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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (56 page)

BOOK: No abras los ojos
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—No siempre. Pero supongamos por un momento que su Héctor Flores es en realidad Leonardo Skard. Y supongamos que ser educado por una madre psicótica, promiscua e incestuosa lo hizo más que un poco loco. Supongamos que la organización Skard, a través de Karmala, está implicada en prostitución de lujo y esclavitud sexual, como afirman los contactos del DIC en la Interpol y como confirma la confesión de Jordan Ballston.

—Son muchas suposiciones—intervino Anderson, tratando de sacar otra miga de donut de los pliegues de su servilleta.

—Buenas suposiciones, en mi opinión—afirmó Kline.

—Y si son ciertas—dijo Gurney—, entonces Leonardo parece que ha conseguido el trabajo perfecto.

—¿Qué trabajo perfecto?—preguntó Blatt.

—Uno que combina el negocio de la familia con su odio personal a las mujeres.

La expresión de desconcierto inicial de Kline dio paso al asombro.

—¡El trabajo de un reclutador!

—Exacto —dijo Gurney—. Supongamos que Skard (alias Flores) va a Mapleshade específicamente para identificar y reclutar a mujeres jóvenes a las que se podría convencer para que satisficieran las necesidades sexuales de hombres ricos. Por supuesto, tendría que describir el acuerdo de manera que atrajera las propias necesidades y fantasías de las chicas. Nunca sabrían, hasta que fuera demasiado tarde, que iban a ser entregadas a sádicos sexuales que pretendían matarlas, hombres como Jordan Ballston.

Las pupilas de Blatt se dilataron.

—Eso es extremadamente asqueroso.

—Beneficio y patología van de la mano—dijo Gurney—. He conocido a más de un sicario que piensa en sí mismo como un hombre de negocios que simplemente resulta que se dedica a algo para lo que la mayoría de la gente no tiene estómago. Como embalsamar. Hablaban de ello como si fuera, sobre todo, una fuente de ingresos, y como si solo en un segundo plano se tratara de matar gente. Por supuesto, la verdad es todo lo contrario. Matar es matar. Se trata de un odio terrible que el sicario convierte en un negocio. Quizás es eso ante lo que estamos.

Anderson arrugó su servilleta en una bola.

—Nos estamos poniendo muy teóricos, ¿no?

—Creo que Dave da en el clavo—dijo Holdenfield—. Patología y pragmatismo. Leonardo Skard, en el papel de Héctor Flores, podría estar ganándose la vida organizando la tortura y decapitación de mujeres que le recuerdan a su madre.

Rodriguez se levantó lentamente de su silla.

—Creo que podría ser un buen momento para hacer una pausa. ¿De acuerdo? Diez minutos. Lavabo, café, etcétera.

—Solo una última idea—dijo Holdenfield—. Con todo lo que hablamos respecto a que mataron a Jillian Perry el día de su boda, ¿a alguien se le ha ocurrido que también era el Día de la Madre?
*

68
Buena Vista Trail

K
line, Rodriguez, Anderson, Blatt, Hardwick y Wigg abandonaron la sala. Gurney estaba a punto de seguirlos cuando vio a Holdenfield, todavía en su silla, sacando una serie de fotocopias de su maletín, fotocopias de diversos anuncios de Karmala. Las extendió ante ella. Gurney fue hasta su lado de la mesa y las miró. Esta vez le causaron un impacto diferente: a la luz de las revelaciones de Ballston, parecían más crudas.

—No lo entiendo—dijo—. Mapleshade supuestamente presenta un remedio para las fijaciones sexuales malsanas. Dios mío, si lo que estoy viendo en las caras de estas mujeres jóvenes refleja el beneficio de la terapia, ¿cómo diablos eran antes?

—Peor.

—¡Cielo santo!

—He leído algunos de los artículos académicos de Ashton. Sus objetivos son modestos. Mínimos, en realidad. Sus críticos dicen que su enfoque linda con lo inmoral. Muchos terapeutas no lo soportan. No pretende lograr grandes cambios en sus pacientes, parece conformarse con algunos pequeños. Uno de sus comentarios en un seminario profesional se hizo famoso, o tristemente famoso. Disfruta asombrando a sus colegas. Dijo que si podía convencer a una niña de diez años de que le hiciera una felación a su novio de doce en lugar de a su primo de ocho, consideraría que la terapia era un éxito absoluto. En algunos círculos, ese enfoque es un poco polémico.

—Progreso y no perfección, ¿eh?

—Exacto.

—Aun así, cuando miro estas expresiones…

—Una cosa que ha de recordar es que el porcentaje de éxito en ese campo no es alto. Estoy seguro de que incluso Ashton fracasa más veces de las que triunfa. Es la realidad. Cuando tratas con delincuentes sexuales…

Pero Gurney había dejado de escucharla.

«Dios mío, ¿cómo no me había fijado antes?»

Holdenfield lo estaba mirando.

—¿Qué pasa?

Él no respondió inmediatamente. Había que pensar en aquello, decidir cuánto decir. Eran decisiones cruciales. Pero tomar cualquiera en ese momento se escapaba a su capacidad. Se había quedado casi paralizado al darse cuenta de que la habitación de la foto era la misma en la que había entrado para esconderse del personal de limpieza la noche en que recuperó su copita de absenta. Solo la había visto una fracción de segundo al encender y apagar la luz para orientarse. En ese momento había tenido una extraña sensación de
déjà vu
, porque ya había visto la distribución del cuarto en la foto de Jillian en la pared de Ashton, pero esa noche en la casa de arenisca no había podido juntar las dos imágenes.

—¿Qué ocurre?—repitió Holdenfield.

—Es difícil de explicar—dijo, lo cual era en gran medida cierto.

Su voz era tensa. No podía apartar la mirada del anuncio que tenía más cerca. La chica estaba agachada en una cama deshecha, con aspecto exhausto y al mismo tiempo incansable, incitante, amenazante, provocativa. Le sacudió el recuerdo de un retiro religioso en su primer año en St. John Francis: un sacerdote de ojos desorbitados pronunciando un sermón sobre el fuego del Infierno. Un fuego que arde durante toda la eternidad, que devora los gritos de tu carne como una bestia cuya hambre crece a cada mordisco.

Hardwick fue el primero en volver a la sala de conferencias. Miró a Gurney, la foto del anuncio y a Holdenfield, y pareció sentir de inmediato la tensión en el aire. Wigg regresó a continuación y ocupó su sitio delante de su portátil, seguida por un taciturno Anderson y un ansioso Blatt. Kline entró hablando por el teléfono móvil, y Rodriguez tras él. Hardwick se sentó enfrente de Gurney, observándolo con curiosidad.

—Muy bien—dijo Kline, otra vez con el aire de un hombre que consigue lo que busca—. Volvamos a ponernos en marcha. Respecto a la cuestión de la verdadera identidad de Héctor Flores: Rod, creo que había un plan para llevar a cabo nuevas entrevistas a los vecinos de Ashton, para asegurarnos de que no se nos pasara por alto ningún detalle sobre Flores la primera vez. ¿Cómo va eso?

Rodriguez por un momento pareció que iba a decir que aquello era una pérdida de tiempo, pero se volvió hacia Anderson.

—¿Algo nuevo al respecto?

Anderson cruzó los brazos sobre el pecho.

—Ni un solo hecho nuevo significativo.

Kline lanzó a Gurney una mirada desafiante, ya que la idea de volver a hacer los interrogatorios había sido suya.

Gurney se concentró de nuevo en la discusión y se volvió hacia Anderson.

—¿Ha logrado separar el material de testigos directos, que es escaso, del material de rumores, que es interminable?

—Sí, lo hemos hecho.

—¿Y?

—Hay un problema con los datos de testigos directos.

—¿Cuál es?—intervino Kline con brusquedad.

—La mayoría de los testigos directos están muertos.

Kline pestañeó.

—Repítalo.

—La mayoría de los testigos directos están muertos.

—Dios, le he oído. Explique qué significa eso.

—O sea, ¿quién habló directamente con Héctor Flores, o con Leonardo Skard o comoquiera que se llame ahora? ¿Quién tuvo contacto cara a cara? Jillian Perry, y está muerta. Kiki Muller, y está muerta. Las chicas a las que Savannah Liston vio hablando con él cuando estaba trabajando en los arriates de Ashton en Mapleshade, y han desaparecido, posiblemente están muertas, si han terminado con tipos como Ballston.

Kline parecía escéptico.

—Creía que la gente lo vio en el coche con Ashton o en la ciudad.

—Lo que vieron fue a alguien con sombrero de vaquero y gafas de sol—dijo Anderson—. Ninguno de ellos puede proporcionar una descripción física que valga una mierda, perdón por mi lenguaje. Tenemos un cargamento de anécdotas extravagantes, pero nada más. Parece que todo el mundo cuenta historias que alguien le ha contado.

Kline asintió.

—Eso encaja perfectamente con la reputación de los Skard.

Anderson lo miró de soslayo.

—Se supone que eliminan sin piedad a los testigos reales. Parece que todos los que pueden señalar a los chicos Skard terminan muertos. ¿Qué opina, Dave?

—Disculpe, ¿qué?

Kline lo miró de manera extraña.

—Preguntaba si piensa que la disminución del número de personas que podrían identificar a Flores refuerza la idea de que podría ser uno de los Skard.

—A decir verdad, Sheridan, en este momento no sé qué pensar. No dejo de preguntarme si hay alguna cosa cierta en todo lo que se me ocurre en este caso. Temo que me estoy perdiendo algo que lo explicaría todo. He trabajado en muchos casos de homicidio a lo largo de los años y nunca he visto uno que encaje peor que este. Es como si hubiera un elefante en una sala y nadie fuera capaz de verlo.

Kline se echó hacia atrás, reflexivo.

—Esto puede que no sea el elefante en la sala, pero tengo una pregunta que me ha estado inquietando, acerca de las chicas desaparecidas. Comprendo la cuestión del coche, que las chicas son todas legalmente adultas, que les dijeron a sus padres que no las buscaran, pero… ¿no les parece peculiar que ni un solo padre lo haya notificado a la Policía?

—Me temo que hay una respuesta triste y simple a esa pregunta—dijo Holdenfield poco a poco, después de un largo silencio. El tono extrañamente suave de su voz atrajo la atención de todos—. Dada una explicación plausible para la partida de sus hijas y una petición de no establecer más contacto, sospecho que los padres se sintieron, en secreto, complacidos. Muchos padres de niños agresivos, problemáticos, sienten un terrible temor que no se atreven a reconocer: quedarse empantanados para siempre con sus pequeños monstruos. Cuando los monstruos terminan por irse, por la razón que sea, creo que los padres sienten, en el fondo, cierto alivio.

Rodriguez parecía mareado. Se levantó en silencio y se dirigió a la puerta con semblante ceniciento. Gurney suponía que Holdenfield había pinchado de pleno en el nervio más sensible del capitán, un nervio que ya habían expuesto y aporreado desde el momento en que el caso había virado de la caza de un jardinero mexicano a una investigación en torno a relaciones familiares desordenadas y mujeres jóvenes enfermas. Ese nervio había estado tan pinzado durante la última semana que quizá no era sorprendente que un hombre como aquel, tan susceptible, se estuviera convirtiendo en un caso perdido.

La puerta se abrió antes de que Rodriguez llegara a ella. Gerson entró con un matiz de alarma en su rostro enjuto y le bloqueó el paso.

—Disculpe, señor, hay una llamada urgente.

—Ahora no—murmuró Rodriguez con vaguedad—. Quizás Anderson… o alguien…

—Señor, es una emergencia. Otro homicidio relacionado con Mapleshade.

Rodriguez la miró.

—¿Qué?

—Un homicidio…

—¿Quién?

—Una chica llamada Savannah Liston.

Dio la impresión de que todos tardaban unos segundos en asimilar la noticia, como si la estuvieran escuchando a través de una traducción.

—Bien—dijo al fin el capitán, y siguió a Gerson al exterior de la sala.

Cuando regresó al cabo de cinco minutos, las vagas especulaciones que habían estado a la deriva en torno a la mesa en su ausencia fueron reemplazadas por una ansiosa atención.

—Muy bien. Está aquí todo el que tiene que estar aquí—anunció Rodriguez—. Solo voy a decir esto una vez, así que les sugiero que tomen notas.

Anderson y Blatt sacaron blocs idénticos y bolígrafos. Los dedos de Wigg estaban preparados sobre el teclado del portátil.

—Era el jefe de Policía de Tambury, Burt Luntz. Ha llamado desde donde se encuentra en este momento, un bungaló alquilado por Savannah Liston, empleada de Mapleshade. —Había fuerza y determinación en la voz del capitán, como si la tarea de transmitir la información lo hubiera puesto, al menos de manera temporal, en terreno firme—. Aproximadamente a las cinco de la mañana, el jefe Luntz recibió una llamada telefónica en su casa. Con lo que le sonó como acento español, el que llamó dijo:

«Buena Vista número setenta y siete. Por todas las razones que he escrito». Cuando Luntz preguntó quién llamaba, su respuesta fue: «Edward Vallory me llama el jardinero español». En ese momento colgó.

Anderson miró con el ceño fruncido su reloj.

—¿Fue a las cinco de la mañana, hace diez horas, y nos enteramos ahora?

—Por desgracia, a Luntz la llamada no le disparó ninguna alarma. Solo supuso que se habían equivocado de número, que el tipo estaba borracho, o quizás ambas cosas. No conoce los detalles de nuestra investigación, así que las referencias a Edward Vallory no significan nada para él. Más tarde, hace media hora, recibió una llamada del señor Lazarus, de Mapleshade, en la que le decían que tenían una empleada, normalmente responsable, que no se había presentado a trabajar y que no cogía el teléfono, y teniendo en cuenta todas las locuras que estaban pasando preguntó si no podría Luntz enviar un coche patrulla para asegurarse de que todo iba bien. Cuando Lazarus le dio la dirección del número setenta y ocho de Buena Vista Trail, a Luntz se le encendió la luz y acudió en persona.

Kline estaba inclinado hacia delante en su silla, como un atleta a punto de emprender una carrera.

—¿Y encontró a Savannah Liston muerta?

—Encontró la puerta de atrás sin cerrar con llave y a Liston sentada a la mesa de la cocina. El mismo escenario que en el caso de Jillian Perry.

—¿Exactamente el mismo?—preguntó Gurney.

—Al parecer.

—¿Dónde está Luntz ahora?—preguntó Kline.

—En la cocina, con algunos agentes de la Policía de Tambury en camino para cerrar el perímetro y asegurar la escena. Él ya ha registrado la casa, por encima, solo para verificar que no había nadie más presente. No ha tocado nada.

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