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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (57 page)

BOOK: No abras los ojos
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—¿Ha dicho si ha encontrado algo extraño?—preguntó Gurney.

—Una cosa. Un par de botas en la puerta. De las que se ponen encima de los zapatos. ¿Suena familiar?

—Otra vez las botas. Dios santo. Hay algo con las botas. —El tono de Gurney atrajo la atención de Rodriguez—. Capitán, sé que no es mi labor tratar de influir en cómo se distribuyen los recursos, pero ¿puedo hacer una sugerencia?

—Adelante.

—Recomendaría que llevara esas botas inmediatamente a su personal de laboratorio; que se queden aquí toda la noche si hace falta y que hagan todas las pruebas de reconocimiento químico que puedan.

—¿Buscando qué?

—No lo sé.

Rodriguez puso mala cara, pero no tan mala como Gurney temía.

—Basarse en nada es un tiro a ciegas, Gurney.

—Las botas han aparecido dos veces. Antes de que aparezcan de nuevo, me gustaría saber por qué.

69
Callejones sin salida

A
nderson, Hardwick y Blatt fueron enviados a la escena del crimen en Buena Vista, con un equipo seleccionado por la sargento Wigg y una brigada canina. Avisaron a la Oficina del Forense. Gurney preguntó si podía acompañar a la gente del DIC a la escena. Rodriguez, como era previsible, lo rechazó. En cambio, le dio a Wigg la orden de coordinar y acelerar el trabajo de laboratorio con las botas. Kline dijo algo sobre acordar una estrategia de control de daños para una conferencia de prensa programada, y él y el capitán salieron a hablar en privado, dejando a Gurney y Holdenfield solos en la sala de conferencias.

—Así pues…—dijo Holdenfield. Parecía mitad pregunta, mitad observación.

—Así pues…—repitió él.

Holdenfield se encogió de hombros, miró a su maletín, donde había vuelto a dejar sus anuncios de Karmala.

Gurney supuso que ella quería saber más sobre por qué antes se había mostrado tan inquieto. Ya le había dicho que era difícil de explicar. Y todavía no estaba listo para hablar de ello, aún no había calibrado qué implicaba todo aquello, todavía no había calculado hasta dónde podían llegar los daños.

—Es una larga historia—dijo.

—Me encantaría escucharla.

—A mí me encantaría contarla, pero… es complicado. —La primera parte era menos cierta que la segunda. Se preguntó por qué lo había dicho. Sonrió—. Quizás en otra ocasión.

—De acuerdo. —Ella también sonrió—. En otra ocasión.

Sin poder hablar directamente con los técnicos de laboratorio y sin tener ninguna razón para quedarse en las instalaciones de la Policía del estado, Gurney se dirigió a Walnut Crossing.

La información que se había ido acumulando durante el día se arremolinaba en su cabeza.

La confesión surrealista de Ballston, aquella voz elegante emanando de una mente infernal, describiendo cómo había cortado la cabeza de su víctima como una cortesía hacia Karmala; la decapitación de Savannah Liston haciendo eco de la muñeca decapitada en la cama, que a su vez remitía a la novia decapitada en la mesa. Y las botas de goma. Una vez más, las botas. ¿De verdad pensaba que las pruebas de laboratorio revelarían algo? El día lo había dejado demasiado agotado como para saber qué pensar en realidad.

La llamada que recibió de Sheridan Kline cuando estaba terminando un bol de restos de espaguetis añadió hechos, pero no sirvió para avanzar en el caso. Además de repetir todo lo que Rodriguez había transmitido de Luntz, le reveló que la brigada canina había encontrado un machete manchado de sangre en una zona boscosa detrás del bungaló y que el forense estimaba que la muerte se produjo más o menos cuando Luntz había recibido aquella críptica llamada, antes del amanecer.

A lo largo de su carrera, Gurney se había enfrentado a desafíos en numerosas ocasiones. De vez en cuando se había encontrado con casos, como el reciente horror de Mellery, en los cuales creía que podía salir perdedor. Pero nunca se había sentido tan ampliamente superado. Sin duda, tenía una teoría general sobre lo que podría estar pasando y quién podría estar detrás—toda la operación de los Skard, con Héctor Flores reclutando chicas malas para saciar el placer asesino de los hombres más enfermos del mundo—, pero era solo una teoría. E incluso si fuera válida, no se acercaba a explicar la mecánica retorcida de los asesinatos en sí. No arrojaba luz sobre la localización imposible del machete. No explicaba la función de las botas ni la elección exacta de las víctimas.

¿Por qué tenían que morir Jillian Perry, Kiki Muller y Savannah Liston?

Lo peor de todo era que, sin saber por qué habían matado a ninguna de las tres, ¿cómo iban a proteger a quien estuviera en peligro?

Después de agotarse explorando los mismos callejones sin salida una y otra vez, Gurney se quedó dormido a medianoche.

Cuando se despertó siete horas más tarde, un viento a ráfagas levantaba olas de lluvia gris contra las ventanas del dormitorio. La ventana de al lado de su cama, la única de la casa que había dejado sin cerrar, estaba abierta quince centímetros por arriba: no tanto como para que entrara el agua, pero más que suficiente para que se colara un viento que hacía que las sábanas y la almohada se hubieran humedecido.

La atmósfera deprimente, la falta de luz y color en el mundo, lo tentaron a quedarse en la cama, por incómodo que estuviera, pero sabía que sería un error, así que se obligó a levantarse y meterse en el cuarto de baño. Tenía los pies fríos. Abrió el grifo de la ducha.

Gracias a Dios, pensó una vez más, por la magia primigenia del agua.

Limpiadora, restauradora, simplificadora. El chorro cosquilleante le masajeó la espalda y le relajó los músculos del cuello y los hombros. Sus pensamientos nudosos e hiperactivos empezaron a disolverse en la calma del agua. Como las olas besando la arena…, como un opiáceo benigno…, la fuerza del agua en su piel hacía la vida más sencilla y mejor.

70
A plena vista

D
espués de un modesto desayuno de dos huevos con dos rebanadas de pan blanco tostado, Gurney decidió sumergirse una vez más, por tedioso que fuera, en los hechos originales del caso.

Extendió los fragmentos del expediente en la mesa del comedor y, con un gesto de contrariedad, alcanzó el documento con el que había tenido más dificultad en concentrarse cuando lo había repasado todo originalmente. Era un listado de cincuenta y siete páginas de los cientos de páginas que Jillian había visitado en Internet y de los centenares de términos de búsqueda que había introducido en los navegadores de su teléfono móvil y su portátil durante los últimos seis meses de su vida, sobre todo relacionados con destinos de viajes elegantes, hoteles carísimos, coches, joyas.

No obstante, después de que el DIC adquiriera esos datos del ordenador personal y la web, no se había llevado a cabo ningún análisis. Gurney sospechaba que era otro elemento de la investigación que había desaparecido en la grieta que separaba la dirección de Hardwick de la de Blatt. La única indicación de que alguien además de él lo hubiera visto era una anotación manuscrita en la primera página: «Absoluta pérdida de tiempo y de recursos».

De manera perversa, la sospecha de Gurney de que el comentario era del capitán había hecho que prestara aún más atención a cada una de las líneas de esas cincuenta y siete páginas. Y sin eso, podría haber pasado por alto una palabra de cinco letras en la mitad de la página treinta y siete.

Skard.

Surgía otra vez en la siguiente página y, unas páginas más tarde, aparecía en una búsqueda combinada con Cerdeña.

Aquel hallazgo lo animó a seguir buscando. Al acabar repasó otra vez las cincuenta y siete páginas. Fue entonces cuando hizo su segundo descubrimiento.

Las marcas de coches caros que estaban esparcidas entre los términos de búsqueda—marcas que a primera vista se habían mezclado en su mente con nombres de centros turísticos exclusivos,
boutiques
y joyerías en la imagen general de lujo—ahora formaban un patrón especial.

Se dio cuenta de que eran las mismas marcas que habían sido objeto de discusión entre las chicas desaparecidas y los padres de estas.

¿Podía ser una coincidencia?

¿Qué demonios tramaba Jillian?

¿Qué era lo que necesitaba saber de esos coches y por qué? Más importante, ¿qué estaba tratando de descubrir de la familia Skard?

¿Cómo había sabido de su existencia?

¿Y qué clase de relación tenía con el hombre al que ella conocía como Héctor Flores?

¿Era negocio o placer? ¿O algo mucho más retorcido?

Una mirada rápida a las URL de los automóviles reveló que se trataba de webs de marcas que proporcionaban información de modelo, características y precio de los vehículos.

El término de búsqueda «Skard» llevó a una web con información sobre una pequeña ciudad de Noruega, así como a varios otros sitios sin ninguna relación con la familia sarda del crimen organizado. Aquello significaba que Jillian ya había conocido por otra vía la existencia de la familia, o al menos del apellido, y la búsqueda en Internet era un intento de descubrir más.

Gurney volvió a la lista maestra y se fijó en las fechas de las búsquedas de Skard y de los coches. Descubrió que Jillian había visitado páginas de coches meses antes de buscar el nombre de Skard. De hecho, las búsquedas de automóviles se remontaban al inicio del periodo de seis meses documentado, y Gurney se preguntó cuánto tiempo llevaba ella buscando esa clase de datos. Tomó nota para sugerir al DIC que consiguiera una orden de registro de las búsquedas realizadas por Jillian, y que esta se remontara al menos dos años.

Gurney miró por la ventana al paisaje húmedo. Un escenario intrigante, complicado, estaba empezando a cobrar forma, y allí Jillian podría haber desempeñado un papel mucho más activo…

Un rumor grave procedente del camino de debajo del granero interrumpió sus pensamientos. Fue a la ventana de la cocina, que le ofrecía la vista más amplia en esa dirección, y se fijó en que el coche de la Policía se había ido. Miró el reloj y se dio cuenta de que el tiempo bajo protección de cuarenta y ocho horas había expirado. No obstante, otro vehículo, la fuente del ronco ruido de motor, ahora mucho más audible, apareció en el punto donde el camino rural se fundía con el sendero de Gurney.

Era un Pontiac GTO rojo, un clásico de los años setenta. Solo conocía a una persona que tuviera aquel coche: Jack Hardwick. El hecho de que condujera el GTO en lugar de un Crown Victoria negro le indicó que no estaba de servicio.

Gurney fue a la puerta lateral y esperó. Hardwick emergió del auto con vaqueros azules y una camiseta debajo de una chaqueta de motorista bien gastada: un tipo duro retro saliendo de una máquina del tiempo.

—Menuda sorpresa—dijo Gurney.

—Solo he pensado en pasar por aquí, para asegurarme de que no te regalaban ninguna muñeca más.

—Muy sensato; entra.

Dentro, Hardwick no dijo nada, solo dejó que su mirada vagara por la sala.

—Has conducido mucho bajo la lluvia—dijo Gurney.

—Ha parado de llover hace una hora.

—Vaya, supongo que no me he fijado.

—Da la impresión de que tienes la mente en otro planeta.

—Pues así será—dijo Gurney con más brusquedad de la que pretendía.

Hardwick no mostró reacción alguna.

—¿Esa estufa ahorra dinero?

—¿Qué?

—Esa estufa, ¿te ahorra dinero en calefacción?

—¿Y yo qué demonios sé? ¿A qué has venido, Jack?

—¿Un hombre no puede venir a ver a un amigo? ¿Solo para charlar?

—Ninguno de los dos somos de los que se pasan por casa de nadie. Y ninguno de los dos tiene intención de charlar. Así que, dime, ¿a qué has venido?

—El señor quiere ir al grano. Vale, eso lo respeto. Sin pérdidas de tiempo. ¿Qué te parece si preparas café y me ofreces un asiento?

—Bien—dijo Gurney—. Haré café. Siéntate donde quieras.

Hardwick caminó hasta el fondo de la gran sala y estudió la piedra grabada de la vieja chimenea. Gurney enchufó la cafetera y empezó a preparar el café.

Al cabo de unos minutos estaban sentados uno frente al otro en los dos sillones que estaban situados junto al hogar.

—No está mal—dijo Hardwick después de probar el café.

—No, la verdad es que es muy bueno. ¿Qué demonios quieres, Jack?

Dio otro sorbo antes de responder.

—Pensaba que quizá podríamos intercambiar información.

—No creo que tenga nada que merezca la pena intercambiar.

—Oh, sí que lo tienes. Eso no lo dudo. ¿Qué te parece? Tú me cuentas y yo te cuento.

Gurney sintió una inyección de rabia.

—Vale, Jack. ¿Por qué no? Empieza tú.

—He vuelto a hablar con mis amigos de la Interpol. Los he apretado un poco con esa cuestión del Sandy’s Den. ¿Y sabes qué? Él también lo llamaba Allessandro’s Den. En ocasiones una cosa y en ocasiones la otra. ¿Te sorprende?

—¿Cómo iba a sorprenderme?

—La última vez que hablamos estabas casi seguro de que era todo una coincidencia. ¿Ya no piensas eso?

—Supongo que no. No creo que haya tantos Allessandro en el negocio de las fotos de ese tipo, eróticas.

—Exacto. Así que conseguiste tu copita de absenta de Saul Steck, que resulta que trabaja bajo el nombre de Allessandro para Karmala Fashion, haciendo fotos de chicas de Mapleshade que poco después desaparecen. Y ahora, campeón, cuéntame: ¿qué demonios tramas? Y por cierto, mientras me explicas eso, ¿qué te parece si me cuentas la razón por la que pusiste esa cara ayer, cuando estabas mirando por encima del hombro de Holdenfield el anuncio de Karmala?

Gurney se recostó en su sillón, cerró los ojos y se llevó lentamente la taza de café a los labios. Sabía mejor que ningún otro café que hubiera probado desde hacía mucho tiempo. Tomó unos pocos sorbos más antes de abrir los ojos. Todavía sosteniendo la taza delante de la boca, miró a Hardwick. El hombre estaba en una posición idéntica, con la taza levantada, mirando a Gurney. Ambos se rieron a la vez y bajaron las tazas a los reposabrazos de sus sillones.

—Bueno—empezó Gurney—, cuando todo lo demás falla, en ocasiones incluso los perversos han de caer en la sinceridad como única salida.

Dejando a un lado las consecuencias que su relato pudiera acarrear, Gurney continuó contándole a Hardwick la historia completa de Sonya, las fotos artísticas, Jykynstyl y el Rohipnol, incluidos los posteriores mensajes de texto y que había reconocido la habitación de la casa de arenisca en los anuncios de Karmala. Cuando llegó al final, descubrió que el café se le había enfriado, pero aún estaba bueno, así que se lo terminó.

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