Navidades trágicas (12 page)

Read Navidades trágicas Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Navidades trágicas
4.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

Farr hizo una pausa, luego prosiguió:

—Mi padre me habló mucho de Simeon Lee. Me dijo qué clase de persona era. Lee se marchó a casa con una gran fortuna. Mi padre también ganó lo suyo. Siempre me decía que si alguna vez venía a Inglaterra debía visitar a Simeon Lee. Yo replicaba que había pasado mucho tiempo y que seguramente no se acordaría de quién era. Pero mi padre se reía de eso diciendo: «Cuando los hombres han pasado juntos lo que Simeon y yo, no olvidan». Bien, pues, mi padre murió hace un par de años. Al venir ahora por primera vez a Inglaterra pensé seguir el consejo de mi padre e ir a ver a míster Lee.

Con una ligera pausa prosiguió:

—Al llegar aquí estaba un poco nervioso, pero no debía haberlo estado. Míster Lee me acogió cariñosamente e insistió en que me quedara a pasar aquí las Navidades. No quiso aceptar mis excusas.

»Todos se portaron muy amablemente conmigo. Lamento mucho que les haya ocurrido esta desgracia.

—¿Cuánto hace que está usted aquí?

—Desde ayer.

—¿Vio usted a míster Lee?

—Sí. Esta mañana charlé con él. Estaba de muy buen humor y me preguntó acerca de un sinfín de sitios y personas.

—¿Fue ésa la última vez que lo vio?

—Sí.

—¿Le dijo algo acerca de unos diamantes?

—No. ¿Creen que se trata de un crimen y un robo?

—Aún no estamos seguros. Y ahora, volviendo a los sucesos de esta noche, le agradeceré que me explique, a su manera, lo que ocurrió.

—Desde luego. Pues... cuando las señoras se retiraron al salón, los hombres nos quedamos tomando unas copas de oporto. Al poco rato me di cuenta de que los demás tenían que hablar de asuntos familiares y que mi presencia les estorbaba. Me levanté y salí.

—¿Y adónde fue usted?

—A una habitación muy grande, que parece un salón de baile, y donde hay un gramófono y muchos discos. Puse algunos de ellos.

—Tal vez tenía usted la esperanza de que alguien se reuniera con usted allí, ¿no? —inquirió grave Poirot. Una leve sonrisa curvó en seguida los labios de Stephen Farr.

—Es posible.

—La señorita Estravados es realmente muy bella.

—No cabe duda de que es la más bonita que he visto en Inglaterra desde mi llegada.

—¿Se reunió con usted la señorita Estravados? —preguntó Johnson.

—No. Cuando se oyó aquel ruido tan grande yo estaba aún allí. Salí corriendo para ver qué ocurría. Ayudé a Harry Lee a echar abajo la puerta.

—¿No tiene nada más que decirnos?

—Creo que no.

—Sin embargo, estoy seguro de que usted podría decirnos aún mucho más —declaró Poirot.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Farr.

—Podría usted decirnos algo que es muy importante en este caso. Se trata del carácter de Simeon Lee. Usted ha dicho que su padre hablaba mucho de él. ¿De qué forma se lo describió?

—Ya entiendo lo que usted desea —contestó lentamente Stephen Farr-. Usted quiere saber cómo era Simeon Lee en su juventud. Supongo que deseará que hable con entera franqueza.

—Se lo agradeceré.

—Pues bien, no creo que Simeon Lee fuera un hombre de gran moralidad. No quiero decir que fuese un delincuente, pero no le faltaba mucho. Su moralidad no era digna de ejemplo. Sin embargo, era un hombre atractivo. Y muy generoso, fantásticamente generoso. Nadie que acudiera a él contándole una pena se iba con las manos vacías. Bebía, pero no demasiado. Tenía gran éxito con las mujeres. Una característica suya es que era muy venga—tivo. Mi padre me explicó que en algunos casos Lee aguardó varios años para vengarse de alguien que le había jugado una mala pasada.

—¿Y no sabe usted de nadie a quien Simeon Lee hubiera jugado una mala pasada y tuviese ese mismo carácter vengativo? —preguntó Sugden-. ¿No hay nada en el pasado que explique el crimen de hoy?

Stephen Farr movió negativamente la cabeza.

—Siendo la clase de hombre que era, forzosamente tuvo que crearse enemistades. Pero no conozco ningún caso preciso. Tengo entendido, pues he hecho algunas preguntas a Tressilian, que no se ha visto a ningún desconocido cerca de la casa.

—A excepción de usted, míster Farr —dijo Poirot.

—¿Ah, sí? —Stephen Farr sonrió-. Se equivoca usted de puerta, señor. Por más que busque, no descubrirá que Simeon Lee hubiera jugado ninguna mala pasada a Ebenezer Farr. Ninguno de ellos tenía nada contra el otro. Yo no he venido a satisfacer ninguna venganza. Como les dije, vine por simple curiosidad. Además, supongo que un gramófono puede ser una buena coartada. No dejé de poner disco tras disco y seguramente alguien debió oírlos. El tiempo que tarda en sonar un disco no me hubiera permitido subir, asesinar a míster Lee, limpiarme la sangre y volver atrás antes de que los otros empezaran a subir por la escalera. Es una idea completamente tonta.

—Nadie le acusa de nada, míster Farr —dijo el coronel.

—No me ha gustado el tono de monsieur Poirot.

—No sabe cuánto lo lamento —declaró el detective. Stephen Farr le dirigió una furiosa mirada.

El coronel Johnson se apresuró a intervenir.

—Muchas gracias por todo, míster Farr. De momento no le molestaremos más. Pero conviene que no abandone la casa.

Cuando la puerta se cerró tras él, Johnson declaró:

—Ahí va X, el factor desconocido. La historia que nos ha contado parece verídica. Pero al mismo tiempo también pudiera ser que hubiese venido a robar los diamantes, protegido por una historia que sabe Dios cómo habrá descubierto. Será mejor que consiga usted sus huellas dactilares, Sugden, y averigüe si es conocido.

—Ya las tengo —contestó con una sonrisa el inspector.

—Muy bien, veo que no descuida nada. Supongo que ya habrá tomado las disposiciones de rigor.

Sugden contestó rápidamente, llevando la cuenta con los dedos.

—Comprobar si han existido dos llamadas telefónicas, etcétera. Averiguar quién es Horbury, lo que hizo, a la hora en que salió, quién le vio marchar. Comprobar todas las entradas y salidas, la situación monetaria de todos los miembros de la familia. Visitar al notario y examinar el testamento. Registrar la casa en busca del arma homicida o de huellas de sangre. Y también dar con los diamantes.

—Creo que eso es todo —asintió el coronel, aprobatoriamente-. ¿Se le ocurre a usted algo más, monsieur Poirot?

—No. Veo que míster Sugden lo ha tenido todo en cuenta.

El jefe de policía se mostraba tan decepcionado como el hombre cuyo perro se niega a hacer determinado truco.

—No se me ocurre nada más—contestó el detective-. Pero le pediré una cosa. Me gustaría poder hablar muy a menudo con los familiares del muerto.

—¿Quiere volver a interrogarlos?

—No, no quiero interrogar, quiero hablar.

—¿Por qué?

—Pues porque en una conversación surgen infinidad de detalles y, además, resulta más difícil ocultar la verdad.

—Entonces cree usted que alguien ha mentido, ¿no? —preguntó Sugden.

—Todo el mundo miente en algo. Conviene separar las mentiras inocentes de las otras más importantes.

—Todo este asunto resulta increíble —declaró el coronel Johnson-. Tenemos un asesinato brutal y... ¿quiénes son los sospechosos? Alfred Lee y su esposa, los dos muy simpáticos, bien educados y tranquilos; George Lee, miembro del Parlamento y la respetabilidad personificada. ¿Su esposa? Es una linda mujercita moderna. David Lee parece un ser inofensivo, y además tenemos la palabra de su hermano Harry de que no puede soportar la visión de la sangre. Su mujer parece un ser enteramente vulgar. Queda la muchacha española y el visitante de África del Sur. Las beldades españolas tienen fama de irritarse con mucha facilidad, pero no puedo imaginarme a esa joven cita degollando a su abuelo. Y mucho menos teniendo en cuenta que a ella le convenía mucho más que siguiera vivo. El único que puede ser culpable del crimen y del robo es Stephen Farr. Acaso se trata de un ladrón profesional que, sorprendido por míster Lee, tuvo que matarlo para que no hablase. La coartada del gramófono no es demasiado con—sistente.

Poirot movió la cabeza.

—Amigo mío —dijo-. Compare usted el aspecto físico de Stephen Farr y del viejo Simeon. Si Farr hubiese decidido matar al viejo habría podido hacerlo en un minuto. Simeon Lee no hubiese podido luchar mucho contra él. ¿Puede alguien imaginar que un anciano resistiera va—rios minutos contra un hombre tan fuerte como míster Farr?, increíble.

El coronel Johnson entornó los ojos.

—¿Quiere usted decir que fue un hombre débil el que mató a Simeon Lee?

—O una mujer —dijo Sugden.

Capítulo XVI

Tressilian entró lentamente en la habitación. El coronel le invitó a sentarse.

—Muchas gracias, señor—dijo el mayordomo-. Se lo agradezco, pues con las emociones, casi no puedo tenerme en pie. ¡Que haya ocurrido una cosa así en una casa donde había reinado siempre la tranquilidad!

—En una casa bien ordenada, pero no feliz, ¿verdad? —inquirió Poirot.

—No le entiendo, caballero.

—¿Era feliz antes, cuando toda la familia estaba en casa?

—Pues... tal vez no reinara una gran armonía.

—La esposa de míster Simeon Lee era una especie de inválida, ¿no?

—Sí, señor.

—¿La querían sus hijos?

—Míster David la quería mucho. Parecía más una hija que un hijo. Cuando ella murió, tuvo que marcharse por no poder soportar la casa.

—¿Y míster Harry? ¿Qué clase de hombre es?

—Un poco alocado, pero de gran corazón. Cuando le vi entrar ayer, me llevé una sorpresa muy agradable. A veces parece como si el pasado no fuera el pasado. Se tiene la impresión de que lo que se está haciendo ya se ha hecho antes. Cuando llamó míster Farr y fui a abrirle, tuve la impresión de que iba a encontrarme con míster Harry. Y lo mismo me ocurrió luego. Siempre tengo la impresión de que estoy haciendo algo que ya he hecho antes.

—Es muy interesante, mucho —dijo Poirot. Tressilian le dirigió una mirada de agradecimiento. Johnson, algo impaciente, carraspeó, interviniendo en la conversación:

—Nos interesa comprobar ciertas declaraciones —dijo-. Tengo entendido que cuando sonó aquel ruido arriba, sólo míster Alfred y míster Harry se encontraban en el comedor. ¿Es verdad eso?

—No puedo decírselo, señor. Cuando serví el café, todos los caballeros estaban en el comedor, pero eso fue un cuarto de hora antes.

—Míster George Lee fue a telefonear. ¿Estaba usted enterado de eso?

—Estoy seguro de que alguien telefoneó. El timbre de llamada está en el office, y cuando se llama desde la casa se oye un ligero repiqueteo. Recuerdo que oí ese ruido, pero no presté ninguna atención.

—¿No se acuerda de cuándo fue que lo oyó?

—No. Sólo sé que lo oí después de haber servido el café a los señores.

—¿Y sabe dónde estaban las señoras en el momento a que me refiero?

—La esposa de míster Alfred estaba en el salón cuando entré a buscar la bandeja del café. Eso fue un minuto o dos antes de que se oyeran los gritos arriba.

—¿Qué estaba haciendo? —preguntó Poirot.

—Estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera.

—¿Ninguna de las otras señoras estaba con ella?

—No, señor.

—¿Sabe usted dónde estaban?

—No podría decirlo.

—¿Sabe dónde estaban los demás miembros de la familia?

—Creo que míster David estaba tocando el piano en la sala de música, que se halla inmediata al salón.

—¿Le oyó tocar?

—Sí, señor. —El mayordomo se estremeció-. Precisamente estaba interpretando la Marcha Fúnebre. Recuerdo que en aquellos momentos me hizo estremecer.

—Es curiosa la coincidencia—comentó Poirot-. Y en cuanto a ese Horbury, ¿podría usted jurar que a las ocho de la noche estaba fuera de la casa?

—¡Oh, sí! Se marchó poco después de llegar míster Sugden. Lo recuerdo porque rompió una taza. En once años que yo las fregaba nunca había roto una.

—¿Y qué hacía míster Horbury con las tazas? —preguntó Poirot.

—En realidad no era trabajo suyo tocarlas —declaró el mayordomo-. Las estaba admirando, pues son de excelente calidad, y al mencionar yo a míster Sugden la dejó caer.

—¿Pronunció usted el nombre de míster Sugden o se refirió a la policía? —preguntó Poirot.

Tressilian pareció ligeramente sobresaltado.

—Ahora que recuerdo, dije que había llegado el señor inspector.

—¿Y Horbury rompió la taza? —sonrió Poirot.

—Parece significativo —declaró el jefe de policía-. ¿Hizo Horbury alguna pregunta acerca del motivo de la visita del señor inspector?

—Sí, señor. Preguntó qué venía a hacer. Yo le dije que venía a solicitar un donativo para el Orfanato de la Policía y que míster Lee le había hecho subir a su habitación.

—¿Pareció aliviado Horbury al contestar usted eso?

—Ahora que usted lo dice, recuerdo que sí. Su expresión cambió en seguida. Hizo algunos comentarios poco respetuosos acerca de la liberalidad de míster Lee, y salió de casa.

—Está comprobado por las declaraciones de la cocinera y las demás sirvientas —dijo Sugden.

—Bien. Ahora, Tressilian, ¿podría decirme si es posible que Horbury volviese a entrar en la casa sin que nadie le viera?

—Lo dudo mucho, señor. Todas las puertas están cerradas por dentro.

—¿Y si tenía la llave de alguna de ellas?

—Eso no es posible. Además, todas las puertas tienen corridos los cerrojos.

—Pues, ¿cómo iba a entrar al volver?

—Por la puerta de servicio. Todos los criados entramos por allí.

—Entonces pudo volver a entrar por ese sitio, ¿no?

—No sin atravesar la cocina. Y la cocina debía estar ocupada hasta las nueve y media o las diez.

—Está bien, Tressilian. Muchas gracias por todo.

El viejo mayordomo salió de la habitación, saludando a los tres hombres. Un momento después volvió a entrar, anunciando:

—Horbury acaba de llegar, míster Johnson. ¿Desea usted que le haga pasar?

—Sí, haga el favor de decirle que venga.

Capítulo XVII

Sidney Horbury entró en la habitación. Se hallaba evidentemente nervioso. Se restregaba las manos una contra la otra y dirigía rápidas miradas a su alrededor.

Después de las preguntas de ritual acerca de su persona y ocupación en la casa, el coronel preguntó:

—¿A qué hora salió usted de aquí y adónde fue?

—Salí de la casa poco antes de las ocho. Fui al Superb, a cinco minutos de aquí. Pasaban la película Amor en la vieja Sevilla.

Other books

The Lost Night by Jayne Castle
Love Never-Ending by Anny Cook
The Better Man by Hebert, Cerian
One Year in Coal Harbor by Polly Horvath
El Mago by Michael Scott
Good Morning, Gorillas by Mary Pope Osborne
Broken by Matthew Storm
Dance Until Dawn by Berni Stevens
Whole Health by Dr. Mark Mincolla
A Noble Radiance by Donna Leon