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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (51 page)

BOOK: No abras los ojos
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Concluyó:

—O usted o Kline han de contactar durante la próxima hora con el fiscal del distrito de Palm Beach para conseguir dos cosas. Primera, asegurarse de que el Departamento de Policía de esa localidad disponga de suficientes recursos para encontrar el barco de Ballston y ponerlo bajo el microscopio lo antes posible. Segunda, convencer al fiscal de Palm Beach de que la manera de funcionar es la cooperación plena. Ha de ser muy convincente sobre la cuestión de que Nueva York tiene la parte más grande de este caso, y que quizás haya que llegar a un acuerdo con Ballston para que nos lleve a Karmala Fashion, o a la organización que esté en la raíz de lo que demonios esté pasando.

—¿Cree que el fiscal de Florida va a renunciar a Ballston para facilitarle la vida a Sheridan?—Su tono dejaba claro que consideraba absurda esa idea.

—No estoy hablando de que renuncie. Estoy hablando de convencer a Ballston de que le espera, con absoluta certeza, la inyección letal, a menos que coopere. Y de inmediato.

—¿Y si coopera?

—Si lo hace, completa y sinceramente, sin reservas, se podrían considerar otros resultados.

—Es una venta difícil. —Su tono daba a entender que si él fuera el fiscal de Florida sería imposible.

—Conseguir que Ballston hable podría ser nuestra única oportunidad—dijo Gurney.

—¿Nuestra única oportunidad para qué?

—Hay un montón de chicas desaparecidas. A menos que dobleguemos a Ballston, dudo mucho que encontremos viva a ninguna de ellas.

La intensidad del día pasó factura a Gurney en el tramo final de su viaje a casa, y su cerebro empezó a apagarse. Con los motores del avión zumbando en sus oídos como un ruido blanco y amorfo que le hacía perder contacto con el presente, vagó a la deriva a través de escenas desagradables y momentos deshilvanados que no había recordado desde hacía una década: las visitas que hizo a Florida después de que sus padres se trasladaran del Bronx a una casita alquilada en Magnolia, una pequeña localidad que parecía ser la esencia de lo lóbrego y lo putrefacto; una cucaracha del tamaño de un ratón escabulléndose bajo la capa de hojas en descomposición en el porche de la casa; agua del grifo que tenía gusto a alcantarilla, y sus padres, que insistían en que no sabía a nada; las veces que su madre lo llevaba aparte para quejarse con lágrimas de amargura de su matrimonio, de su padre, del egoísmo de su padre, de sus migrañas, de su insatisfacción sexual.

Aquellos sueños inquietos, recuerdos oscuros y su creciente deshidratación dejaron a Gurney en un estado de depresión ansiosa durante el resto del vuelo. En cuanto bajó del avión en Albany, compró una botella de agua de un litro al precio inflado del aeropuerto y se bebió la mitad de camino al cuarto de baño. Entró en el aseo para silla de ruedas, que era relativamente espacioso, y se quitó sus elegantes pantalones, el polo y los mocasines. Abrió la caja de Giacomo Emporium que contenía su ropa y se la puso. Luego dejó la ropa nueva en la caja y, cuando salió del aseo, la tiró en el cubo de basura. Fue al lavabo y se quitó el gel del cabello con abundante agua. Se secó con fuerza con una toalla de papel y se miró en el espejo, asegurándose de que era él mismo otra vez.

Eran exactamente las 18.00, según el reloj de la cabina del aparcamiento, cuando pagó los doce dólares y se levantó la barrera de rayas amarillas. Se dirigió hacia la I-88 Oeste con el sol vespertino destellando a través del parabrisas.

Al llegar a la salida de la carretera del condado que conducía desde la interestatal a través de los Catskills septentrionales hasta Walnut Crossing, ya había pasado una hora; se había terminado el litro de agua y se sentía mejor. Siempre le sorprendía que una cosa tan simple—no había nada más simple que el agua—tuviera tal capacidad para calmar sus pensamientos. Poco a poco fue mejorando, y cuando llegó al camino que serpenteaba a través de las colinas hasta su granja, ya se sentía casi normal.

Entró en la cocina justo cuando Madeleine estaba sacando una bandeja del horno. La dejó encima de la cocina, miró a su marido con las cejas levantadas y dijo con algo de sarcasmo:

—Menuda sorpresa.

—Yo también me alegro de verte.

—¿Te apetece cenar?

—Te decía en la nota que te he dejado esta mañana que estaría en casa para la cena, y aquí estoy.

—Felicidades—dijo Madeleine, sacando otro plato de uno de los armarios altos y poniéndolo al lado del que ya estaba en la encimera.

Dave la miró con los ojos entrecerrados.

—Quizá deberíamos intentarlo otra vez. ¿Puedo salir y volver a entrar?

Ella le devolvió una parodia ampliada de su expresión, pero luego la suavizó.

—No. Tienes razón. Aquí estás. Coge cuchillo y tenedor, y comamos. Tengo hambre.

Entre los dos sirvieron los platos de la bandeja de verduras asadas y muslos de pollo y los llevaron a la mesa redonda, junto a la puerta cristalera.

—Creo que hace el calor suficiente para abrirla—dijo, y lo hizo.

Al sentarse, los envolvió un aire refrescante, dulce. Madeleine cerró los ojos y una sonrisa a cámara lenta le arrugó las mejillas. En la quietud, Gurney pensó que podía oír el leve arrullo de las huilotas en los árboles del otro lado del prado.

—¡Qué maravilla!—exclamó Madeleine casi en un susurro. Luego suspiró, abrió los ojos y empezó a comer.

Al menos pasó un minuto antes de que hablara otra vez.

—Bueno, cuéntame cómo te ha ido el día—dijo, mirando una chirivía en la punta del tenedor.

Gurney pensó en ello, frunciendo el ceño.

Madeleine esperó y lo observó.

Él colocó los codos en la mesa y entrelazó los dedos delante de la barbilla.

—¿El día? Bien. Lo más destacado fue el momento en que el psicópata se deshizo en risitas. Se le ocurrió una imagen graciosa. Una imagen en la que salían dos mujeres a las que había violado, torturado y decapitado.

Madeleine examinó su expresión, con los labios apretados.

Al cabo de un rato, él dijo:

—Así que ha sido esa clase de día.

—¿Has conseguido lo que esperabas?

Se frotó el nudillo de su índice lentamente por los labios.

—Eso creo.

—¿Significa eso que has resuelto el caso Perry?

—Creo que tengo parte de la solución.

—Enhorabuena.

Se hizo un largo silencio entre ellos.

Madeleine se levantó, recogió los platos y a continuación los cuchillos y tenedores.

—Ha llamado hoy.

—¿Quién?

—Tu cliente.

—¿Val Perry? ¿Has hablado con ella?

—Dijo que estaba devolviendo tu llamada, que tenía a mano tu número de casa pero no el del móvil.

—¿Y?

—Y quería que supieras que no tienes que molestarla por tres mil dólares. «Debería gastar lo que demonios necesite gastar para encontrar a Héctor Flores.» Textual. Parece el cliente ideal. —Se oyó el ruido de los platos cuando Madeleine los dejó en el fregadero—. ¿Qué más se puede pedir? Oh, por cierto, hablando de decapitación…

—¿Hablando de qué?

—Tu hombre en Florida que decapita gente… Acaba de recordarme que te pregunte por la muñeca.

—¿La muñeca?

—La de arriba.

—¿Arriba?

—¿Qué es esto, el juego del eco?

—No sé de qué estás hablando.

—Te estoy preguntando sobre la muñeca que está en la cama de mi cuarto de costura.

Gurney negó con la cabeza, levantando las palmas de las manos en ademán desconcertado.

Hubo un destello de preocupación en los ojos de Madeleine. —La muñeca. La muñeca rota de la cama. ¿No sabes nada de eso?

—¿Te refieres a una muñeca de niña?

La voz de Madeleine se alzó, alarmada.

—¡Sí, David! ¡Una muñeca de niña!

Gurney se levantó y caminó deprisa hacia las escaleras del vestíbulo, las subió de dos en dos, y en cuestión de segundos estaba de pie en el umbral del dormitorio desocupado que Madeleine usaba para sus labores de costura. El anochecer agonizante solo proyectaba una luz tenue y gris sobre la cama de matrimonio. Gurney pulsó el interruptor de la pared y una lámpara de la mesita de noche le proporcionó toda la iluminación que necesitaba.

Había una muñeca corriente apoyada en una de las almohadas. Sentada, sin ropa. No tenía nada de especial, salvo el hecho de que le habían quitado la cabeza, que habían colocado sobre la colcha, de cara al cuerpo.

62
Temblores

E
l sueño se estaba desmontando, resquebrajándose como los compartimentos de un envase frágil, incapaz de seguir manteniendo en su lugar su incontrolable contenido
.

Cada noche su victoria de cimitarra sobre Salomé era menos clara, menos inequívoca. Era como una transmisión de televisión de los viejos tiempos, interrumpida por un programa que tenía una frecuencia similar. Voces que competían y se superponían una y otra vez. Imágenes de Salomé bailando eran sustituidas por vívidos destellos de otra bailarina
.

En lugar de la visión fuerte y tranquilizadora de su misión y su método—el valor y la convicción de Juan el Bautista—había fragmentos de recuerdos, cascos afilados que recordaba de momentos abrumadoramente familiares, nauseabundamente familiares
.

Una mujer bailando, levantándose el vestido de seda, mostrando sus piernas largas, enseñando a las niñas a bailar como Salomé, a bailar delante de los niños
.

Salomé bailando samba en una alfombra de color melocotón entre plantas tropicales, hojas enormes y húmedas, goteando. Enseñando a los niños cómo bailar la samba. Cómo agarrarla
.

La alfombra de color melocotón y las plantas tropicales estaban en su dormitorio. Le estaba enseñando samba a él y a su mejor amigo de la escuela. Cómo agarrarla
.

La serpiente se movía de la boca de ella a la suya, buscando, deslizándose
.

Después él vomitó, y ella rio. Vomitó en la alfombra de color melocotón, bajo las plantas tropicales gigantes, sudando, boqueando. El mundo le daba vueltas, tenía arcadas
.

Ella lo llevó a la ducha y apretó sus piernas contra él
.

Ella estaba reptando en la alfombra de color melocotón hacia un niño y una niña, exhausta e infatigable
.

—Espera en el pasillo, cielo. —Jadeando—. Estaré contigo dentro de un minuto. —Su cara brillando de sudor, sonrojada. Se mordió el labio. La mirada desorbitada
.

63
Igual que en la cabaña de Ashton

E
l equipo de investigación del DIC llegó en dos fases: Jack Hardwick a medianoche y el equipo de recogida de pruebas una hora más tarde.

Al principio, los técnicos, con sus monos blancos anticontaminación, se mostraron escépticos ante una escena del crimen donde el único «crimen» era la presencia inexplicable de una muñeca rota. Estaban acostumbrados a la carnaza, a los restos sangrientos del caos y el asesinato. Así que quizás era comprensible que sus primeras reacciones fueran cejas levantadas y miradas de soslayo.

Sus sugerencias iniciales—que un niño de visita podría haber puesto allí la muñeca o que podría tratarse de una broma—quizá fueran comprensibles, pero eso no era tolerable para Madeleine, cuya pregunta directa a Hardwick probablemente habían oído, a juzgar por las expresiones de sus caras.

—¿Están borrachos o solo son estúpidos?

No obstante, una vez que Hardwick los llevó aparte y les explicó el gran parecido de la posición de la muñeca con la del cadáver de Jillian Perry, hicieron un trabajo tan concienzudo y profesional al registrar el escenario como si la habitación hubiera quedado acribillada a balazos.

Los resultados, por desgracia, no aportaban nada. Todo el proceso de peinado fino, toma de huellas y aspirado de fibras y del suelo no resultó en nada de interés. La habitación contenía huellas de una persona, sin duda las de Madeleine. Y lo mismo cabía decir de los pocos pelos encontrados en el respaldo de la silla junto a la ventana donde ella hacía punto. El interior del marco de la ventana contigua, la que le pidieron a Gurney que abriera cuando se quedó atascada, contenía un segundo juego de huellas, sin duda suyas. No las había en el cuerpo ni en la cabeza de la muñeca. Era de una marca popular, que se vendía en todos los Walmart del país. Las puertas de entrada de la planta baja tenían múltiples huellas idénticas a las encontradas en el cuarto. No había ninguna puerta o ventana de la casa que mostrara signos de haber sido forzada. No había huellas en el lado exterior de las ventanas. Un examen con Luma-Lite de los suelos no reveló huellas de pisadas claras que no coincidieran con las del tamaño de zapato de Dave o Madeleine. El examen de todas las puertas, barandillas, encimera, grifos y mandos del lavabo en busca de huellas dactilares acabó con los mismos resultados.

Cuando los técnicos finalmente recogieron su equipo y se marcharon en su furgoneta alrededor de las cuatro de la madrugada, se llevaron la muñeca, la colcha y las alfombrillas que habían retirado de ambos lados de la cama.

—Haremos las pruebas habituales—oyó Gurney que le decían a Hardwick camino de la salida—, pero diez a uno a que no hay nada. —Parecían cansados y frustrados.

Cuando Hardwick volvió a la cocina y se sentó a la mesa frente a él y a Madeleine, Gurney comentó:

—Igual que a la escena en la cabaña de Ashton.

—Sí—dijo Hardwick con una indiferencia producto del agotamiento.

—¿Qué quieres decir?—preguntó Madeleine, hostil.

—El carácter aséptico de todo—dijo Gurney—. Ni huellas ni nada.

Madeleine hizo un ruidito de angustia desde la garganta. Hizo varias inspiraciones profundas.

—¿Y ahora…? ¿Qué se supone que hacemos ahora? Quiero decir, no podemos simplemente…

—Habrá un coche patrulla aquí antes de que me vaya—dijo Hardwick—. Tendréis protección durante al menos cuarenta y ocho horas, no hay problema.

—¿No hay problema?—Madeleine lo miró, sin comprenderlo—. ¿Cómo puedes…?—No terminó la frase, solo negó con la cabeza, se levantó y salió de la cocina.

Gurney la vio marcharse, incapaz de encontrar nada que decir, de tan crispado por la emoción como estaba por lo que había pasado.

La libreta de Hardwick estaba en la mesa, delante de él. La abrió, encontró la página que quería y sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa. No escribió nada, solo repiqueteó con él en la página abierta. Parecía exhausto y vagamente inquieto.

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