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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (42 page)

BOOK: No abras los ojos
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Se llevó los cuatro DVD al estudio, abrió Google Earth en su portátil y buscó «Badger Lane, Tambury, Nueva York». Treinta segundos más tarde estaba viendo una foto de satélite de la propiedad de Ashton junto con cotas de altitud y la orientación. Incluso la mesa de té del patio era identificable.

Gurney eligió el punto aproximado del bosque donde suponía que estaría el tronco visible del árbol. Usando los puntos de orientación de Google, calculó la dirección de la mesa al árbol. La dirección era de ochenta y cinco grados, casi directamente al este.

Pasó los DVD. El último estaba etiquetado «Este a noreste». Lo puso en el reproductor que estaba enfrente del sofá, localizó el momento en que Jillian Perry había entrado en la cabaña y se acomodó para prestar su total atención a los siguiente catorce minutos de vídeo.

Lo vio una vez, dos, con creciente desconcierto. Luego lo vio otra vez, esta tercera dejando que llegara hasta el punto en que Luntz, el jefe de la Policía local, había cerrado la escena y habían llegado los policías del estado.

Algo estaba mal. Más que mal. Era imposible.

Llamó a Hardwick, quien, sin ninguna prisa, respondió al séptimo tono.

—¿Qué puedo hacer por ti, campeón?

—¿Cómo de seguro estás de que las cintas originales de la recepción de boda están completas?

—¿Qué quiere decir «completas»?

—Una de las cuatro cámaras fijas estaba situada de manera que su campo de visión cubría la cabaña y una amplia extensión de bosque a la izquierda de la cabaña. La extensión de bosque incluye todo el espacio que Flores tenía que pasar para dejar el arma homicida donde la dejó.

—¿Y?

—Y hay un tronco de árbol en la parte de atrás de esa zona que es visible a través de huecos en el follaje desde el ángulo del patio, que también es el ángulo de una de las cámaras.

—¿Y?

—Ese tronco, repito, está en la parte de atrás de la ruta que Flores habría tomado para colocar el machete donde se encontró. Ese tronco se ve de manera clara y continua en el vídeo de alta definición grabado por esa cámara.

—¿Adónde quieres llegar?

—He visto el vídeo tres veces para estar absolutamente seguro. Jack, nadie pasó por delante de ese árbol.

Hardwick sonó apagado.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. ¿Hay alguna posibilidad de que el machete del bosque no fuera el arma homicida?

—Era una coincidencia perfecta de ADN. La sangre fresca en el machete era de Jillian Perry. El factor de error es de menos de uno entre un millón. Por no mencionar que el informe del forense se refiere a un golpe fuerte con una cuchilla pesada y afilada. ¿Y cuál es la alternativa? ¿Que Flores se deshizo en secreto de un segundo machete ensangrentado, la verdadera arma homicida, después de pasar parte de la sangre de ese al primero? Pero, de todos modos, tenía que ir allí a dejarlo donde lo encontramos. Me refiero a… ¿De qué demonios estamos hablando? ¿Cómo no iba a ser el arma homicida?

Gurney suspiró.

—Así que básicamente estamos ante una situación imposible.

48
Recuerdos perfectos

«
S
i los hechos se contradicen entre sí, algunos de ellos no son hechos.»

Uno de sus instructores de la academia del Departamento de Policía de Nueva York había hecho esa observación un día en clase. Gurney nunca la había olvidado.

Si iba a sacar conclusiones sobre el contenido del vídeo, necesitaba poner a prueba su objetividad un poco más. En la funda del DVD constaba el número de teléfono de la empresa, Perfect Memories, que se había ocupado de la grabación.

Marcó el número y dejó un mensaje en el que mencionaba los nombres de Ashton y Perry. Apenas había concluido cuando su teléfono sonó y Perfect Memories apareció en el identificador de llamadas.

—¿En qué puedo ayudarle?—le preguntó una voz femenina profesionalmente agradable y alerta.

Gurney explicó quién era y cómo estaba intentando ayudar a Val Perry, madre de la difunta novia, y lo importante que creía que sería el material de vídeo producido por Perfect Memories para capturar al psicópata que había matado a Jillian y ayudar a la familia a cerrar el duelo. Lo único que necesitaba era una respuesta absolutamente cierta a una pregunta, pero necesitaba oírla de la persona que supervisó el proyecto.

—Yo soy esa persona.

—¿Y usted es…?

—Jennifer Stillman. Soy directora gerente.

Directora gerente. Sonaba a título británico. Un bonito toque para el mercado de clase alta.

—Lo que necesito saber, Jennifer, es si hubo pausas en las grabaciones originales.

—Rotundamente no. —Su respuesta fue escueta e inmediata.

—¿Ni siquiera durante una fracción de segundo?

—Rotundamente no.

—Parece muy segura. ¿La pregunta ha surgido antes?

—La pregunta no, pero sí el requisito específico.

—¿Requisito?

—De hecho, en el contrato de producción estaba escrito que el vídeo tenía que cubrir todo el terreno durante toda la recepción, de principio a fin, sin dejar fuera nada en absoluto. Al parecer, la novia lo quería, literalmente, todo grabado, cada centímetro de la recepción durante cada segundo que durase.

El tono de Jennifer Stillman le decía a Gurney que no se trataba de una petición estándar, o al menos que el énfasis de la cliente no era el estándar. Preguntó sobre ello para estar seguro.

—Bueno…—La mujer vaciló—. Diría que era inusualmente importante para ellos. O al menos para ella. Cuando el doctor Ashton nos pasó la petición, parecía un poco…—Una vez más vaciló—. No debería estar diciendo nada de esto. No leo la mente.

—Jennifer, esto es importante. Como sabe, se trata de un caso de homicidio. Mi principal preocupación es que pueda estar seguro de que el DVD contiene un registro de vídeo ininterrumpido, sin que falte nada, sin que falten fotogramas.

—Desde luego no faltan fotogramas. Los agujeros crearían saltos en el código de tiempo y nuestro ordenador lo señalaría.

—Vale, es bueno saberlo. Gracias. Solo una cosa más, ¿estaba empezando a decir algo sobre el doctor Ashton?

—En realidad no. Solo… Era solo que parecía un poco avergonzado de hablar de la obsesión de su prometida con que cada instante de la recepción quedara grabado. Como si quizás estuviera avergonzado por el sentimentalismo romántico o tal vez pensara que era infantil, lo cierto es que no lo sé. No es tarea mía juzgar por qué la gente quiere lo que quiere. El cliente siempre tiene razón.

—Gracias, Jennifer. Ha sido muy útil.

Puede que no fuera parte del trabajo de Jennifer Stillman juzgar por qué la gente quería lo que quería, pero era una gran parte del trabajo de Gurney. Comprender las motivaciones podía ser crucial y en ese momento se le ocurrió una muy rara: una razón por la que una persona podría querer una cobertura total en vídeo era la seguridad. O porque pensaba que el efecto disuasorio de múltiples cámaras que grabaran continuamente impediría que ocurriera algún suceso temido, o porque quería tener un registro irrefutable de cualquier cosa que sucediera.

Y luego estaba la cuestión de quién quería todas las cámaras funcionando. A Gurney no se le había escapado que la solicitud se le había presentado a la señora Stillman como procedente de Jillian, pero ella en persona no había estado presente y la solicitud la había transmitido Ashton. Así que podría haber sido idea de Ashton y haberla presentado como idea de su prometida. Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué importaba de quién había sido la idea?

La posibilidad de que él o ella hubieran estado motivados por la seguridad que ofrecían las cámaras—la posibilidad de que al menos uno de ellos, quizás ambos, tuviera motivos para temer lo que podría ocurrir ese día—era intrigante.

La razón más clara que justificaría su preocupación habría sido Flores, del que se decía que había estado actuando de manera extraña. Tal vez el énfasis en la cámara había venido de Jillian, tal y como había dicho Ashton. Quizás ella tenía razones para temer a Flores. Al fin y al cabo, sus registros de móvil durante las semanas precedentes al asesinato indicaban numerosos mensajes de texto desde el teléfono de Flores, incluido el último, el único que no había borrado: «Por todas las razones que he escrito. Edward Vallory». A la luz del prólogo de la obra de Vallory, el mensaje podía interpretarse como una amenaza. Así que quizá Jillian fue a verlo a la cabaña para discutir algo mucho menos agradable que un brindis de boda.

Cuando Gurney estaba enfrascado en hilvanar indicios, interpretaciones, rumores y saltos lógicos para comprender qué había sucedido en un crimen, en su mente no había espacio para más, cosa que le hacía perder la noción del tiempo y el lugar. Así pues, cuando miró el reloj en la librería del estudio y vio que eran las 17.05 le sorprendió, pero al mismo tiempo no le sorprendió; igual que la rigidez en sus piernas cuando se levantó.

Madeleine todavía no había vuelto. Quizá debería preparar algo para cenar o al menos mirar si ella había dejado algo en la encimera que hubiera que meter en el horno. Se estaba dirigiendo hacia allí cuando sonó el teléfono en su escritorio y retrocedió. El identificador de llamada decía que era Jack Hardwick.

—Caray, superpoli, ¡tienes un amigo muy asqueroso!

—¿Qué significa?

—Espero que no hayas estado cerca de un patio de escuela con este tipo.

Gurney tuvo una desoladora sensación de hacia dónde iba.

—¿De qué coño estás hablando, Jack?

—¡Qué susceptible! ¿Este tesoro es muy amigo tuyo?

—Basta de chorradas. ¿De qué se trata?

—¿El caballero con el que estuviste bebiendo? ¿Cuya copita te llevaste? ¿Cuyas huellas me pediste que comprobara? ¿Te suena familiar, Sherlock?

—¿Qué has descubierto?

—Bastante.

—Jack…

—He descubierto que su nombre es Saul Steck. Nombre profesional: Paul Starbuck.

—¿Y su profesión es…?

—Actualmente ninguna. Al menos que se tenga constancia. Hace quince años era un aspirante a actor de Hollywood. Anuncios en la tele, un par de películas. —Hardwick estaba en modo narrador de cuentos, con pausas dramáticas entre frase y frase—. Entonces tuvo un pequeño problema.

—Jack, puedes ir al grano. ¿Qué pequeño problema?

—Lo acusaron de violar a una menor. Una vez que eso saltó a los medios, empezaron a aparecer más víctimas. Se presentaron contra él varios cargos por violación y abusos sexuales. Le gustaba drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas. Terminó su carrera de actor. Podría haber ido a prisión durante el resto de su vida. Lástima que no fuera así. Es el mejor lugar para esa basura. Sin embargo, el dinero de la familia compró suficientes testimonios de médicos expertos para mandarlo a un hospital psiquiátrico, del que salió discretamente hace cinco años. Desapareció del radar. Dirección actual desconocida. Salvo ¿quizá por ti? Me refiero a que sacaste esa copita de algún sitio, ¿no?

49
Un niño

G
urney estaba de pie junto a las puertas cristaleras de cara a los restos de lavanda de un espectacular atardecer en el que no reparó, tratando de asimilar la última réplica del terremoto Jykynstyl.

Información. Necesitaba información. ¿Qué necesitaba encontrar primero? Debería coger un bloc y escribir una lista de preguntas, empezar a priorizar. Se le ocurrió una de inmediato: ¿quién era el dueño de aquella casa?

Cómo encontrar la respuesta no era tan obvio.

Otra vez la paradoja. Para soltarse de la red, necesitaba saber de quién era la red. Pero si investigaba la pregunta ingenuamente, sin ninguna idea de cuál podría ser la respuesta, podría enredarse aún más. Preguntas sin responder estaban amenazando con hacer que otras preguntas fueran incontestables.

—¡Hola!

Era la voz de Madeleine. Como una voz que te despierta por la mañana, que te sacude y te sitúa en la habitación, en el día específico de la semana.

Gurney se volvió hacia el pasillito que llevaba de la cocina al lavadero.

—¿Eres tú?—preguntó.

Por supuesto que lo era. Una pregunta estúpida. Cuando ella no respondió, la planteó de nuevo, en voz más alta.

Madeleine respondió apareciendo en el umbral de la cocina, con expresión reprobadora.

—¿Acabas de entrar?—preguntó él.

—No, llevo toda la tarde en el lavadero. ¿Qué clase de pregunta es esa?

—No te he oído entrar.

—Y sin embargo—dijo ella con alegría—, aquí estoy.

—Sí—dijo—. Aquí estás.

—¿Estás bien?

—Sí.

Madeleine alzó una ceja.

—Estoy bien—insistió él—. A lo mejor, tengo un poco de hambre.

Ella miró un cuenco de la encimera.

—Las vieiras ya deberían estar descongeladas. ¿Quieres sofreírlas mientras yo pongo el agua para el arroz?

—Claro.

Confiaba en que esa tarea simple le proporcionara al menos una escapatoria parcial del torbellino Saul-Paul, que estaba envolviendo su mente.

Sofrió las vieiras en aceite de oliva, ajo, zumo de limón y alcaparras. Madeleine hirvió un poco de arroz basmati y preparó una ensalada de naranja, aguacate y dados de cebolla roja. A Dave le estaba costando horrores concentrarse, quedarse en la cocina, permanecer en el presente. «Le gusta drogar a niñas de catorce años. Tomaba muchas fotos explícitas.»

En mitad de la cena, Gurney se dio cuenta de que Madeleine había estado describiendo una excursión que había hecho esa tarde por el sinuoso sendero que conectaba sus veinte hectáreas con las ciento cuarenta de su vecino. No había escuchado ni una palabra. Sonrió con ánimo e hizo un esfuerzo tardío por atender.

—… verde sorprendentemente intenso, incluso en la sombra. Y debajo del manto de helechos había florecitas violetas, las más pequeñas que puedas imaginar. —Mientras Madeleine hablaba había una luz en sus ojos más brillante que cualquier luz de la sala—. Casi microscópicas. Como minúsculos copos de nieve azules y violetas.

Copos de nieve azules y violetas. Madre de Dios. La tensión, la incongruencia, la brecha que sentía entre la euforia de su mujer y su angustia casi lo hizo gruñir. El campo de helechos de un perfecto esmeralda de Madeleine y su propia pesadilla de espinas envenenadas. La animada sinceridad de su esposa y su… ¿su qué?

¿Su encuentro con el demonio?

«Calma, Gurney. Calma. ¿De qué diantre tienes tanto miedo?»

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