Muerte y juicio (25 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Muerte y juicio
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—Sí.

—¿Por qué?

—Porque él estaba casado.

—Estamos prácticamente en el siglo veintiuno.

—¿Qué quiere decir? —Ella lo miraba con auténtica confusión.

—Que ya importa poco si un hombre está casado o no.

—A su esposa le hubiera importado —dijo con vehemencia. Plegó las gafas y las guardó en el estuche de piel.

—¿Después de muerto?

—Especialmente después de muerto. Yo no quería que se sospechara que había tenido algo que ver.

—¿Y tuvo algo que ver?

—Comisario Brunetti —dijo ella, sorprendiéndole con el tratamiento—. Tardé cinco años en conseguir la ciudadanía, pero estoy segura de que, incluso ahora, podrían retirármela si llamara la atención de las autoridades. Por ello, no quiero hacer nada que llame su atención.

—Pues ya la ha llamado.

Ella frunció los labios en un gesto involuntario de desagrado.

—Esperaba evitarlo.

—¿Sabía usted que había olvidado las gafas allí?

—Sabía que las había perdido aquel día, y deseaba que fuera en otro sitio.

—¿Tenía usted relaciones con él?

Brunetti observó cómo ella reflexionaba antes de contestar y luego asentía.

—¿Cuánto tiempo hacía?

—Tres años.

—¿Tenía intención de cambiar la situación?

—Lo siento, pero no entiendo la pregunta.

—¿Tenía esperanzas de casarse con él?

—No. Para mí, las cosas estaban bien tal como estaban.

—¿Y cómo estaban?

—Nos veíamos cada dos o tres semanas.

—¿Y qué hacían?

Ella lo miró fijamente.

—Tampoco esta pregunta la entiendo.

—¿Qué hacían ustedes cuando se encontraban?

—¿Qué hacen normalmente los amantes,
dottor
Brunetti?

—Hacen el amor.

—Muy bien,
dottore.
Hacen el amor, sí, y eso hacíamos nosotros.

Brunetti la notó molesta, pero no le pareció que su irritación obedeciera a sus preguntas.

—¿Dónde? —preguntó.

—¿Cómo dice?

—¿Dónde hacían el amor?

Ella apretó los labios y respondió entreabriéndolos apenas:

—En la cama.

—¿Dónde?

Silencio.

—¿Dónde estaba la cama? ¿Aquí en Venecia o en Padua?

—En los dos sitios.

—¿En un apartamento o en un hotel?

Antes de que ella pudiera contestar, el teléfono que había en la mesa emitió un discreto zumbido. Ella se acercó el auricular y escuchó un momento.

—Te llamaré esta tarde —dijo, y colgó.

La interrupción había sido mínima, pero bastó para permitirle recobrar aplomo.

—Perdone, comisario, ¿podría repetir la última pregunta?

Él la repitió, a sabiendas de que aquella llamada había dado a la mujer tiempo suficiente para recapacitar sobre la respuesta que había dado. Pero él quería oír cómo la cambiaba.

—Le he preguntado dónde hacían el amor.

—Aquí, en mi apartamento.

—¿Y en Padua?

Ella fingió confusión.

—¿Cómo?

—En Padua, ¿dónde se veían?

Ella sonrió ligeramente.

—Lo siento, pero no entendí bien la pregunta. Habitualmente, nos veíamos aquí.

—¿Con qué frecuencia?

Su actitud se hizo más afable, como suele ocurrir cuando la gente empieza a mentir.

—En realidad, nuestra aventura casi había terminado, pero nos apreciábamos y éramos buenos amigos. Con frecuencia salíamos a cenar juntos, tanto aquí como en Padua.

—¿Recuerda cuándo se vieron por última vez en Venecia?

Ella miró hacia un lado, sopesando la respuesta.

—La verdad, no. Debió de ser durante el verano.

—¿Está usted casada?

—Divorciada.

—¿Vive sola?

Ella asintió.

—¿Cómo se enteró de la muerte del
signor
Favero?

—Por el periódico del día siguiente.

—¿Y no nos llamó?

—No.

—¿A pesar de haberlo visto la noche antes?

—Especialmente por eso. Como le he dicho, no tengo razones para fiarme de las autoridades.

Brunetti, en sus peores momentos, sospechaba que de las autoridades no se fiaba nadie, pero quizá valiera más no revelar esta opinión a la
signora
Ceroni.

—¿De dónde es usted, señora?

—De Yugoslavia. De Mostar.

—¿Cuánto hace que llegó a Italia?

—Nueve años.

—¿Por qué vino?

—Vine en viaje de turismo, pero encontré trabajo y decidí quedarme.

—¿En Venecia?

—Sí.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó él, aunque sabía que esta información figuraría en los archivos de la
Ufficio
Stranieri.

—Al principio trabajaba en un bar, pero luego encontré un empleo en una agencia de viajes. Como hablo varias lenguas, no me fue difícil.

—¿Y ahora esto es suyo? —preguntó él abarcando con un ademán el pequeño despacho.

—Sí.

—¿Desde cuando?

—Desde hace tres años. Tardé más de cuatro años en reunir el dinero suficiente para pagar un depósito a los antiguos dueños. Pero ahora la agencia es mía. Es otra de las razones por las que no quiero problemas.

—¿Aunque no tenga nada que ocultar?

—Si puedo serle franca, comisario, nunca me ha parecido que los organismos del Estado presten mucha atención a si las personas tienen algo que ocultar o no. En realidad, es todo lo contrario. Y como yo ignoro los detalles de la muerte del
signor
Favero consideré que no podía dar información útil y por eso no les llamé.

—¿De qué hablaron aquella noche durante la cena?

Ella desvió la mirada, evocando la cena.

—De lo que hablan los amigos. De sus negocios. De los míos. De sus hijos.

—¿De su esposa?

Nuevamente, ella frunció los labios con gesto de reprobación.

—No; no hablamos de su esposa. A ninguno de los dos nos parecía correcto.

—¿De qué más hablaron?

—No recuerdo. Él dijo que quería comprar otro coche, y estaba indeciso acerca de la marca, pero yo no pude ayudarle en eso.

—¿Usted no conduce?

—No; aquí no hace falta el coche, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa—. Además, yo no sé nada de coches. Como la mayoría de las mujeres.

Brunetti se preguntó por qué querría ella halagar su hipotético concepto de la superioridad masculina; le parecía una actitud incoherente en una mujer que con tanta facilidad había logrado equipararse a los hombres.

—El camarero del restaurante dice que, durante la cena, Favero le enseñó a usted unos papeles.

—Ah, sí. Entonces saqué las gafas. Las necesito para leer.

—¿Qué papeles eran?

Ella calló un momento, recordando o inventando.

—El informe de una empresa en la que quería que yo invirtiera. La agencia rinde beneficios, y él deseaba que «hiciera trabajar» el dinero, como decía él. Pero no me interesó.

—¿Recuerda qué clase de empresa era?

—Lo siento, no lo recuerdo. No presto mucha atención a esas cosas. —Brunetti se permitió dudarlo—. ¿Es importante?

—Encontramos varias carpetas en el portamaletas del coche —mintió Brunetti—, y nos gustaría hacernos una idea de la importancia que puedan tener.

Observó que ella iba a preguntar por los papeles pero desistía.

—¿Recuerda algo en particular de aquella noche? ¿Parecía preocupado o disgustado por algo? —Brunetti pensó que casi a todo el mundo le parecería extraño que hubiera tardado tanto en hacer esta pregunta.

—Estaba más callado que de costumbre, pero quizá era cansancio. Dijo varias veces que tenía mucho trabajo.

—¿Mencionó algún asunto en particular?

—No.

—¿Adonde fueron después de la cena?

—Me llevó a la estación, y yo regresé a Venecia.

—¿En qué tren?

Ella pensó antes de responder.

—Entró alrededor de las diez y media, me parece.

—El mismo que tomó Trevisan —dijo Brunetti, y observó que el nombre la hacía reaccionar.

—¿El hombre al que asesinaron la semana pasada? —preguntó la mujer después de una pausa.

—Sí. ¿Lo conocía? —preguntó Brunetti.

—Era cliente de la agencia. Nos encargábamos de sus viajes y los de sus empleados.

—Es curioso, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

—¿El qué?

—Que dos conocidos suyos hayan muerto la misma semana.

La voz de la mujer era fría e indiferente.

—No me parece tan extraño, comisario. No querrá usted decir que existe relación entre ellos.

En lugar de responder, Brunetti se levantó.

—Muchas gracias por su tiempo
signora
Ceroni —dijo tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó y dio la vuelta a la mesa, moviéndose con gracia.

—Soy yo quien debe darle las gracias a usted por haberse tomado la molestia de traerme las gafas.

—Era nuestro deber.

—De todos modos, le agradezco la atención. —Fue con él hasta la puerta, la abrió y le invitó a salir a la oficina antes que ella. La joven seguía sentada ante la mesa, y de la impresora colgaba una larga tira de billetes. La
signora
Ceroni lo acompañó hasta la puerta de la calle. Él la abrió, se volvió, le estrechó la mano otra vez y se alejó camino de su casa. La
signora
Ceroni permaneció junto a la playa tropical hasta que él dobló la esquina y desapareció.

24

Al llegar a la
questura
aquella tarde, Brunetti pasó por el despacho de la
signorina
Elettra y le dictó la carta para Giorgio —se refería a él utilizando el nombre de pila como si de un viejo amigo se tratara— en la que pedía disculpas por lo que él llamaba «inexactitudes de tipo administrativo» en las que había incurrido la
questura.
Esperaba que la excusa bastara para, llegado el caso, tranquilizar a la novia de Giorgio y a su familia, al tiempo que era lo bastante vaga como para no comprometerle personalmente.

—Estará muy contento —dijo la
signorina
Elettra, mirando la página de signos taquigráficos.

—¿Y el informe de la condena? —preguntó Brunetti.

Ella le miró con unos ojos que eran dos lagos cristalinos.

—¿Condena? —Acercó a Brunetti un montón de hojas que tenía al lado del bloc—. Con esto se ha ganado Giorgio su carta.

—¿Son los números de la libreta de Favero? —preguntó el comisario.

—Los mismos —respondió ella sin disimular el orgullo.

Él sonrió, contagiado de su satisfacción.

—¿La ha mirado?

—Por encima. Tiene nombres, direcciones y hasta me parece que la fecha y la hora de cada llamada hecha a cada uno de esos teléfonos desde cualquier número de Venecia o de Padua.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Brunetti con voz reverente por el respeto que le inspiraba la capacidad de Giorgio para extraer información dé la SIP; que él supiera, era más fácil penetrar en los archivos del Servicio Secreto.

—Estudió informática un año en Estados Unidos y allí conoció a unos llamados
hackers,
que por lo visto son una especie de genios para estas cosas. Sigue en contacto con ellos y se intercambian información sobre sus hazañas.

—¿Y hace eso desde el trabajo, utilizando las líneas de la SIP? —preguntó Brunetti, que estaba tan impresionado y agradecido que pasaba por alto el detalle de que lo que hacía Giorgio, probablemente era ilegal.

—Desde luego.

—Bendito sea —dijo Brunetti con todo el fervor de la persona cuya factura del teléfono nunca cuadra con el uso que se ha hecho de él.

—Hay
hackers
en todo el mundo —explicó Elettra—. Y me parece que es muy poco lo que ellos no puedan descubrir. Me ha dicho Giorgio que para esto se ha puesto en contacto con gente de Hungría y de Cuba. Y de no sé dónde más. ¿Hay teléfono en Laos?

Él ya no escuchaba, absorto en la lectura de las largas columnas de fechas, horas, lugares y nombres, no obstante lo cual, llegó hasta sus oídos el nombre de Patta.

—… quiere verle.

—Luego —dijo Brunetti, y se fue a su despacho sin dejar de leer. Cuando llegó cerró la puerta y se quedó leyendo de pie a la luz que entraba por la ventana. Parecía un senador romano del tiempo de los cesares, que tuviera en sus manos un largo informe de las lejanas colonias del imperio. Pero no se trataba de despliegues de tropas ni de embarques de aceite y especias sino tan sólo de cuántas veces dos ciudadanos italianos desconocidos habían hablado con personas de Bangkok, Santo Domingo, Belgrado, Manila y otras ciudades, aunque no por ello era menos interesante la información. Anotaciones hechas a lápiz en el margen indicaban el emplazamiento de las cabinas desde las que se habían hecho algunas de las llamadas. Aunque varias de ellas habían partido de los despachos de Trevisan y de Favero, otras muchas correspondían a un teléfono público que se encontraba en la misma calle que el despacho de Favero en Padua y a otro situado en una pequeña calle que discurría por detrás del despacho de Trevisan.

Al pie, Brunetti leyó los nombres de los titulares de los teléfonos. Tres de ellos, incluido el de Belgrado, pertenecían a agencias de viajes y el de Manila, a una empresa llamada Euro-Employ. Este nombre tuvo la virtud de hacer que todos los hechos acaecidos desde la muerte de Trevisan se movieran como los espejos de un inmenso calidoscopio, componiendo una figura que sólo Brunetti podía ver. Este nombre era el giro del cilindro que ordenaba las piezas en una imagen reconocible. Todavía incompleta, todavía sin perfilar, pero allí estaba, y ahora Brunetti comprendía.

Sacó la libreta de direcciones del cajón de la mesa y la hojeó buscando el número de teléfono de Roberto Linchianko, un teniente coronel de la policía militar filipina con el que hacía tres años había coincidido en un seminario de dos semanas en Lyon y con el que había entablado buena amistad, que aún mantenía, a pesar de que desde entonces sólo se habían comunicado por teléfono y por fax.

El intercomunicador zumbó, pero él hizo caso omiso, descolgó el teléfono, consiguió una línea exterior y marcó el número de casa de Linchianko, sin tener idea de qué hora era en Manila. Había seis horas de adelanto, y pilló a Linchianko cuando se disponía a acostarse. Sí, conocía Euro-Employ. Su repugnancia viajó por la línea telefónica a través de los océanos. Euro-Employ era una de tantas agencias dedicadas a la trata de mujeres, y no precisamente la peor. Todos los papeles que las mujeres firmaban antes de ir a «trabajar» a Europa eran perfectamente legales. El que los contratos estuvieran firmados con la X de una analfabeta o por una mujer que no entendía la lengua en la que estaban redactados no les restaba fuerza legal, y ninguna de las mujeres que conseguían regresar a las Filipinas había denunciado a la agencia. De todos modos, que supiera Linchianko, eran muy pocas las que regresaban. En cuanto al número de las que salían, calculaba que oscilaba entre las cincuenta y las cien a la semana, sólo a través de Euro-Employ, y dio el nombre de la agencia que les reservaba los billetes, un nombre que resultó familiar a Brunetti, porque lo había visto en la lista. Linchianko prometió enviarle por fax el expediente de Euro-Employ, el de la agencia de viajes y los de otras agencias de empleo que operaban en Manila.

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