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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (22 page)

BOOK: Muerte y juicio
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—Todo.

—¿Cuánto es todo?

—Lo que queda, después de pagar a las chicas y las habitaciones.

—¿Cuánto?

—Depende.

—Está haciéndome perder el tiempo, Silvestri —se impacientó Brunetti.

—Unos meses, cuarenta o cincuenta millones. Otros, menos. —Lo que, según Brunetti, significaba que otros meses era más.

—¿Quién es la mujer?

—No lo sé. No la he visto.

—¿Cómo que no la ha visto?

—El que me llama me dice dónde estará aparcado el coche. Es un Mercedes blanco. Yo tengo que acercarme por detrás, abrir la puerta trasera y dejar el dinero en el asiento. Entonces ella se va.

—¿Usted nunca la ha visto?

—Lleva un pañuelo en la cabeza. Y gafas oscuras.

—¿Es alta? ¿Delgada? ¿Blanca? ¿Negra? ¿Rubia? ¿Vieja? Venga, Silvestri, no hace falta verle la cara a una mujer para saber esto.

—No es baja. No sé de qué color tiene el pelo. No le he visto la cara, pero no creo que sea vieja.

—¿Qué matrícula tiene el coche?

—No lo sé.

—¿No la ha visto?

—No; siempre es de noche, y el coche tiene las luces apagadas. —Brunetti estaba seguro de que Silvestri mentía, y también comprendía que Silvestri no diría mucho más.

—¿Dónde se encuentran?

—En la calle. En Mestre. Una vez, en Treviso. En sitios distintos. El hombre me dice dónde cuando me llama.

—¿Y las chicas? ¿Cómo las recoge?

—De la misma manera. Él me dice dónde y cuántas hay, y yo voy a recogerlas con el coche.

—¿Quién se las trae?

—No lo sé. Cuando llego están esperando.

—¿Así, sin más? ¿Como un rebaño?

—Saben que más les vale no hacer tonterías —dijo Silvestri con brusca aspereza.

—¿De dónde vienen?

—De todas partes.

—¿Qué quiere decir?

—De muchas ciudades. De distintos países.

—¿Cómo vienen?

—¿Qué quiere decir?

—¿Cómo llegan a formar parte de su… de su mercancía?

—Sólo son putas. ¿Cómo quiere que yo lo sepa? Joder, ¿es que se ha creído que hablo con ellas? —Bruscamente, Silvestri hundió las manos en los bolsillos y exigió—: ¿Cuándo va a dejarme marchar?

—¿Cuántas ha habido?

—¡Ya basta! —gritó Silvestri levantándose de la silla y yendo hacia Brunetti—. Ya basta. Sáqueme de aquí.

Brunetti no se movió, y Silvestri retrocedió unos pasos. Brunetti dio unos golpes en la puerta, que Gravini abrió al momento. El comisario salió al pasillo y esperó a que el agente cerrara la puerta para decir:

—Espere una hora y media y luego déjelo marchar.

—Sí, señor —respondió Gravini saludando a la espalda de su superior, que se alejaba.

22

Las conversaciones mantenidas con Mara y con su proxeneta no habían dejado a Brunetti de muy buen humor para enfrentarse con la
signora
Trevisan y el socio de su difunto esposo, para designar a Martucci por uno de los papeles que representaba, pero el comisario hizo la obligada llamada telefónica a la viuda e insistió en que, para la buena marcha de la investigación, era imprescindible que hablara brevemente con ella y, a poder ser, con el
signor
Martucci. Se habían comprobado sus respectivas declaraciones acerca de dónde estaban la noche en que Trevisan fue asesinado. La criada de la
signora
Trevisan confirmó que aquella noche su señora no había salido, y un amigo había llamado a Martucci a las nueve y media y lo había encontrado en casa.

La experiencia había enseñado a Brunetti que era preferible dejar que el otro decidiera el lugar de la entrevista. Invariablemente, elegía el marco en el que se sentía más cómodo, con la errónea convicción de que, controlando el escenario, controlaría también la acción. Como era de prever, la
signora
Trevisan eligió su casa, a la que Brunetti llegó puntualmente a las cinco y media, la hora convenida. Brunetti, irritado todavía por su conversación con Franco Silvestri, estaba predispuesto en contra de cualquier tipo de hospitalidad que se le brindará: un cóctel, demasiado cosmopolita y un té, demasiado pretencioso.

Pero cuando la
signora
Trevisan, vestida hoy de sobrio azul marino, lo llevó a un saloncito tan escaso de asientos como sobrado de refinamiento, Brunetti comprendió que se había hecho muchas ilusiones sobre su propia importancia, y que aquí no se le trataría como a un representante de la ley sino como a un intruso. La viuda le había dado la mano, y Martucci se levantó al verlo entrar, pero ninguno de los dos se molestó en pasar de la más somera cortesía. Brunetti intuía que sus modales solemnes y sus caras largas pretendían manifestar el dolor compartido por la pérdida del querido esposo y el amigo, dolor que él venía a turbar. Pero, después de su conversación con el juez Beniamin, Brunetti se sentía inclinado a dudar de la sinceridad de aquel dolor, y después de su breve entrevista con Franco Silvestri, dudaba ya de la Humanidad en general.

El comisario recitó rápidamente la consabida fórmula de agradecimiento por su amabilidad al recibirle. Martucci asintió y la
signora
Trevisan hizo como si no le hubiera oído.


Signora
Trevisan —empezó Brunetti—, necesito cierta información sobre los bienes de su esposo. —Ella ni pidió explicación ni hizo comentarios—. ¿Podría decirme qué será del bufete de su esposo?

—Eso hubiera podido preguntármelo a mí —terció Martucci.

—Se lo pregunté, hace dos días —respondió Brunetti—. Y me dijo usted muy poco.

—Desde entonces hemos obtenido más información —dijo Martucci.

—¿Quiere decir que ya han leído el testamento? —preguntó Brunetti, encantado de comprobar cómo su crudeza sorprendía a ambos.

La voz de Martucci conservó su serena cortesía.

—La
signora
Trevisan me ha pedido que actúe en calidad de abogado suyo en los trámites testamentarios, si a eso se refiere.

—Esa respuesta me vale tanto como cualquier otra —dijo Brunetti, observando con interés que no era fácil provocar a Martucci. Seguramente, ello se debía a que la práctica del derecho mercantil exige mucha cortesía—. ¿Qué será del bufete?

—La
signora
Trevisan tiene el sesenta por ciento. —En vista de que Brunetti no decía nada, Martucci se sintió obligado a añadir—: Y yo, el cuarenta.

—¿Puedo preguntar cuándo se redactó el testamento?

—Hace dos años —respondió Martucci sin vacilar.

—¿Y cuándo se incorporó usted a la firma del
signor
Trevisan,
avvocato
Martucci?

La
signora
Trevisan fijó sus pálidas pupilas en Brunetti y habló por primera vez desde que habían entrado en la habitación para decir:

—Comisario, antes de que siga adelante en su empeño por satisfacer su basta curiosidad, ¿puedo preguntar cuál es el objeto de estas preguntas?

—El objeto,
signora,
no es otro que el de obtener información que nos permita encontrar a la persona que asesinó a su esposo.

—Yo diría —empezó ella apoyando los codos en los brazos del sillón y formando una pirámide con las manos al juntar las yemas de los dedos—, yo diría que eso sólo podría ser cierto si existiera alguna relación entre las condiciones del testamento y el asesinato. ¿O mi planteamiento es demasiado simple para usted? —Como Brunetti no encontrara respuesta, ella le obsequió con una afilada sonrisa—. Porque también puede haber cosas que sean demasiado simples para usted, ¿no, comisario?

—Por supuesto,
signora
—respondió Brunetti, satisfecho de haber podido irritar por lo menos a uno de ellos—. Por eso hago preguntas que tienen respuestas simples. Ésta sólo requiere un número: ¿cuánto tiempo trabajó para su esposo el
signor
Martucci?

—Dos años —respondió Martucci.

Brunetti se volvió hacia el abogado, concentrando en él su atención.

—¿Podría informarme de las otras disposiciones del testamento?

Martucci abrió la boca para contestar, pero la
signora
Trevisan levantó una mano atajando la respuesta.

—Yo contestaré a eso,
avvocato.
—Y mirando a Brunetti dijo—: El grueso de los bienes de Carlo, como dispone la ley, serán divididos en partes iguales entre sus hijos y yo, su viuda. Hay algunos legados a familiares y amigos, pero su patrimonio pasa a nosotros. ¿Satisface eso su curiosidad?

—Sí, señora.

Martucci se revolvió en su asiento, preparándose para levantarse y dijo:

—Si eso es todo…

—Tengo algunas preguntas más —dijo Brunetti, volviéndose hacia la mujer—, para usted, señora.

Ella movió la cabeza de arriba abajo sin molestarse en contestar y lanzó a Martucci una mirada apaciguadora.

—¿Usted tiene coche?

—No sé a qué viene esa pregunta —dijo ella después de una breve pausa.

—¿Usted tiene coche? —repitió Brunetti.

—Sí.

—¿Qué marca?

—No entiendo nada —interrumpió Martucci.

Haciendo caso omiso de la interrupción, la
signora
Trevisan dijo:

—Es un BMW. Tiene tres años. Verde.

—Gracias —dijo Brunetti, impasible, y preguntó—: ¿Su hermano deja familia?

—No. Estaba separado de su mujer, y no tenían hijos.

—Estoy seguro de que todo esto está en sus archivos —volvió a interrumpir Martucci.

Sin hacerle caso y eligiendo cuidadosamente las palabras, Brunetti preguntó entonces:

—¿Tenía su hermano algo que ver con prostitutas?

Martucci se puso en pie bruscamente, pero Brunetti no lo miró. No apartaba los ojos de la
signora
Trevisan, que había levantado la cabeza como movida por un resorte al oír la pregunta, y entonces, como si escuchara el eco, apartó la mirada un momento y luego volvió a fijar sus ojos en los de él. Pasaron dos largos segundos antes de que la cólera asomara a la cara de la mujer y ella respondiera en voz declamatoria:

—Mi hermano no necesitaba putas.

Martucci sumó entonces su indignación a la de ella para decir:

—No le permito que insulte la memoria del hermano de la
signora
Trevisan. Su pregunta es denigrante y ofensiva. No tenemos por qué soportar sus insinuaciones. —Se paró a respirar, y Brunetti casi pudo oír dispararse los resortes de su mentalidad de abogado—. Además, su observación es calumniosa, y yo he sido testigo de ella. —Martucci miró al policía y a la mujer, esperando su reacción, pero ninguno se daba por enterado de su estallido.

Brunetti no apartaba la mirada de la
signora
Trevisan que, a su vez, no hacía nada por rehuirla. Martucci fue a hablar otra vez, pero desistió, desconcertado por la atención que ellos se dedicaban mutuamente, sin darse cuenta de que lo que importaba a ambos no era la calumnia que pudiera encerrar la pregunta de Brunetti sino la forma en que éste había construido la frase.

Brunetti esperó hasta que los otros comprendieron que él quería una respuesta, no una exhibición de dignidad ofendida. Vio cómo la mujer sopesaba, primero, la pregunta y, después, la contestación. Le pareció ver anunciarse en sus ojos una revelación que Martucci cortó antes de que llegara a los labios, al insistir con redoblada indignación:

—Exijo una disculpa inmediata. —Como Brunetti no se molestara en responder, Martucci dio dos pasos situándose entre el policía y la mujer, impidiendo que se vieran el uno al otro—. Le exijo una disculpa —repitió mirando a Brunetti.

—Desde luego —dijo Brunetti con curiosa indiferencia—. Le presento todas las disculpas que usted quiera. —Brunetti se levantó para ponerse al lado de Martucci, pero la
signora
Trevisan había desviado la mirada y la mantuvo apartada de él. Brunetti comprendió que la interrupción de Martucci había sofocado el impulso a la confidencia y que de nada serviría insistir.

—Señora, si decide contestar mi pregunta me encontrará en la
questura.
—Sin añadir ni una palabra, dio media vuelta sorteando a Martucci, abandonó la habitación y salió de la casa.

Camino de su casa, Brunetti iba pensando en lo cerca que había estado de aquel punto en el que, a veces, conseguía sintonizar con un testigo o un sospechoso, el punto álgido en el que, de pronto, una frase o una palabra casual impulsan a una persona a revelar lo que trataba de ocultar. ¿Qué iba a decir ella y qué había tenido que ver Lotto con prostitutas? ¿Y con la mujer del Mercedes? ¿Era la misma que había cenado con Favero la noche en que lo mataron? Brunetti se preguntaba qué podía ocurrir durante una cena para que una mujer se pusiera tan nerviosa como para olvidar unas gafas que costaban más de un millón de liras. ¿Era algo que ocurrió durante la cena o algo que ella sabía que ocurriría después de la cena? Las preguntas danzaban alrededor de Brunetti como furias, mofándose de él por su incapacidad para hallar las respuestas y, peor aún, porque ni siquiera sabía cuáles de aquellas preguntas eran importantes.

Al salir de casa de los Trevisan, Brunetti torció maquinalmente hacia el puente de Accademia, camino de su casa. Iba tan ensimismado que tardó algún tiempo en darse cuenta de que la calle estaba más concurrida de lo habitual. Miró el reloj, extrañado de que hubiera tanta gente en esta zona de la ciudad, más de media hora antes de que cerraran las tiendas. Observó más atentamente a los viandantes y vio que no eran turistas sino italianos: hombres y mujeres iban muy bien vestidos y compuestos para ser turistas.

Brunetti renunció a la prisa y se dejó arrastrar por la marea humana, que lo llevaba hacia
campo
San Stefano. Desde el pie del puente más próximo oyó sonidos amplificados, pero no pudo distinguirlos con claridad.

La gente lo embutió por una calle estrecha que salía al
campo.
Frente a él, a la luz del crepúsculo, se alzaba la estatua a la que mentalmente Brunetti llamaba «el hombre de merengue» por la blancura y porosidad del mármol en el que estaba esculpida. Otros venecianos le daban un nombre más ordinario, a causa del montón de libros que parecía brotarle de debajo de la levita.

A la derecha de Brunetti, a lo largo de la fachada lateral de la iglesia de San Stefano, se había levantado un tablado, con sendos altavoces de gran tamaño en los ángulos anteriores. Al fondo del tablado, de tres mástiles, colgaban lacias banderas: la tricolor italiana, el león de San Marcos y el recién creado símbolo de lo que en otro tiempo fuera el partido cristiano-demócrata.

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