Allí llevaba Brunetti más de dos horas, apoyado en la pared, cuando ella salió del edificio. Miró en todas las direcciones, pero él estaba oculto en la oscuridad. Ella se fue entonces hacia la derecha y él la siguió, contento de llevar los zapatos marrones, que tenían suela y tacón de goma y no hacían ruido. Los pasos de ella, por el contrario, estaban marcados por el repique sonoro de sus tacones altos, un rastro tan fácil de seguir como una estela luminosa.
A los pocos minutos, él advirtió que la mujer iba en dirección a la estación del ferrocarril o a
piazzale
Roma, por calles interiores, lejos de los
vaporetti
del Gran Canal. En
campo
Santa Margherita cortó hacia la izquierda, en dirección a
piazzale
Roma y los autobuses que iban al continente.
Brunetti se mantenía tan alejado como le era posible, sin perder su sonido. Eran más de las once, había poca gente en las calles y casi ningún ruido ahogaba su taconeo firme y decidido.
Al salir a
piazzale
Roma, la mujer lo desconcertó porque, en lugar de dirigirse hacia las paradas de autobuses, cruzó al otro lado de la plaza, subió las escaleras del gran parking municipal y desapareció por la ancha puerta abierta. Brunetti cruzó corriendo la
piazzale
pero se detuvo en la puerta, mirando hacia el oscuro interior.
Dentro de la garita, situada a la derecha de la puerta, había un vigilante, que levantó la mirada al acercarse Brunetti.
—¿Ha entrado una mujer con abrigo gris?
—¿Quién se cree que es, un policía? —preguntó el hombre, lanzando una mirada a la revista que tenía abierta ante sí.
Brunetti sacó la cartera del bolsillo, extrajo su credencial y la dejó caer en la página de la revista.
—¿Ha entrado una mujer con abrigo gris?
—La
signora
Ceroni —dijo el vigilante, devolviendo a Brunetti el documento.
—¿Dónde guarda el coche?
—Planta cuatro. Bajará enseguida.
El sonido de un motor que llegaba de la rampa circular de acceso a las plantas superiores del parking corroboró sus palabras. Brunetti se apartó de la garita y fue hacia la puerta que daba a la carretera del continente. Se situó en el centro del vano y se quedó quieto, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo.
El coche, un Mercedes blanco, bajó por la rampa y giró hacia la puerta. Los faros iluminaron de lleno a Brunetti, deslumbrándolo y obligándole a entornar los párpados.
—Eh, ¿qué hace? —gritó el vigilante, bajando del taburete y saliendo de la cabina. Dio un paso hacia Brunetti, pero en aquel momento sonó el claxon del coche, con un estrépito ensordecedor en aquel local cerrado, y el vigilante saltó hacia atrás, chocando contra el marco de la puerta. Vio cómo el coche recorría los últimos diez metros hasta donde estaba el policía. El vigilante volvió a gritar, pero el otro no se movió. El vigilante se dijo que debía darse prisa para sacar de allí al policía, pero era incapaz de moverse.
Volvió a sonar el claxon, y el vigilante cerró los ojos. Un áspero chirrido de frenos le hizo abrirlos y vio cómo el coche derrapaba en el suelo grasiento al tratar de sortear al policía, que no se había movido. El Mercedes rozó un Peugeot grande aparcado en la plaza diecisiete, viró bruscamente hacia la puerta y paró a menos de un metro del policía. El vigilante vio entonces cómo éste abría la puerta delantera derecha, decía unas palabras y, un par de segundos después, subía al coche. El Mercedes salió a la calle con una arrancada brusca y torció hacia la izquierda, camino del puente. Y al vigilante no se le ocurrió nada mejor que llamar a la policía.
Cuando entraban en el puente, en dirección a las luces de Mestre y Marghera, Brunetti se volvió a mirar el perfil de la
signora
Ceroni, pero ella no se dio por enterada de su movimiento y mantuvo la mirada al frente, y él entonces giró la cabeza hacia la derecha, donde se distinguía el faro de Murano y, más lejos, las luces de Burano.
—Una noche clara —comentó—. Me parece que se ve hasta Torcello, allá al fondo.
Ella pisó el acelerador y al poco circulaban a más velocidad que cualquiera de los otros coches del puente.
—Un golpe de volante a la derecha, y al agua —dijo ella.
—Seguramente —respondió Brunetti.
Ella levantó el pie del pedal y el Mercedes perdió velocidad. Por la izquierda les adelantó un coche como una exhalación.
—Cuando vino usted a la agencia comprendí que volveríamos a vernos, que era sólo cuestión de tiempo. Debí marcharme entonces.
—¿Adónde hubiera ido?
—A Suiza y, desde allí, a Brasil.
—¿Por los contactos que tiene en ese país?
—No hubiera podido utilizarlos, ¿no lo comprende?
Brunetti pensó un momento antes de responder.
—Dadas las circunstancias, imagino que no. ¿Por qué a Brasil entonces?
—Tengo dinero allí.
—¿Y en Suiza?
—Por supuesto. Todo el mundo tiene dinero en Suiza —dijo ella secamente.
Brunetti, que no lo tenía, comprendió lo que ella quería decir, y contestó:
—Por supuesto. ¿Y no hubiera podido quedarse allí?
—No; es preferible Brasil.
—Imagino que sí. Pero ahora ya no podrá ir.
Ella no dijo nada.
—¿Quiere hablar de eso? No estamos en la
questura
ni tiene usted a su abogado, ya lo sé, pero me gustaría saber por qué.
—¿Lo pregunta el policía o sólo usted?
Él suspiró.
—Me parece que ya no puede haber diferencia entre uno y otro.
Ella lo miró entonces, no por las palabras sino por el suspiro.
—¿Qué me pasará? —preguntó ella.
—Depende de… —empezó él, pensando que dependería de cuáles hubieran sido sus motivos. Pero entonces recordó que los muertos eran tres. Los motivos importarían muy poco a los jueces, con tres asesinatos, cometidos, al parecer, a sangre fría—. No lo sé, pero no lo tiene fácil.
—No me importa —dijo ella, y a Brunetti le sorprendió la ligereza del tono.
—¿Por qué?
—Porque se lo merecían, los tres.
Brunetti fue a decir que nadie merece morir, pero recordó la cinta y calló.
—Cuente —dijo él.
—¿Ya sabe que trabajaba para ellos?
—Sí.
—No; no que trabajara para ellos ahora sino hace años, desde que llegué a Italia.
—¿Para Trevisan y Favero? —preguntó él.
—No precisamente para ellos sino para hombres como ellos, los que dirigían el negocio antes de que lo comprara Trevisan.
—¿Trevisan lo compró? —preguntó Brunetti con extrañeza, sorprendido de oírla hablar de aquello como de un almacén.
—Sí. No sé cómo fue, sólo que un día los que llevaban el negocio se marcharon y Trevisan era el nuevo jefe.
—¿Y usted era…?
—Yo era lo que ustedes llamarían
middle management.
—Usó el término inglés con marcada ironía.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que ya no tenía que hacer la calle. —Lo miró de soslayo, para ver su reacción, pero la mirada que le dirigió Brunetti era tan serena como su voz al preguntar:
—¿Cuánto tiempo hizo eso?
—¿Trabajar de prostituta?
—Sí.
—Vine a Italia de prostituta —dijo, y luego rectificó—: No; no es cierto. Vine a Italia enamorada de un italiano, mi primer amante, que me prometió el mundo, si dejaba mi casa y lo seguía. Yo lo seguí, pero él no me dio el mundo.
»Como le dije, soy de Mostar. Eso quiere decir de familia musulmana. Aunque ninguno de nosotros había puesto los pies en una mezquita. Excepto un tío mío, pero todo el mundo decía que estaba loco. Hasta fui a un colegio de monjas. Mi familia decía que las monjas enseñan muy bien, así que durante doce años estudié en colegios católicos.
Él observó que circulaban por la orilla derecha del canal que discurre entre Venecia y Padua, la vía de los palacetes palladianos. En el momento en que reconoció el lugar distinguió, al otro lado del canal, al claro de luna, la pálida silueta de una de las villas, con una única luz encendida en una de las ventanas superiores.
—Le ahorraré la historia, es lo de siempre. Me enamoré, vine a Italia y, antes de un mes, estaba haciendo la calle. Sin pasaporte y sin saber italiano; pero en las monjas había hecho seis cursos de latín, me sabía todos los rezos, y me fue fácil aprenderlo. También aprendí muy pronto lo que tenía que hacer para prosperar. Siempre he sido ambiciosa, y no veía por qué no iba a poder salir adelante en esto.
—¿Qué hizo?
—Yo era muy buena en mi trabajo. Me mantenía limpia y ayudaba al hombre que nos controlaba.
—¿De qué manera lo ayudaba?
—Le informaba sobre las otras. Dos veces denuncié a chicas que querían escapar.
—¿Qué les pasó?
—Les pegaron, creo que a una le rompieron varios dedos. Nada grave. Casi nunca te hacían tanto daño como para que tuvieras que dejar el trabajo. Era malo para el negocio.
—¿De qué otro modo le ayudaba?
—Le daba nombres de clientes. Creo que a algunos les hacían chantaje. Yo enseguida distinguía a los nerviosos y les hacía hablar, y al final siempre salía a relucir la mujer. Si el tipo prometía, le sacaba el nombre y la dirección. Era fácil. Los hombres son débiles. Les pierde la vanidad.
Después de unos segundos de silencio, Brunetti preguntó:
—¿Y después?
—Después me quitaron de la calle. Comprendieron que podría serles mucho más útil en mi
managerial capacity.
—Volvió a utilizar los términos ingleses, casi sin acento, pasando de un idioma al otro con la misma facilidad con que una foca entra y sale del agua.
—¿Qué hacía en su
managerial capacity
?—preguntó él con una pronunciación no menos correcta.
—Hablaba a las nuevas, les explicaba las cosas y les aconsejaba que hicieran lo que se les ordenara. —Entonces agregó, con aparente incongruencia—: Aprendí español rápidamente, y eso me ayudó.
—¿Ganaba dinero?
—A medida que iba ascendiendo en la organización, sí. En dos años había ahorrado lo suficiente para comprar la agencia de viajes.
—¿Pero seguía trabajando para ellos?
Ella lo miró antes de decir:
—Una vez empiezas a trabajar para ellos, ya no puedes dejarlo. —Paró en un semáforo pero no se volvió hacia él. Se quedó mirando al frente, con las manos quietas en el volante.
—¿No le importaba hacer eso?
Ella encogió los hombros y, cuando cambió la luz, arrancó.
—El negocio crecía con rapidez. Cada año, cada mes, llegaban más chicas. Las introducíamos…
—¿Para eso servía la agencia de viajes? —la interrumpió él.
—Sí. Pero después ya casi no hacía falta importarlas, porque no paraban de venir, y cada vez más, del norte de África y del este de Europa. De manera que hicimos reajustes en la organización. Simplemente, las recogíamos cuando ya estaban aquí. Eso reducía mucho los gastos. Y era fácil conseguir que entregaran el pasaporte. Eso, las que tenían pasaporte. —Aquí su tono se hizo remilgado, casi pedante—. Es asombroso lo fácil que resulta entrar en este país. Y quedarse.
A mano derecha apareció otra villa, pero Brunetti casi ni la miró.
—¿Y las cintas? —le recordó.
—Ah, sí, las cintas —dijo ella—. Hacía meses que yo sabía que existían cuando por fin las vi. Es decir, estaba enterada de su existencia, sabía que de Bosnia se enviaban cintas, pero no qué había en ellas. Trevisan, Favero y Lotto estaban entusiasmados, por los beneficios que preveían. No tenían más que pagar unos miles de liras por una cinta virgen para hacer la copia que luego vendían en América por veinte o treinta veces más de lo que les había costado la cinta. Al principio se limitaban a vender las cintas originales. Creo que sacaban por ellas unos millones de liras, pero luego decidieron encargarse ellos mismos de la distribución, porque eso, decían, era lo más rentable.
»Fue Trevisan quien me pidió sugerencias. Ellos sabían que tengo buena disposición para los negocios y me consultaron. Yo les dije exactamente lo que pensaba: que antes de hacer recomendaciones tenía que ver las cintas. En aquel momento, yo las veía como una simple mercancía y todo el asunto era para mí un proceso de comercialización. —Lo miró rápidamente—. En estos términos me lo planteaba: comercialización de un producto. —Suspiró.
»Trevisan habló con los otros dos, y acordaron dejarme ver unas cuantas cintas. Pero insistieron en que las viera con ellos, porque no se fiaban de mí, no dejaban a nadie los originales; representaban mucho dinero.
—¿Y usted las vio? —preguntó Brunetti, en vista de que ella había enmudecido.
—Oh, sí, las vi. Vi tres.
—¿Dónde?
—En el apartamento de Lotto. Era el único que no tenía a la esposa en casa, y allí fuimos.
—¿Y qué pasó?
—Que vimos las cintas. Y entonces lo decidí.
—¿Qué decidió?
—Matarlos.
—¿A los tres? —preguntó Brunetti.
—Naturalmente.
Al cabo de un momento, él preguntó:
—¿Por qué?
—Por lo que gozaban con esas películas. Favero era el peor. Durante la segunda se excitó tanto que tuvo que salir de la habitación. No sé adonde fue, pero no volvió hasta que terminamos.
—¿Y los otros dos?
—Oh, también estaban muy excitados. Pero ya las habían visto todas y podían controlarse.
—¿Eran cintas como la que yo vi?
—¿Mataban a una mujer? —preguntó ella.
—Sí.
—Pues eran de lo mismo: La violan varias veces y después la matan. —Por la emoción que había en su voz, hubiera podido estar describiendo películas para la formación de auxiliares de vuelo.
—¿Cuántas cintas había? —preguntó Brunetti.
—Exactamente, no lo sé, por lo menos siete, aparte de las tres que vi. Pero eran las que habían vendido directamente, mientras que de esas tres querían sacar copias para distribuirlas.
—¿Qué les dijo usted cuando vio las cintas?
—Que necesitaba un día para reflexionar. Dije que conocía a alguien en Bruselas a quien tal vez interesara comprar copias para los mercados belga y alemán. Pero ya había decidido matarlos. Sólo tenía que buscar la mejor manera de hacerlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué? ¿Por qué esperé o por qué decidí matarlos?
—¿Por qué decidió matarlos?
Ella frenó porque el coche de delante iba a virar hacia la derecha. Cuando las luces del otro coche desaparecieron se volvió a mirar a Brunetti.