué es.

Ella siguió de espaldas y dijo en voz baja:

—Empiezo a sentirme vieja, Guido. Raffi tiene novia y Chiara ya es casi una mujer. Pronto cumpliré los cincuenta. —Él se sorprendió del cálculo, pero no hizo comentarios—. Sé que es una estupidez, pero me deprime, me siento caduca, como si lo mejor de mi vida hubiera acabado ya. —Santo Dios, y le llamaba vulgar a él.

Guido seguía escuchando, pero ella parecía haber terminado.

Paola levantó la tapadera y una nube de vapor la envolvió un momento. Con una cuchara de madera removió en la olla, sin que ello le diera aspecto de bruja. Brunetti trataba de observarla fríamente, aunque le era casi imposible hacer abstracción del amor y la familiaridad de más de veinte años de convivencia, y veía a una mujer alta y delgada de poco más de cuarenta años y cabello rubio tostado que le llegaba por los hombros. Ella se volvió a mirarle un momento y él vio la nariz larga, los ojos oscuros y la boca grande que le encantaba.

—¿Significa que voy a tener que cambiarte? —aventuró él.

Ella trató de reprimir la sonrisa, pero tuvo que rendirse.

—¿Soy una tonta? —preguntó.

Él iba a decirle que, si lo era, no era una tonta original, cuando se abrió la puerta de la escalera y Chiara entró en tromba en el apartamento.

—Papá —gritó desde el recibidor—, no me has dicho nada.

—¿No te he dicho qué, Chiara?

—Que han matado al padre de Francesca.

—¿La conoces? —preguntó Brunetti.

Chiara venía por el pasillo con el bolso de tela en la mano. Era evidente que la curiosidad había disipado su enfado.

—Íbamos juntas a primaria. ¿Tú buscarás al asesino?

—Voy a contribuir —dijo él, remiso a someterse a lo que sabía que sería un interrogatorio implacable—. ¿La conocías mucho?

—No, qué va —dijo ella, sorprendiéndole al no atribuirse la condición de mejor amiga y, por consiguiente, depositaría de información que él pudiera desear—. Ella iba siempre con la Pedrocci, ya sabes, la de los gatos. Olía a gato y nadie quería ser amiga suya. Menos Francesca.

—¿Tenía Francesca otras amigas? —preguntó Paola, interesada a su vez y, por ello, cómplice voluntaria del intento de su marido por sonsacar a su propia hija—. No creo haberla visto nunca.

—No, ella nunca vino a casa. Quien quisiera jugar con ella tenía que ir a su casa. Su
mamma
lo quería así.

—¿Iba a su casa la niña de los gatos?

—Oh, sí. Su padre es juez, de modo que a la
signora
Trevisan no le importaba que oliera. —Brunetti quedó asombrado por la claridad con que su hija veía el mundo. Aún no sabía qué camino tomaría Chiara, pero era indudable que llegaría lejos.

—¿Cómo es la
signora
Trevisan? —preguntó Paola lanzando una mirada a Brunetti, que movió la cabeza afirmativamente. Muy hábil. Él tomó una silla y se sentó a la mesa.

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