Cuando Brunetti despertó, Paola ya se había marchado, y le había dejado una nota en la que le decía que Chiara parecía estar bien y se había ido al colegio casi con normalidad. Aunque esto lo alivió, no bastaba para borrar el pesar que sentía por la brutal impresión que había sufrido su hija. Tomó una taza de café, se dio una ducha larga y después tomó otro café, pero ni así pudo vencer el embotamiento físico y mental que le habían provocado los sucesos de la noche antes. Recordaba los tiempos en que era capaz de resistir sin esfuerzo las noches en vela y los horrores del crimen, en que durante días podía batallar sin descanso en busca de la verdad y en defensa de lo que él consideraba la justicia. Pero ya no. El ánimo que ahora lo impulsaba parecía, si cabe, aún más firme, pero era innegable que su resistencia física menguaba.
Brunetti ahuyentó estos pensamientos y salió de casa, contento de encontrar el aire frío y el bullicio de la calle. Al pasar junto a un quiosco miró los titulares, buscando instintivamente la noticia del arresto de aquella noche, aunque sabía que era imposible.
Eran casi las once cuando Brunetti llegó a la
questura,
donde fue saludado como de costumbre y, si le sorprendió que nadie se acercara a felicitarlo por haber conseguido apresar, él solo, a la persona culpable de los asesinatos de Trevisan, Favero y Lotto, no lo demostró.
Encontró en su escritorio dos notas de la
signorina
Elettra, las dos para informarle de que el
vicequestore
deseaba hablar con él. Bajó inmediatamente. La
signorina
Elettra estaba en su sitio.
—¿Está libre?
—Sí —dijo ella mirándolo sin sonreír—. Pero no está de buen humor.
Brunetti se contuvo para no preguntar si Patta estaba alguna vez de buen humor.
—¿Por qué?
—Por el traslado.
—¿El qué? —preguntó Brunetti, sin gran interés, pero siempre dispuesto a aprovechar cualquier pretexto para demorar la entrevista con Patta, y un poco de charla con la
signorina
Elettra era el medio más agradable que para ello había descubierto hasta el momento.
—El traslado —repitió ella—. De la detenida que trajo usted anoche. —Se volvió para contestar el teléfono—. ¿Sí? —preguntó, y añadió rápidamente—: No; ahora no puedo. —Sin decir más, colgó y miró a Brunetti.
—¿Qué ha pasado? —inquirió él en voz baja, preguntándose si la
signorina
Elettra podría oír cómo le latía el corazón.
—Esta mañana han llamado del Ministerio de Justicia para decir que la detenida pertenecía a la jurisdicción de Padua y que había que trasladarla.
Brunetti se inclinó hacia adelante apoyándose en la mesa con las manos abiertas.
—¿Quién contestó al teléfono?
—No lo sé. Uno de los hombres de abajo. Fue antes de que yo llegara. Luego, sobre las ocho, han venido de la Brigada Especial con los papeles.
—¿Y se la han llevado?
—Sí. A Padua.
La
signorina
Elettra vio horrorizada cómo Brunetti apretaba los puños y sus uñas dejaban ocho largos arañazos en la pulimentada superficie de su mesa.
—¿Qué ocurre, comisario?
—¿Ya ha llegado a Padua? —preguntó.
—No lo sé —dijo ella mirando su reloj—. Hace tres horas que salieron, un poco más. Ya tendrían que estar allí.
—Llame —dijo Brunetti con voz ronca.
Como ella, atónita por su reacción, lo miraba sin moverse, él repitió, en voz más alta:
—Llame, llame a Della Corte. —Pero, antes de que ella pudiera obedecer, él agarró el teléfono y pulsó los números.
Della Corte contestó a la tercera señal.
—Soy Guido. ¿Está ahí? —dijo Brunetti, sin explicaciones.
—
Ciao,
Guido —contestó Della Corte—. ¿Está quién dónde? No sé de qué me habla.
—Anoche detuve a una mujer. Había matado a los tres.
—¿Confesó?
—Sí. A los tres.
Recorrió la línea el silbido de admiración de Della Corte.
—De eso no sé nada —dijo por fin—. ¿Por qué me llama? ¿Dónde la arrestó?
—Aquí. En Venecia. Pero esta mañana han venido de la Brigada Especial y se la han llevado. Los enviaban del Ministerio de Justicia. Han dicho que tenía que estar en Padua.
—Qué tontería —exclamó Della Corte—. Tiene que estar detenida en el lugar en que se ha hecho el arresto hasta que sea acusada formalmente. Esto lo sabe todo el mundo. —Y, después de una pausa, preguntó—: ¿Ha sido acusada?
—No lo sé. No lo creo, no ha habido tiempo material.
—Veré qué puedo averiguar —dijo Della Corte—. Le llamaré en cuanto sepa algo. ¿Cómo se llama la mujer?
—Ceroni, Regina Ceroni. —Antes de que Brunetti pudiera decir más, Della Corte ya había colgado.
—¿Pasa algo malo? —preguntó la
signorina
Elettra, alarmada.
—No lo sé todavía. —Sin decir más, Brunetti llamó a la puerta de Patta.
—
Avanti.
Brunetti entró en el despacho andando deprisa. Dejó que Patta fuera el primero en hablar, con el propósito de averiguar cuál era el humor del
vicequestore
antes de empezar a darle explicaciones.
—¿Por qué razón han trasladado a esa mujer a Padua? —preguntó Patta.
—No sé nada de ese traslado. Yo la traje anoche. Confesó que había matado a los tres: Trevisan, Favero y Lotto.
—¿Dónde confesó? —preguntó Patta, desconcertando a Brunetti con la pregunta.
—En su coche.
—¿Su coche?
—La seguí hasta
piazzale
Roma. Estuve hablando con ella mucho rato. Luego la traje a Venecia. Me dijo cómo lo hizo. Y por qué.
Ni una cosa ni la otra parecían interesar a Patta.
—¿Firmó una confesión? ¿Había testigos?
Brunetti movió la cabeza negativamente.
—Cuando llegamos aquí eran las cuatro. Le pregunté si quería llamar a su abogado. Dijo que no. Luego, si quería hacer una declaración. Se negó, de modo que hice que la llevaran a una celda. La agente Di Censo la bajó a la sección de mujeres.
—¿Sin que confesara ni declarara?
De nada hubiera servido demorar la respuesta.
—Sí. Pensaba obtener la confesión esta mañana.
—Usted pensaba obtener la confesión esta mañana —repitió Patta con un sonsonete de mal agüero.
—Sí, señor.
—Pues, o mucho me equivoco, o eso no va a poder ser —dijo Patta sin esforzarse por disimular la ira—. Esta mañana se la han llevado a Padua.
—¿Ya ha llegado? —le interrumpió Brunetti.
Patta desvió la mirada hacia un lado con gesto de cansancio.
—Si me deja que termine de hablar, comisario…
Brunetti asintió, pero no se molestó en decir ni una palabra.
—Como le decía —empezó Patta, e hizo una pausa para recalcar lo que estaba diciendo al ser interrumpido—, esta mañana la han llevado a Padua. Antes de que usted se tomara la molestia de venir y sin haber hecho una confesión, un requisito que, como usted debe de saber, comisario, es esencial hasta en el más rutinario proceso policial. Pero se la han llevado a Padua, y usted ya sabe lo que eso significa —concluyó Patta melodramáticamente, dando ocasión a Brunetti a reconocer su incompetencia.
—¿También usted cree que ella corre peligro? —preguntó Brunetti.
Patta entornó los ojos, hundiendo el mentón en el cuello con gesto de perplejidad.
—¿Peligro? No sé de qué me habla, comisario. El único peligro es que Padua se llevará todo el mérito por su arresto y confesión. Esa mujer ha matado a tres hombres, dos de ellos, personas muy relevantes de nuestra comunidad, y el mérito será para Padua.
—¿Entonces ya está allí? —preguntó Brunetti, esperanzado.
—Yo no sé dónde está —dijo Patta—, ni me importa. Una vez fuera de nuestra jurisdicción, ha dejado de interesarme. Ahora podremos abandonar la investigación de los asesinatos, y eso ya es algo… pero el mérito del arresto será para Padua. —La ira de Patta era virulenta. Alargó el brazo y atrajo hacia sí una carpeta—. No tengo nada más que decirle, comisario. Estoy seguro de que ya encontrará algo en qué ocuparse. —Abrió la carpeta y se puso a leer.
Una vez en su despacho, cediendo a la impaciencia, Brunetti marcó el número de Della Corte. Nadie contestó. Se quedó sentado, luego se levantó y fue a la ventana. Al cabo de un rato volvió a sentarse a la mesa. Pasaba el tiempo. Sonó el teléfono y él contestó.
—Guido, ¿sabía usted algo de esto? —preguntó Della Corte con voz cautelosa.
A Brunetti le sudaba la mano con que sostenía el teléfono. Se cambió de mano el aparato y se enjugó el sudor en el pantalón.
—¿Qué ha pasado?
—Se ha ahorcado en la celda. La han traído hace una hora y la han puesto en una celda mientras buscaban una grabadora para tomarle declaración. No se preocuparon de registrarla y, cuando volvieron, se encontraron con que se había colgado de la reja de ventilación utilizando los panties. —Della Corte dejó de hablar, pero Brunetti no decía nada.
—¿Guido? ¿Está usted ahí?
—Sí, estoy aquí —dijo Brunetti al fin—, ¿Dónde están los de la Brigada Especial?
—Están rellenando formularios. Por el camino, ella les dijo que había matado a los tres hombres.
—¿Por qué?
—¿Por qué se lo dijo o por qué los mató? —preguntó Della Corte.
—¿Por qué los mató?
—Dijo que había sido amante de los tres y que hacía años que los chantajeaba. Hasta que los tres le dijeron que no iban a seguir pagando y ella decidió matarlos.
—Ya —dijo Brunetti—. ¿A los tres?
—Eso dicen.
—¿Cuántos son? —preguntó Brunetti.
—¿Los de la Brigada Especial?
—Sí.
—Tres.
—¿Y todos dicen lo mismo? ¿Que ella los mató porque no podía seguir haciéndoles chantaje?
—Sí.
—¿Ha hablado usted con ellos?
—No. Esto me lo ha dicho el guardia que la ha encontrado.
—¿Cuándo han empezado a hablar de su confesión? —preguntó Brunetti—. ¿Antes o después de su muerte?
—No lo sé —dijo Della Corte—. ¿Importa eso?
No, Brunetti descubrió que eso ya no importaba, porque los tres hombres de la Brigada Especial contarían la misma historia, seguro. Adulterio, chantaje, codicia y venganza eran motivos suficientes para explicar los crímenes. Desde luego, más verosímiles que la rabia, el horror y el frío imperativo de la represalia. Nadie pondría en duda la palabra de tres agentes de la Brigada Especial.
—Gracias —dijo Brunetti y colgó suavemente. Sentado a su mesa, estuvo buscando indicios, hilos que pudieran conducir a otras personas hasta la verdad. Después de la confesión y el suicidio de Regina Ceroni, la única pista eran las listas de las llamadas telefónicas hechas desde los despachos de los muertos. ¿Y qué? Eran llamadas a empresas legales de distintos países y a un bar de mala muerte de Mestre. Prácticamente, nada. Por lo menos, nada que justificara una investigación. A estas horas, Mara estaría otra vez en la calle, probablemente en otra ciudad. Y Silvestri diría lo que le ordenaran los que le daban la droga. O cualquier día aparecería muerto por sobredosis. Brunetti aún tenía la cinta, pero, para relacionarla con los Trevisan, tendría que pedir a Chiara que hablara de ella, y él no haría eso bajo ningún concepto.
La mujer se lo había advertido, y él no había querido escucharla. Hasta le había dado el nombre del hombre que enviaría a los asesinos. O quizá había alguien más poderoso todavía involucrado en este asunto, otro hombre respetable que, lo mismo que el centurión del Evangelio, no tenía más que decir «Ve» para que su criado fuera. Y quizá él tenía tres criados que le obedecían.
De memoria, Brunetti marcó el número de un amigo que era coronel de la
Guardia di Finanza
y en pocas palabras le explicó los manejos de Trevisan, Favero y Lotto y le habló del dinero que debían de haber ganado y escondido durante años. El coronel prometió investigar las finanzas de la
signora
Trevisan tan pronto como dispusiera de tiempo y personal para ello. Cuando Brunetti colgó el teléfono no se sentía mejor. Apoyó los codos en la mesa y puso la frente en las palmas de las manos y así se quedó mucho rato. Él la había traído de madrugada y, a las ocho de la mañana, los hombres de la Brigada Especial ya estaban aquí.
Se levantó y bajó a la oficina de los agentes, situada dos pisos más abajo, en busca de Preside, el hombre que estaba de guardia cuando él trajo a la
signora
Ceroni. El hombre había terminado su guardia a las ocho, pero en el registro había anotado: «6:18 h. Entra tte. Scarpa al turno de día. Informe com. Brunetti entregado a tte. Scarpa.»
El comisario fue a salir de la oficina pero tuvo que pararse en la puerta, atacado por un vértigo momentáneo. Dio media vuelta, buscando la escalera que bajaba al vestíbulo, mientras trataba de expulsar de su mente y dejar tras de sí, allí dentro, todo lo que sabía de aquel caso. Mientras bajaba por la escalera pensaba en la
signora
Ceroni y en aquel extraño viaje nocturno. Se daba cuenta de que él nunca podría comprender sus motivos. Quizá tuviera que ser mujer. Se lo preguntaría a Paola. Ella comprendía las cosas. Al pensarlo, Brunetti se animó, salió de la
questura
y se alejó camino de su casa.