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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (60 page)

BOOK: No abras los ojos
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—He oído que no es un hombre de sonrisa fácil—dijo Gurney, recordando la descripción poco halagüeña de Simon Kale.

Aquel empujoncito bastó para abrir una grieta en la pared.

—¿Sonrisa fácil? Dios, no. Bueno, no pasa nada, supongo, pero…

—Pero ¿no es demasiado agradable?—soltó Gurney.

—Es solo que, no lo sé, es como que está en su propio mundo. A veces estás hablando con él y tienes la sensación de que el noventa por ciento de él está en alguna otra parte. Recuerdo una vez…—Dejó la frase a medias al oír el sonido de neumáticos rodando lentamente en la grava.

Todos miraron hacia la pequeña zona de aparcamiento y al monovolumen azul oscuro que estaba deteniéndose junto al coche de Gurney.

—Aquí lo tienen—dijo el vigilante entre dientes.

El hombre que salió del monovolumen tenía una edad indeterminada, pero distaba mucho de ser joven, con rasgos regulares que hacían que su rostro pareciera más artificial que atractivo. Su cabello era tan negro que solo podía ser teñido; el contraste con su piel pálida era asombroso. Señaló la puerta de atrás del monovolumen.

—Por favor, pasen, agentes—dijo al tiempo que subía al asiento del conductor. Su intento de sonrisa, si se trataba de eso, parecía la expresión tensa de un hombre al que la luz del día le resulta desagradable.

Gurney y Hardwick entraron detrás de él.

Lazarus conducía despacio, mirando con intensidad al suelo que tenía delante. Después de unos cientos de metros, trazaron una curva; los pinos dieron paso a una especie de parque de hierba cortada y arces espaciados. El sendero se enderezaba en una alameda clásica, al final de la cual se alzaba una mansión victoriana neogótica con varias edificaciones más pequeñas de diseño similar a ambos lados. Delante de la mansión, el camino se bifurcaba. Lazarus tomó el de la derecha, lo cual los llevó en torno a unos arbustos ornamentales hasta la parte posterior del edificio. Allí el camino bifurcado volvía a unirse en una segunda alameda que continuaba, sorprendentemente, hasta una gran capilla de granito oscuro. Sus ventanas estrechas de vidrio tintado podrían en un día más alegre haber dado la impresión de lápices rojos de tres metros de alto, pero en ese momento a Gurney le parecieron cuchilladas sangrientas en la piedra gris.

—¿La escuela tiene su propia iglesia?—preguntó Hardwick.

—No. Ya no es una iglesia. La desacralizaron hace mucho tiempo. Lástima, en cierto sentido—añadió con un toque de esa desconexión que había descrito el guardia.

—¿Por qué?—preguntó Hardwick.

Lazarus respondió despacio.

—Las iglesias tratan del bien y del mal. Del crimen y del castigo. —Se encogió de hombros. Aparcó delante de la capilla y apagó el motor—. Pero iglesia o no iglesia, todos pagamos por nuestros pecados de una manera o de otra, ¿no?

—¿Dónde está todo el mundo?—preguntó Hardwick.

—Dentro.

Gurney levantó la mirada al imponente edificio, cuya fachada de piedra tenía el color de sombras oscuras.

—¿El doctor Ashton está ahí?—Gurney señaló la puerta en arco de la capilla.

—Les acompañaré. —Lazarus bajó del monovolumen.

Hardwick y Gurney lo siguieron por los escalones de granito y a través de la puerta a un amplio vestíbulo tenuemente iluminado, cuyo olor a Gurney le recordó la parroquia del Bronx de su infancia: una combinación de mampostería, madera vieja y el hollín arcaico de cabos de vela quemados. Era un olor con un extraño poder para transportarlo, que le hacía sentir la necesidad de susurrar, de pisar sin hacer ruido. Se oía un murmullo bajo de numerosas voces, procedente de detrás de un par de pesadas puertas de roble que presumiblemente conducían al espacio principal de la capilla.

Por encima de las puertas, grabadas en un ancho dintel de piedra, se leían las palabras
PUERTA DEL
C
IELO
.

Gurney hizo un gesto hacia las puertas.

—¿El doctor Ashton está ahí dentro?

—No. Las chicas están ahí dentro. Calmándose. Todas están un poco volubles hoy, agitadas por la noticia de la joven Liston. El doctor Ashton está en la galería del órgano.

—¿La galería del órgano?

—Es lo que era. Ahora está reconvertida, por supuesto. En una oficina. —Señaló una entrada estrecha al fondo del vestíbulo, que conducía a los pies de una escalera oscura—. Es la puerta que está en lo alto de esas escaleras.

Gurney sintió un escalofrío. No estaba seguro de si se debía a la temperatura natural del granito o a algo en los ojos de Lazarus, que estaba seguro de que seguían fijos en ellos mientras él y Hardwick subían los misteriosos escalones de piedra.

74
Más allá de la razón

E
n lo alto de la angosta escalera había un pequeño rellano, extrañamente iluminado por una de las estrechas ventanas escarlatas del edificio. Gurney llamó a la única puerta del rellano. Como las puertas del vestíbulo, parecía pesada, lúgubre, poco halagüeña.

—Pasen. —La voz melosa de Ashton sonó forzada.

La puerta, a pesar de su peso y de que parecía que iba a rechinar, se abrió de manera fluida y silenciosa para darles paso a una habitación bien proporcionada que podría haber pasado por el gabinete privado de un obispo. Librerías de castaño ocupaban dos de las paredes sin ventanas. Había una pequeña chimenea de piedra cubierta de hollín con morillos de bronce viejo. Una antigua alfombra persa cubría todo el suelo, salvo un borde de impecable madera de cerezo de dos o tres palmos de ancho alrededor de toda la estancia. Varias lámparas grandes, encima de mesas auxiliares, daban un brillo ambarino a las tonalidades oscuras de la madera.

Scott Ashton estaba sentado con ceño de preocupación tras un escritorio ornado de roble negro, colocado en un ángulo de noventa grados con la puerta. Detrás de él, en un aparador de roble con cabezas de león labradas en las patas, se hallaba la principal concesión de la sala al siglo presente: un gran monitor de ordenador de pantalla plana. Ashton señaló vagamente a Gurney y Hardwick un par de sillas de terciopelo rojo de respaldo alto situadas frente a él, de la clase que uno podría encontrar en la sacristía de una catedral.

—Las cosas no hacen más que empeorar—dijo Ashton. Gurney supuso que se estaba refiriendo al asesinato de Savannah Liston y que estaba a punto de ofrecer algunas palabras vagas de acuerdo o condolencia.

—Francamente—continuó, dándole la espalda—, este nuevo giro que relaciona el caso con el crimen organizado me resulta casi incomprensible.

En ese momento, se fijó en el auricular Bluetooth, que, junto con la extrañeza de sus comentarios, dejó claro que estaba en medio de una llamada telefónica.

—Sí, lo entiendo… Lo entiendo… Me refiero a que cada paso adelante hace que el caso parezca más extraño… Sí, teniente. Mañana por la mañana… Sí… Sí, lo entiendo. Gracias por informarme.

Ashton se volvió hacia sus invitados, pero por un momento pareció perdido en la conversación que acababa de terminar.

—¿Noticias?—preguntó Gurney.

—¿Están informados de esta… teoría de conspiración criminal? ¿Esta… gran trama que podría implicar a mafiosos de Cerdeña?—La expresión de Ashton parecía tensa, entre ansiosa e incrédula.

—Algo he oído—dijo Gurney.

—¿Cree que hay alguna posibilidad de que sea cierta?

—Una posibilidad, sí.

Ashton negó con la cabeza, contempló su escritorio con expresión desconcertada, luego levantó la mirada hacia los dos detectives.

—¿Puedo preguntarles por qué están aquí?

—Solo una corazonada—dijo Hardwick.

—¿Una corazonada? ¿A qué se refiere?

—En todos los casos hay un punto en común donde todo converge. Así que el lugar en sí se convierte en clave. Podría ser de gran ayuda para nosotros dar una vuelta, ver lo que podamos ver.

—No estoy seguro de que…

—Todo lo que ha ocurrido parece tener un vínculo que lo devuelve a Mapleshade. ¿Estaría de acuerdo con eso?

—Supongo. Quizá. No lo sé.

—¿Me está diciendo que no ha pensado en ello?—Había cierta brusquedad en el tono de Hardwick.

—Por supuesto que he pensado en ello. —Ashton parecía perplejo—. Es solo que no puedo… verlo con claridad. Quizás es que me falta distancia.

—¿El apellido Skard significa algo para usted?—preguntó Gurney.

—El detective al teléfono acaba de hacerme la misma pregunta, algo sobre una horrible banda familiar de Cerdeña. La respuesta es no.

—¿Está seguro de que Jillian nunca lo mencionó?

—¿Jillian? No. ¿Por qué iba a hacerlo?

Gurney se encogió de hombros.

—Es posible que Skard fuera el verdadero apellido de Héctor Flores.

—¿Skard? ¿Cómo iba Jillian a saber eso?

—No lo sé, pero aparentemente hizo una búsqueda en Internet para averiguar más sobre ello.

Ashton negó con la cabeza otra vez, y el gesto se pareció a un escalofrío involuntario.

—¿Cuánto más espantoso ha de volverse esto antes de acabar?—Era más un gemido de protesta que una pregunta.

—¿Ha dicho algo al teléfono ahora mismo sobre mañana por la mañana?

—¿Qué? Ah, sí. Otro giro. Su teniente siente que este ángulo de la conspiración lo hace todo más urgente, así que está apretando la agenda para hablar con nuestras estudiantes mañana por la mañana.

—Entonces, ¿dónde están?

—¿Qué?

—Sus estudiantes. ¿Dónde están?

—Oh. Disculpe, es que todo esto ha supuesto un gran… Están abajo, en la capilla. Ha sido un día complicado. Oficialmente, las estudiantes de Mapleshade no tienen comunicación con el mundo exterior. Ni televisión, ni radio, ni ordenadores, ni iPods, ni móviles, nada. Pero siempre hay filtraciones, siempre alguien logra meter algún artefacto u otro, y por supuesto están enteradas de la muerte de Savannah y, bueno, ya se lo pueden imaginar. Así que hemos entrado en lo que un centro más severo llamarían «modo de confinamiento». Por supuesto, no lo denominamos así. Aquí todo está diseñado para que sea más suave.

—Salvo el alambre de espino—dijo Hardwick.

—El objetivo de la alambrada es mantener los problemas fuera, no a la gente dentro.

—Nos estábamos preguntando sobre eso.

—Puedo asegurarle que es por seguridad, aquí no hay nadie encerrado.

—¿Así que ahora mismo están abajo en la capilla?—preguntó Hardwick.

—Exacto. Como dije, les resulta tranquilizante.

—Nunca habría pensado que fueran religiosas—dijo Gurney.

—¿Religiosas?—Ashton sonrió sin humor—. Difícilmente. Hay algo en las iglesias de piedra, las ventanas góticas, la luz apagada… Calman el alma de una manera que no tiene nada que ver con la teología.

—¿Las estudiantes no sienten que las están castigando?—preguntó Hardwick—. ¿Qué pasa con las que no estaban nerviosas?

—Las que están inquietas se calman, se sienten mejor. Las que están bien desde el principio comprenden que son la principal fuente de paz para las otras. En resumen, las inquietas no se sienten señaladas, y las calmadas se sienten valiosas.

Gurney sonrió.

—Tiene que haber dedicado mucho esfuerzo para trazar este método.

—Forma parte de mi trabajo.

—¿Les da un marco de referencia para que comprendan lo que está ocurriendo?

—Puede expresarlo así.

—Como lo que hace un mago—dijo Gurney—. O un político.

—O cualquier predicador competente, o un maestro o un doctor—afirmó Ashton con suavidad.

—A propósito—apuntó Gurney, para comprobar cómo reaccionaría ante un giro brusco en la conversación—, ¿sufrió Jillian alguna herida en los días anteriores a la boda, cualquier cosa que la hubiera hecho sangrar?

—¿Sangrar? No que yo sepa. ¿Por qué lo pregunta?

—Hay una duda respecto a cómo llegó la sangre al machete ensangrentado.

—¿Duda? ¿Cómo? ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que el machete podría no ser el arma homicida.

—No lo entiendo.

—Podrían haberlo dejado en el bosque antes del asesinato de su mujer, no después.

—Pero… me dijeron…, su sangre…

—Algunas conclusiones podrían haber sido prematuras. Pero esta es la cuestión: si dejaron el machete en el bosque antes del crimen, entonces la sangre tenía que haber procedido de Jillian antes del asesinato. La pregunta es: ¿tiene alguna idea de cómo pudo ocurrir eso?

Ashton parecía desconcertado. Tenía la boca abierta. Parecía estar a punto de hablar, pero no lo hizo hasta al cabo de un momento:

—Bueno…, sí, lo sé…, al menos en teoría. Como puede que sepan, Jillian recibía tratamiento por un trastorno bipolar. Tomaba una medicación que requería pruebas de sangre periódicas para garantizar que los parámetros permanecían dentro del rango terapéutico. Le sacaban sangre una vez al mes.

—¿Quién le extraía la sangre?

—Una practicante local. Creo que trabajaba para un proveedor de servicios médicos de Cooperstown.

—¿Y qué hacía con la muestra de sangre?

—La llevaba al laboratorio, donde se realizaba el test de nivel de litio y se hacía el informe.

—¿La llevaba inmediatamente?

—Imagino que hacía varias paradas, su ruta de clientes asignados, fuera cual fuese, y al final de cada día entregaba las muestras en el laboratorio.

—¿Tiene su nombre y el del proveedor del laboratorio?

—Sí. Reviso (revisaba debería decir) una copia del informe del laboratorio cada mes.

—¿Tiene un registro de cuándo se extrajo la última muestra de sangre?

—No tengo un registro específico, pero siempre era el segundo viernes del mes.

Gurney pensó un momento.

—Eso sería dos días antes de que asesinaran a Jillian.

—¿Está pensando que Flores de alguna manera intervino en algún punto del proceso y se hizo con la sangre? Pero ¿por qué? Me temo que no comprendo lo que están diciendo sobre el machete. ¿Qué sentido tiene?

—No estoy seguro, doctor. Pero tengo la sensación de que la respuesta a esas preguntas es la pieza que falta en el centro del caso.

Ashton alzó las cejas de una manera que expresaba más desconcierto que escepticismo. Sus ojos parecían estar moviéndose entre los inquietantes puntos de algún paisaje interior. Al final, los cerró y se recostó en su silla alta, agarrando con las manos los extremos elaboradamente labrados de los reposabrazos, respirando de manera más profunda y controlada, como si estuviera llevando a cabo alguna clase de ejercicio mental de relajación. Pero cuando abrió los ojos otra vez, tenía peor aspecto.

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