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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

No abras los ojos (59 page)

BOOK: No abras los ojos
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Así que había llegado el día; el acontecimiento era inminente; la oportunidad perdida no se volvería a presentar. Disciplina y objetividad debían ser sus consignas. No había tiempo para estremecerse. Debía aferrarse a la realidad
.

Edward Vallory había visto esa realidad con claridad meridiana
.

El héroe de
El jardinero español
no se estremeció
.

Ahora era su turno de asestar el golpe final a las zorras y embusteras, el cuerpo del demonio
.

«Tiene un cuerpo bonito», una frase reveladora. Pensando en la pregunta que plantea. ¿Un cuerpo de qué
?

Voz de la serpiente. Boca que se desliza. Sudor en los labios
.

Sobre las cabezas de estas serpientes, descargaré mi espada de fuego y nadie se escabullirá
.

En el cieno de sus corazones clavaré mi estaca de fuego y ninguno continuará latiendo
.

Así se hará, a la descendencia enferma de Eva se le dará muerte y se pondrá fin a sus abominaciones
.

Por todas las razones que he escrito
.

72
Una capa más

—¿Qué hay de esa cosa zen que siempre decías? Eso de que el problema no surge con las respuestas equivocadas, sino que lo hace con las preguntas equivocadas.

Gurney y Hardwick se dirigían por las estribaciones de los Catskills septentrionales hacia Tambury. Hardwick llevaba un rato en silencio. Sin embargo, ahora había algo en su tono que implicaba que tenía algo más que decir.

—Quizá no deberíamos preguntarnos cómo llevó Héctor el arma homicida de la cabaña al bosque, porque según el vídeo, no lo hizo. Así que tal vez ese es el hecho número uno que hemos de aceptar.

Gurney sintió un pequeño cosquilleo en la nuca.

—¿Cuál crees que es la pregunta correcta?

—Supón que acabamos de hacerla, ¿cómo pudo llegar el machete al lugar donde lo encontramos?

—Muy bien. Es una versión con menos prejuicios de la pregunta, pero no veo…

—¿Y cómo llegó la sangre de Jillian a él?

—¿Qué?

Hardwick hizo una pausa para sonarse la nariz con su habitual entusiasmo. No habló hasta que volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo.

—Estamos suponiendo que es el arma del crimen, porque tiene la sangre de Jillian. ¿Es una suposición segura?

—Ya he recorrido ese camino contigo y no nos ha llevado a ninguna parte.

Hardwick se encogió de hombros, escéptico.

Gurney lo miró.

—¿De qué otra manera podría haber llegado la sangre a él? Y si el machete no salió de la cabaña, ¿de dónde salió?

—¿Y cuándo?

—¿Cuándo?

Hardwick sorbió, sacó otra vez el pañuelo y se sonó la nariz.

—¿Te fías del vídeo?

—Hablé con la compañía que lo hizo y con la gente del laboratorio del DIC que lo analizó. Los expertos me dicen que el vídeo es preciso.

—Si eso es cierto, el machete no podría haber salido de la cabaña entre el asesinato y el momento en que lo encontraron. Punto. Así que no era el arma del crimen. Punto. Y la maldita sangre tuvo que llegar a él de otra manera.

Gurney podía sentir cómo sus pensamientos se estaban reorganizando. Sabía que Hardwick tenía razón.

—Si el asesino pasó por el problema de poner la sangre en el machete—dijo, medio para sus adentros—, eso crearía un nuevo conjunto de preguntas, no solo cómo y cuándo, sino lo que es más importante: por qué.

¿Por qué el asesino se había molestado en construir un engaño tan complejo? En teoría, el propósito de una acción pasada, si esta funcionaba según lo planeado, podía descifrarse de sus resultados. Así pues, se preguntó Gurney, ¿cuáles fueron exactamente los resultados de que pusieran el machete donde estaba con la sangre de Jillian en él?

Respondió su propia pregunta en voz alta.

—Para empezar, lo encontraron rápida y fácilmente. Y todos concluyeron de inmediato que era el arma homicida. Eso abortó cualquier posterior búsqueda de una posible arma. El rastro de olor que conectaba la cabaña con el machete parecía concluyente y probaba que Flores había escapado por esa ruta. La desaparición de Kiki Muller reforzaba la idea de que Flores había abandonado la zona, se supone que en su compañía.

—¿Y ahora…?—preguntó Hardwick.

—Y ahora no hay razón para creer nada de ello. De hecho, todo el escenario del crimen adoptado por el DIC parece haber sido manipulado por Flores. —Hizo una pausa, pensando en lo que aquello podía implicar—. ¡Cielo santo!

—¿Qué pasa?

—La razón por la que Flores asesinó a Kiki y la enterró en su propio patio…

—¿Para que pareciera que había huido con ella?

—Sí. Y eso hace que el asesinato de Kiki parezca la ejecución más fría y más pragmática imaginable.

Hardwick parecía confundido.

—Si era tan pragmático, ¿por qué un método tan espantoso?

—Quizás es otro ejemplo de la motivación doble del asesino: ventaja práctica más patología galopante.

—Más talento para crear mentiras para que la gente las extienda por el vecindario.

—¿Qué clase de mentiras?

Hardwick estaba obviamente excitado.

—Piénsalo. Todo este caso está lleno de historias jugosas desde el principio. ¿Recuerdas la vecina mayor, Miriam, Marina, cómo se llama, la del airedale?

—Marian Eliot.

—Exacto, Marian Eliot, con todas sus historias sobre Héctor: la estrella de la historia de Cenicienta, la estrella de la historia de Frankenstein. Y si lees las transcripciones de las entrevistas a los vecinos, ves a Héctor como el amante latino, y a Héctor como el marica celoso. Incluso tú has añadido la tuya: la historia de Héctor como el vengador de entuertos pasados.

—¿Qué estás diciendo?

—No estoy diciendo nada, estoy preguntando.

—¿Preguntando qué?

—¿De dónde coño salen todas estas historias? Son historias fascinantes, pero…

—Pero ¿qué?

—Pero ninguna de ellas se basa en una prueba sólida.

Hardwick se quedó en silencio, pero Gurney notó que el hombre tenía más que decir.

—¿Y…?—lo instó.

Hardwick negó con la cabeza, como si no quisiera decir nada más, pero habló de todos modos.

—Pensaba que mi primera mujer era una santa. —Se sumió en un silencio distante durante un largo minuto o dos, mirando el paisaje que pasaban, los campos húmedos y las granjas viejas—. Nos contamos historias a nosotros mismos. Pasamos por alto las pruebas reales. Ese es el problema. Así es como funciona nuestra mente. Las historias nos encantan. Necesitamos creerlas. ¿Y sabes qué? La necesidad de creerlas puede ser nuestra perdición.

73
La puerta del Cielo

U
na vez que pasaron la salida de Higgles Road, el GPS de Gurney indicó que llegarían a Mapleshade al cabo de otros catorce minutos. Habían elegido el conservador Outback verde de Gurney, que parecía más apropiado que el GTO rojo de Hardwick, con su ruidoso tubo de escape y su aspecto de coche trucado. El calabobos se había convertido en una lluvia más intensa. Gurney aceleró la velocidad del limpiaparabrisas. Semanas antes, una de las escobillas había empezado a chirriar. Necesitaba cambiarla.

—¿Cómo imaginas a este tipo al que hemos estado llamando Héctor Flores?—preguntó Hardwick.

—¿Te refieres a su cara?

—Todo él. ¿Cómo te lo imaginas?

—Me lo imagino de pie desnudo en una posición de yoga en el pabellón del jardín de Scott Ashton.

—¿Te das cuenta?—dijo Hardwick—. ¿Has leído eso en los resúmenes de las entrevistas? Pero ahora te lo estás imaginando tan vívidamente como si lo estuvieras viendo.

Gurney se encogió de hombros.

—Hacemos eso todo el tiempo. Nuestras mentes no solo conectan los puntos, sino que crean nuevos puntos donde no los había. Como has dicho, Jack, tendemos a amar las historias, la coherencia. —Al cabo de un momento se le ocurrió una idea que en apariencia no estaba relacionada—. ¿La sangre aún estaba húmeda?

Hardwick pestañeó.

—¿Qué sangre?

—La sangre del machete. La sangre que hace un minuto me has dicho que no podía proceder directamente de la escena del crimen, porque el machete no era el arma del crimen.

—Por supuesto que estaba húmeda. O sea… parecía húmeda. Déjame pensar un segundo. La parte que vi parecía húmeda, pero tenía tierra y hojas pegadas.

—¡Dios!—exclamó Gurney—. Esa podría ser la razón…

—¿La razón de qué?

—La razón por la que Flores lo enterró a medias. Enterró el filo. Bajo una capa de hojas y tierra húmeda.

—¿Para que la sangre no se secara?

—O para que no se oxidara de manera notablemente diferente de la sangre que había en torno al cadáver de la cabaña. La cuestión es que si la sangre del machete parecía estar en un estado más avanzado de oxidación que la del vestido de novia de Jillian, eso es algo en lo que tú o los técnicos os habríais fijado. Si la sangre del machete era más vieja que la sangre en torno a la víctima…

—Habríamos sabido que no era el arma del crimen.

—Exactamente. Pero el suelo húmedo en la hoja habría reducido el secado de la sangre, y habría oscurecido cualquier oxidación observable por una diferencia de color respecto a la sangre hallada en la cabaña.

—Y tampoco es algo en lo que el laboratorio habría reparado—dijo Hardwick.

—Por supuesto que no. El análisis de la sangre no se habría hecho hasta el día siguiente como muy pronto y, para entonces, una diferencia de una hora o dos en el tiempo de origen de las dos muestras habría resultado indetectable, salvo que se realizaran pruebas sofisticadas para examinar ese factor en concreto. Pero a menos que tú o el forense lo hubierais advertido, no había ninguna razón para hacerlo.

Hardwick estaba asintiendo poco a poco, con mirada penetrante y reflexiva.

—Eso pone en entredicho algunas de las suposiciones de las que hemos partido, pero ¿adónde nos lleva?

—Buena pregunta—dijo Gurney—. Quizás es solo una indicación más de que todas las hipótesis iniciales de este caso eran erróneas.

La eficiente voz femenina del GPS lo instó a continuar un kilómetro más en línea recta y luego girar a la izquierda.

El giro estaba señalado por un sencillo cartel en blanco y negro en un poste de madera negra:
CAMINO PARTICULAR
. El sendero estrecho pero bien asfaltado pasaba a través de una pineda con ramas que colgaban desde ambos lados, lo cual creaba la sensación de un túnel excavado en la vegetación. A unos ochocientos metros de esta inacabable pérgola natural, pasaron a través de una verja abierta en una alambrada y se detuvieron ante una barrera que estaba bajada. Junto a ella había una bonita cabina de cedro. En la pared que Gurney tenía delante, en un elegante cartel en azul y dorado se leía:
ACADEMIA RESIDENCIAL MAPLESHADE. SOLO VISITAS CONCERTADAS
. Un hombre de constitución gruesa y cabello gris salió de detrás de la cabina. Sus pantalones negros y su camisa gris daban la impresión de formar parte de una suerte de uniforme. Tenía la mirada neutra y apreciativa de un policía retirado. Sonrió con educación.

—¿Puedo ayudarles?

—Dave Gurney e investigador jefe Jack Hardwick, de la Policía del estado de Nueva York. Hemos venido a ver al doctor Ashton.

Hardwick sacó su cartera y extendió su placa del DIC hacia la ventana de Gurney.

El vigilante examinó las credenciales con atención y puso cara avinagrada.

—Muy bien, quédense aquí mientras llamo al doctor Ashton. —Con la mirada fija en los visitantes, el hombre marcó un código en su teléfono y empezó a hablar—. Señor, el detective Hardwick y el señor Gurney están aquí para verle. —Una pausa—. Sí, señor, aquí mismo. —El vigilante les lanzó una mirada nerviosa y habló al teléfono—. No, señor, no hay nadie más con ellos… Sí, señor, por supuesto. —El vigilante le pasó el teléfono a Gurney, quien se llevó el receptor al oído.

Era Ashton.

—Detective, me temo que me pilla en medio de algo. No estoy seguro de que pueda verle…

—Solo necesitamos hacerle unas cuantas preguntas, doctor. Y quizás alguien del personal pueda mostrarnos después las instalaciones. Solo queremos hacernos una idea de cómo es el lugar.

Ashton suspiró.

—Muy bien. Sacaré unos minutos para ustedes. Alguien irá a buscarles enseguida. Por favor, páseme otra vez al vigilante de seguridad.

Después de confirmar la autorización de Ashton, el vigilante señaló una pequeña zona de grava que se extendía justo después de la cabina.

—Aparquen aquí. No pasan coches más allá de este punto. Esperen a su acompañante.

La barrera se levantó al cabo de un momento y Gurney cruzó hasta la pequeña zona de aparcamiento. Desde esa posición podía ver una extensión más larga de la valla que la que se veía al acercarse. Le sorprendió observar que, salvo la porción contigua al camino y la cabina, la valla estaba coronada por alambre de espino.

Hardwick también se había fijado.

—¿Crees que es para que las chicas no salgan o para que no entren los chicos del pueblo?

—No había pensado en los chicos—dijo Gurney—, pero puede que tengas razón. Una escuela secundaria llena de jovencitas obsesas sexuales, aunque sus obsesiones sean infernales, podría ser todo un imán.

—Quieres decir sobre todo si son infernales. Cuanto más calientes, mejor—contestó Hardwick, saliendo del coche—. Vamos a charlar con el tipo de la verja.

El vigilante, todavía de pie delante de su cabina, les dedicó una mirada de curiosidad, más amistosa ahora que habían aprobado su entrada.

—¿Es sobre la joven que trabajaba aquí?

—¿La conocía?—preguntó Hardwick.

—No, pero sabía quién era. Trabajaba para el doctor Ashton.

—¿Lo conoce?

—Más de verlo que de hablar con él. Es un poco, ¿cómo lo diría?, ¿distante?

—¿Estirado?

—Sí, diría que es estirado.

—¿Así que no es el hombre con el que trata?

—No. Ashton no se relaciona con nadie. Un poco demasiado importante, ¿sabe lo que quiero decir? La mayoría del personal de aquí trata con el doctor Lazarus.

Gurney detectó un desagrado no demasiado disimulado en la voz del vigilante. Esperó a que Hardwick lo explotara. Cuando no lo hizo, Gurney preguntó:

—¿Qué clase de persona es Lazarus?

El vigilante vaciló, parecía estar buscando una forma de explicar algo sin decir nada que pudiera ponerlo en peligro.

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