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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (14 page)

BOOK: Muerte y juicio
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De vez en cuando, una ráfaga de viento agitaba hojas secas y papeles que perezosamente se levantaban a su paso en lentos remolinos. El fragor del tráfico, al que no estaba habituado, lo aturdía, como siempre que salía de Venecia. Todo el mundo se queja del clima de Venecia, húmedo e inclemente, pero para Brunetti era mucho peor el bronco ruido del tráfico, y el olor de los gases que salían por los tubos de escape, y se admiraba de que la gente se resignara a vivir entre coches y los aceptara como parte integrante de la vida cotidiana. A pesar de todo, cada año eran más los venecianos que se mudaban a Mestre, obligados a abandonar su ciudad por el descenso de la actividad económica y las fuertes subidas de los alquileres. Él era consciente de las circunstancias, comprendía las razones que impulsaban a la gente a marchar, pero, ¿cambiar Venecia por esto? No les arrendaba la ganancia.

Al cabo de unos minutos distinguió al extremo de la manzana un rótulo de neón vertical que descendía desde la azotea del edificio hasta el entresuelo, en el que se leía B-IN-TA. Brunetti entró en el bar por el hueco que dejaba la puerta entreabierta, sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina, ladeando el cuerpo para no tener que empujar.

Se adivinaba que el dueño había visto muchas películas americanas, porque el local quería parecerse a los bares en los que se contoneaba Victor Mature. El gran espejo que cubría la pared de detrás del mostrador estaba tan empañado por el polvo y el humo que no reflejaba sino imágenes borrosas. En lugar de las múltiples hileras de botellas que suele haber en los bares italianos, en éste había una sola, y de bourbon y escocés exclusivamente. Y el mostrador no era la clásica barra con la consabida cafetera para los
espressos
sino que tenía forma de herradura. Lo atendía un hombre con un delantal que quizá había sido blanco, ceñido a la cintura.

Había mesas a uno y otro lado del mostrador. Las de la izquierda estaban ocupadas por grupos de tres o cuatro jugadores de cartas; las de la derecha, por parejas mixtas que, evidentemente, se dedicaban a otros juegos de azar. Cubrían las paredes fotos ampliadas de estrellas de cine americanas que parecían contemplar lúgubremente el escenario al que el destino las había traído.

En el mostrador había cuatro hombres y dos mujeres. El primer hombre, bajo y robusto, miraba fijamente el interior del vaso, que sostenía entre las manos con gesto protector. El segundo, más alto y delgado, estaba de espaldas al bar, observando, ora a los jugadores de cartas, ora a los clientes del otro lado. El tercero era calvo y, evidentemente, Della Corte. El último, más que delgado, escuálido, estaba entre las dos mujeres y volvía la cabeza nerviosamente de la una a la otra, según cuál de ellas le hablara. Cuando Brunetti entró, el hombre lo miró y las mujeres, siguiendo la dirección de su mirada, se volvieron a su vez para examinar al recién llegado. No serían más tétricos los ojos de las Tres Parcas en el momento de cortar los hilos de la vida de un hombre.

Brunetti se acercó a Della Corte, un tipo delgado, con muchas arrugas y grueso bigote, y le dio una palmada en un hombro. Hablando con marcado acento veneciano y en un tono de voz más alto de lo necesario, dijo:


Ciao, Bepe, come stai?
Perdona el retraso, chico, la zorra de mi mujer… —Su voz se apagó y su mano dibujó un airado ademán dirigido a todas las zorras y todas las esposas. Miró al camarero y dijo en voz aún más alta—:
Amico mio
, ponme un whisky, y a Della Corte—: ¿Qué bebes, Bepe? Toma otra. —Al dirigirse al camarero cuidó de no volver únicamente la cabeza sino todo el cuerpo, con excesivo impulso. Para recobrar el equilibrio puso una mano en el mostrador y masculló otra vez—: Zorra.

Cuando llegó el whisky vació de un trago el alto vaso, lo dejó en el mostrador con un golpe seco y se limpió los labios con el dorso de la mano. Apareció entonces otro vaso, del que se apoderó Della Corte.


Cin, cin,
Guido —dijo el capitán brindando con un gesto que revelaba una vieja amistad—. Me alegro de que hayas podido escapar. —Tomó un sorbo, luego otro—: ¿Vienes a cazar con nosotros este fin de semana?

No habían preparado un guión, y Brunetti se dijo que lo mismo daba un tema que otro para dos cuarentones amantes del whisky que se encuentran en un bar cutre de Mestre. Contestó que él iría encantado, pero que tenía que quedarse porque aquel fin de semana era su aniversario de boda, y a la zorra de su mujer se le había metido en la cabeza que la llevara a cenar por ahí. ¿De qué servía tener una cocina en casa, si ella no iba a utilizarla para hacerle la cena? Mientras charlaban, una de las parejas se levantó y salió del bar. Della Corte pidió otros dos tragos y, tirando de la manga a Brunetti, lo llevó hasta la mesa que había quedado libre y le ayudó a sentarse. Cuando ya tenían las bebidas, Brunetti apoyó el mentón en la palma de la mano y preguntó en voz baja:

—¿Hace rato que está aquí?

—Una media hora —respondió Della Corte, sin la lengua torpe ni el acento del Véneto con que había hablado en el mostrador.

—¿Y?

—Ese del mostrador, el que está con las dos mujeres… —Della Corte se interrumpió para tomar un sorbo de whisky—… de vez en cuando, entran hombres y hablan con él. Una de las mujeres se ha sentado en la barra con uno de ellos y luego con otro. La otra mujer se ha ido con uno y ha vuelto al cabo de veinte minutos.

—Trabajo rápido —dijo Brunetti. Della Corte asintió y tomó otro sorbo de whisky.

—Por su aspecto —prosiguió Della Corte—, yo diría que ese hombre toma heroína. —Miró al bar y sonrió ampliamente a una de las mujeres.

—¿Está seguro? —preguntó Brunetti.

—He estado seis años en Narcóticos. He visto a cientos como él.

—¿Alguna novedad en Padua? —preguntó Brunetti. Durante la conversación no mostraban interés por las otras personas del bar, pero ambos memorizaban las caras y vigilaban atentamente lo que ocurría alrededor.

Della Corte movió la cabeza negativamente.

—He dejado de hacer preguntas, pero envié a un hombre de confianza al laboratorio, para que viera si faltaba algo más.

—¿Y?

—Son precavidos. Han desaparecido todas las notas y las muestras de las autopsias de aquel día.

—¿Cuántas hubo?

—Tres.

—¿En Padua? —preguntó Brunetti, sin disimular la sorpresa.

—En el hospital murieron dos ancianos por haber comido carne en mal estado. Salmonella. También han desaparecido las notas del forense y las muestras tomadas durante las autopsias.

Brunetti movió la cabeza de arriba abajo.

—¿Quién ha podido hacer eso? —preguntó al capitán—. ¿Y quién ha podido ordenarlo?

—Yo diría que la misma persona que le administró el barbitúrico.

El camarero hizo una pasada por las mesas. Brunetti levantó la cabeza y le hizo seña de que les trajera otros dos tragos, a pesar de que tenía el segundo casi intacto todavía.

—Con los sueldos que ganan los del laboratorio, con unos cientos de miles de liras se puede comprar mucha colaboración —dijo Della Corte.

En el bar entraron dos hombres hablando y riendo en el tono que se utiliza para llamar la atención.

—¿Algo sobre Trevisan? —preguntó Della Corte.

Brunetti movió la cabeza de derecha a izquierda con la solemnidad que suelen poner los borrachos en las cosas triviales.

—¿Entonces? —preguntó Della Corte.

—Creo que uno de nosotros va a tener que probar la mercancía —dijo Brunetti mientras se acercaba el camarero. Levantó la cabeza, sonrió al hombre, indicó con un movimiento del mentón que dejara las bebidas en la mesa y le hizo seña para que se inclinara. Cuando el otro obedeció, Brunetti le dijo—: Unas copas para las
signorine
—agitando una mano no muy firme en dirección a las dos mujeres que estaban en la barra, a cada lado del hombre delgado.

El barman asintió, volvió al mostrador y sirvió dos copas de un vino blanco espumoso que Brunetti supuso
prosecco
de ínfima calidad, que se le cobraría a precio de
champagne
auténtico. El camarero fue hasta las mujeres, les puso las copas delante y dijo algo al hombre que estaba con ellas. Éste miró a Brunetti y luego se volvió hacia la mujer que tenía a la izquierda, una joven de estatura corta, piel morena, boca grande y una cascada de pelo rojizo hasta los hombros. Ella miró al hombre delgado, miró las copas y miró hacia la mesa de Brunetti. Éste sonrió, se levantó a medias y le hizo una torpe reverencia.

—¿Se ha vuelto loco? —preguntó Della Corte, sonriendo de oreja a oreja, mientras alargaba la mano hacia el vaso que tenía delante.

En lugar de contestar, Brunetti agitó una mano en dirección al trío de la barra, empujó con el pie la silla que estaba a su izquierda y sonrió a la mujer señalando la silla. La pelirroja se apartó del grupo y, con la copa en la mano, empezó a caminar en dirección a la mesa de Brunetti. Mientras la veía acercarse, Brunetti volvió a sonreírle y preguntó a Della Corte hablando entre dientes:

—¿Ha traído coche?

El capitán asintió.

—Bien. Cuando ella llegue, márchese. Espere en el coche a que salgamos y síganos.

En el momento en que la mujer llegaba a la mesa, Della Corte echó la silla hacia atrás y se levantó, casi chocando con la mujer. La miró fijamente un momento, como si le sorprendiera su presencia.

—Buenas noches,
signorina.
Siéntese, por favor —le dijo sonriendo ampliamente y recuperando su marcado acento del Véneto.

La mujer se sentó al lado de Brunetti, ciñéndose la falda a los muslos y le sonrió. Él vio que, bajo la gruesa capa de maquillaje, había una cara bonita, de ojos oscuros, naricita graciosa y buena dentadura.


Buona sera
—dijo ella casi en un susurro—. Gracias por el
champagne.

Della Corte se inclinó tendiendo la mano a Brunetti desde el otro lado de la mesa.

—Tengo que marcharme, Guido. La próxima semana te llamo.

Brunetti, que no tenía ojos más que para la mujer, hizo caso omiso de la mano. Della Corte se volvió hacia los que estaban en el mostrador, sonrió, se encogió de hombros y salió del local cerrando la puerta.


Ti chiami Guido?
—preguntó la mujer, dejando las cosas claras con su tuteo.

—Sí, Guido Bassetti. ¿Y cómo te llamas tú, preciosa?

—Mara —respondió ella riendo como si hubiera dicho algo gracioso—. ¿A qué te dedicas, Guido? —Brunetti detectó en sus palabras dos cosas, un acento extranjero, quizá portugués o, en cualquier caso, latino, y un tono insinuante, más claro que el acento.

—Soy fontanero —dijo Guido procurando aparentar orgullo y guiñando un ojo, para corresponder a sus insinuaciones.

—Oh, qué interesante —dijo Mara, y volvió a reír sin saber qué agregar.

Brunetti vio que en el segundo vaso aún quedaba mucho whisky y que el tercero estaba intacto. Bebió un poco del segundo, lo apartó y levantó el tercer vaso.

—Eres una chica muy guapa, Mara —dijo, sin esforzarse por disimular que esta circunstancia no hacía al caso. A ella no pareció importarle.

—¿Ése que está en el bar es amigo tuyo? —preguntó Brunetti señalando con el mentón al hombre delgado, que seguía en el mismo sitio, a pesar de que la otra mujer se había ido.

—Sí —respondió Mara.

—¿Vives cerca? —preguntó Brunetti, ahora, el hombre que no quiere seguir perdiendo el tiempo.

—Sí.

—¿Vamos?

—Sí. —Ella volvió a sonreír, y Brunetti observó cómo ponía en sus ojos un calor y un interés forzados.

Dejando entonces su aire jovial, él preguntó:

—¿Cuánto?

—Cien mil —respondió ella con la rapidez de quien ha oído la pregunta demasiadas veces.

Brunetti se rió, bebió otro trago y se levantó con brusquedad, procurando volcar la silla.

—Tú estás pirada, Marita. En casa tengo una mujer que me lo hace gratis.

Ella se encogió de hombros y miró el reloj. Eran las once, y hacía veinte minutos que en el bar no entraba nadie. Él observó cómo calculaba el tiempo y la hora.

—Cincuenta —dijo entonces con la expresión de quien desea ahorrar tiempo y energía.

Brunetti dejó en la mesa el trago sin terminar y la tomó del brazo.

—De acuerdo, Marita, yo te enseñaré lo que un hombre de verdad puede hacer por ti.

Ella se puso en pie sin resistirse. Brunetti, sin soltarla, se acercó al bar.

—¿Cuánto le debo? —preguntó al barman.

—Sesenta y tres mil liras —respondió el hombre rápidamente.

—¿Estás loco? —preguntó Brunetti con indignación—. ¿Por tres whiskies y, además, asquerosos?

—Y los dos su amigo, y el
champagne
de las señoras.

—Las señoras —repitió Brunetti con sarcasmo, pero sacó la billetera y extrajo un billete de cincuenta, uno de diez y tres de mil liras que echó sobre el mostrador. Antes de que pudiera guardar la billetera, Mara le asió del brazo.

—Puedes dar el dinero a mi amigo —dijo indicando con la cabeza al hombre delgado, que observaba a Brunetti muy serio. Éste miró en derredor, rojo de confusión, como buscando a quien le ayudara a entender esto. Pero nadie le ayudó. Sacó otro billete de cincuenta mil liras y lo dejó caer en el mostrador, sin mirar al hombre que, a su vez, tampoco miró el dinero. Brunetti, con gesto de dignidad ofendida, se llevó a la mujer hacia la puerta. Ella se paró sólo un segundo para descolgar una chaqueta de leopardo sintético, de un gancho que había junto a la entrada y salió a la calle con Brunetti, que cerró con un portazo.

Mara torció hacia la izquierda sin esperarlo. Daba pasos rápidos, pero los tacones altos y la falda estrecha no le permitían avanzar deprisa, y Brunetti no tuvo dificultad para mantenerse a su lado. En la primera esquina, la mujer dobló hacia la izquierda y se paró delante de la tercera puerta. Ya tenía la llave en la mano. Abrió y entró, sin preocuparse de si Brunetti la seguía. Éste se quedó un momento en el umbral y pudo ver el coche que entraba en la estrecha calle y hacía dos rápidos destellos con los faros. Entonces siguió a la mujer.

Ella se detuvo en el primer rellano, abrió la puerta de la derecha y entró, también dejándola abierta y sin volverse. En la habitación, Brunetti vio una cama turca con una colcha a rayas de colores vivos, un escritorio, dos sillas y una ventana con los postigos cerrados. La mujer encendió la luz de una bombilla desnuda y débil que colgaba del techo al extremo de un cable corto.

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