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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (44 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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—Tenemos que conseguir audífonos —dijo—. Si no, corremos el riesgo de que nos pillen.

—La recepción de la radio es horrible —le respondí—. Creo que tenemos que hacerle una antena, para que todo este esfuerzo no sea en vano. En este momento, unos audífonos no sirven para nada.

—Bueno, ¿pero vas a sacar la radio o qué?

—Ni se te ocurra. Este no es el momento.

—Al contrario: este es el momento. Lucho y yo vamos a hablar normalmente para que las voces tapen el ruido. Tú te pegas la radio a la oreja, a un volumen bien bajito, y lo probamos a ver qué hay que hacerle.

En los días que siguieron nos dedicamos a mejorar la calidad de la recepción, haciendo lo indispensable para no despertar sospechas. Era evidente que mis compañeros no iban a cumplir sus amenazas. El resto del grupo consideraba que ese chantaje había sido vergonzoso. Yo lamentaba que, una vez más, nuestras disputas hubieran levantado muros permanentes entre nosotros.

A pesar de todo, una nueva rutina fue tomando forma. Oíamos las noticias todas las tardes y comentábamos la información que recibíamos. Orlando había instalado un polo a tierra, clavando una pila vieja en el barro, rodeada por un cable tan grueso como la malla de la reja, unido a un alambre más delgado que iba metido en la toma de los audífonos. El efecto fue sorprendente. El volumen y la claridad eran casi perfectos. En la mañana había que cambiar la conexión y conectar la radio a un alambre de aluminio, tan fino que era prácticamente invisible, enroscado en las ramas de uno de los árboles del patio; esa era la antena aérea.

Al amanecer, a partir de las cuatro de la mañana, la recepción era excelente. Poco a poco se iba volviendo defectuosa, hasta que a las ocho de la mañana se hacía inaudible.

Solo había dos momentos para oír la radio cómodamente: al atardecer y al amanecer. Orlando me esperaba a primera hora, impaciente, de pie en la barraca. Finalmente habíamos establecido un procedimiento: yo oía los mensajes hasta que pasaba Mamá y luego le entregaba la radio a él.

Durante varios años, mamá había llamado solo los fines de semana, en el programa de Herbin Hoyos, que transmitía mensajes para los secuestrados, toda la noche, desde el sábado por la noche hasta el domingo por la mañana. Acababa de descubrir La Carrilera, de Nelson Moreno, un cálido presentador del Valle del Cauca, que tenía un programa diario, entre semana, de las cinco a las seis de la mañana. Mamá se había convertido en una de las participantes más fieles y se esforzaba por llamar temprano y pasar en la primera tanda.

Nuestro arreglo satisfizo a todo el mundo, pues cuando yo le daba la radio a Orlando los mensajes de los otros compañeros todavía no habían pasado.

Aquellos que esperaban cotidianamente sus mensajes, se organizaron para rotarse la radio y cada uno, por turnos, oía una parte del programa. El resultado fue que todos nos relajamos, pues quedaba claro que estábamos unidos por el mismo secreto.

Orlando vino a verme una mañana. Quería saber si podía darles la radio a nuestros otros tres compañeros. Ellos querían oír las noticias.

—Sí, préstales la radio. Pero ojo que no se lo vayan a entregar a Arnoldo —respondí resentida.

No había terminado de hablar cuando ya lamentaba lo dicho. La herida todavía no me había cicatrizado. Aún me sentía dolida con ellos. Lo que era aún menos honorable era la sensación de poder perdonar más fácilmente a mis carceleros —pues, en cierta forma, de ellos no esperaba nada— que a mis compañeros de cautiverio, mis propios camaradas de infortunio, pues de ellos siempre había esperado más.

La división en el campamento reapareció con una nueva intensidad pero ya no era conmigo. Y ya no estaba aislada, ni tenía ganas de estarlo. Continuamos nuestras clases de francés, seguimos jugando, ajedrez y arreglando el mundo por las tardes. Oía religiosamente los boletines de noticias que se encadenaban unos tras otros cuando se apagaba el campamento; mis compañeros tomaban el relevo y me reemplazaban durante buena parte de la noche. Cuando una noticia o un comentario nos llamaba la atención, informábamos a los otros y el tema de conversación se desviaba de inmediato, para incluir ese último elemento recién aparecido.

40
LOS HIJOS DE GLORIA

13 de Julio de 2004

Una tarde, mientras hacía las actividades simultáneas de oír la radio y seguir a medias la conversación entre Lucho y Orlando, mi corazón dio un vuelco: en alguna emisora estaban hablando de Jaime Felipe y Juan Sebastián, los hijos de Gloria. Me alejé y me acurruqué en un rincón de mi cambuche, poniendo las manos en forma de concha sobre las orejas. Quería estar segura de haber oído bien. Los hijos de Gloria habían sido secuestrados al tiempo que su madre. La guerrilla había asaltado su apartamento y había hecho salir a todo el mundo en piyama. El menor, que no se despertó, se salvó de esa pesca, lo mismo que el padre de los muchachos, que estaba de viaje. La guerrilla pedía un monto grotesco por la liberación. El padre, creyendo actuar de la mejor manera, había contribuido a hacer elegir —en su ausencia— a su esposa como representante a la Cámara por su departamento.

En esa época, la impresión general era que los llamados prisioneros «políticos» tenían mayores posibilidades de salir libres que los secuestrados «económicos», y, sobre todo, más pronto, pues la guerrilla adelantaba conversaciones de paz con el gobierno colombiano, y las Farc habían obtenido que se les cediera la «zona de distensión». Se hizo evidente que ese cálculo era nefasto cuando se rompió el proceso de paz. Gloria fue separada de sus hijos. Le hicieron creer que los vería al día siguiente, pero la verdad es que no los había vuelto a ver nunca más.

Durante todos esos meses de cohabitación, yo había consolado en mis brazos mil veces a Gloria, pues la idea de que sus hijos estuvieran en manos de las Farc, lejos de ella, la hacía sufrir lo indecible. Habíamos adoptado la costumbre de rezar juntas todos los días. Fue ella quien me explicó cómo rezar correctamente el rosario, con los misterios y las devociones de cada día.

Era una mujer formidable, de gran corazón y de carácter fuerte que no permitía que le pasaran por encima y que sabía poner a la gente en su lugar. Yo la había visto afrontar a algunos de nuestros compañeros que la insultaban. No daba marcha atrás, incluso si a veces la veía llorar de rabia después, escondida en su catre.

La presentadora repitió la noticia. De hecho, era la noticia principal en todas las emisoras: los hijos de Gloria acababan de ser liberados. Su padre ya estaba con ellos. Los habían soltado en San Vicente del Caguán, el mismo lugar hacia donde iba yo cuando me secuestraron.

Mi corazón empezó a latir a toda velocidad. La periodista anunció que los muchachos harían sus primeras declaraciones a la prensa en los próximos minutos. Me fui corriendo a las barracas a buscar a Gloria. Lucho y Orlando me miraron como si yo estuviera loca. Para explicarles mi agitación, lo único que atiné a decir fue: «¡Gloria, Gloria!», al tiempo que sacudía las manos. Ellos entraron en pánico:

—¿Qué le pasa a Gloria? ¡Habla, por Dios!

No podía decir nada más. Salí corriendo torpemente, tratando de ponerme las chancletas, a punto de tropezar a cada paso.

Gloria estaba sentada en medio de la oscuridad y no la vi. Llegué jadeando, con la radio escondido debajo de la camiseta. Ella se me acercó, aterrada:

—¿Qué te pasa?

Me le agarré al cuello y le susurré al oído:

—¡Los niños! ¡Los niños!, liberaron a tus niños.

Estuvo a punto de gritar, pero le puse las manos en la boca para impedirle hacer ruido. Lloré con ella, tratando, también como ella, de disimular mis emociones desbocadas. Le pegué a Gloria la oreja al radio y la llevé al rincón más apartado del alojamiento. Ahí, acurrucadas en la oscuridad, oímos a sus hijos. Estábamos aferradas la una a la otra, insensibles al dolor de las uñas que nos clavábamos en la piel hasta hacerla sangrar. Yo seguía llorando pero ella ya no, transformada por la felicidad de oír las voces y las palabras dulces que sus hijos habían preparado especialmente para ella. Yo le acariciaba el pelo, repitiéndole: «Ya se acabó, ya se acabó».

Seguimos la voz de sus hijos en todas las frecuencias, hasta que ya no hubo nada más. Gloria me agarró del brazo y me dijo al oído:

—No puedo poner cara de alegría. ¡Se supone que no sé nada! Dios mío, si mañana vienen a darme la información, ¡no sé cómo voy a hacer para disimular la dicha!

La abracé antes de volver a mi cambuche, poniendo atención de no despertar la curiosidad de los guardias.

—Espera, se te queda la radio.

—No. Vas a querer oírlo toda la noche. Seguramente van a retransmitir las entrevistas de tus hijos y mañana por la mañana podrás oír sus mensajes en La Carrilera. Quédate con él.

Como cosa curiosa, la dicha de unos parecía ser el motivo de aflicción de otros. El sufrimiento de un compañero parecía calmar el de otro que gozaba con la idea de ser más favorecido por el destino. De igual manera, la felicidad de Gloria fastidiaba a algunos.

Al día siguiente, Guillermo el enfermero vino a anunciarle la noticia. Gloria hizo lo mejor que pudo para fingir su sorpresa. Pero, sobre todo, se sintió aliviada de poder hablar en voz alta sobre el hecho y de poder expresar su alegría sin restricciones.

41
LAS PEQUEÑECES DEL INFIERNO

Después de la liberación de sus hijos, Gloria se convirtió en el blanco de pequeños ataques mezquinos. Algunos se burlaban de ella, la imitaban groseramente cuando les daba la espalda, le tenían inquina porque fumaba mucho. Los cigarrillos llegaban cada cierto tiempo y cada uno de los prisioneros podía disponer libremente de un paquete. Nosotros, los no fumadores, les dábamos nuestras provisiones a los fumadores. Por lo menos así fue en un comienzo. Poco a poco la actitud cambió y noté que, a veces, los que no fumaban guardaban los cigarrillos como medio de trueque para obtener cosas a través de los guerrilleros, o para intercambiar favores con los compañeros. La idea me repugnaba. En cuanto se repartían las cajetillas, yo les daba la mía a Lucho y a Gloria. Ellos eran los que más fumaban.

A uno de nuestros compañeros se le ocurrió un día la idea de decirle al guardia que no les dieran cigarrillos a los no fumadores. Sentían que había favoritismo por el hecho de que algunos se beneficiaban con una ración doble gracias a su relación con otros, Gloria y Lucho eran los afectados. El recepcionista adoptó la sugerencia de inmediato: ¡los paquetes que quedaban eran para él!

En la siguiente repartición exigió que solo se acercaran los fumadores. Yo reclamé mi paquete y él me lo negó. Me tocó fumar delante de el para obtenerlo. Me amenazó con tomar represalias si mi intención era engañarlo. Nos pusimos de acuerdo con Gloria y Lucho para que, de vez en cuando, yo me fumara un cigarrillo en el patio, a los ojos de todos, para evitar las polémicas. El resultado fue absurdo. Al cabo de algunas semanas, yo había empezado a fumar al ritmo de ellos. ¡En lugar de ser una fuente de cigarrillos para ellos, me convertí en una competencia molesta!

Los enlatados que recibía Lucho para paliar su diabetes también produjeron envidias. Un bocado de atún era un lujo. Lucho había decidido compartir cada lata que abría con algún compañero, rotando los turnos, de tal manera que todo el mundo comiera un poco de vez en cuando. Lucho privilegiaba a Jorge, porque estaba enfermo. A mí no me olvidaba nunca. A algunos eso les producía escozor. Los observábamos salir con rabia de la barraca cuando Lucho abría su cortaúñas para abrir sus enlatados.

La actitud de ellos contrastaba con la de Marc.

Durante los últimos meses de nuestra permanencia en la cárcel de Sombra, tal vez previendo la partida —pues el Plan Patriota ya había sido lanzado— empezaron a matar pollos. El caldero nos llegaba con el animal partido en pedazos, desmenuzado en el arroz o flotando en un dudoso caldo de grasa, con la cabeza y las patas por fuera de la olla. El espectáculo era repulsivo, sobre todo porque casi siempre el cuello estaba mal desplumado y el ave tenía los ojos abiertos, como sorprendida por el asalto repentino de la muerte.

Fuera como fuera, para nosotros eso equivalía a un festín y hacíamos fila para recibir nuestra ración. Curiosamente, a Marc siempre le tocaba la cabeza y el cuello del pollo. Al principio, nadie se había percatado. Sin embargo, como el hecho siguió ocurriendo con la misma obstinación, a la tercera vez decidimos hacer nuestras apuestas. No importaba que Marc se pusiera al final o al principio de la fila, que fuera Arnoldo u otro quien sirviera: a Marc siempre le tocaba la cabeza del animal, con su cresta morada temblorosa v sus ojos abiertos. El miraba el plato con sorpresa y suspiraba, diciendo: «otra vez a mí»; luego iba a sentarse. Yo admiraba su resignación y me parecía noble su desprendimiento. Sabía que los demás, incluida yo misma, habríamos buscado la manera de obtener una compensación.

Su conducta me ayudó a suavizar mi resentimiento hacia él. Aún seguía resentida por su actitud con el allanamiento de los radios. Después de eso, me propuse mantener mis distancias con él. Pero tampoco quería empecinarme en incubar sentimientos que me afectaran la existencia.

Cuando a través de un mensaje de Mamá supe que la madre de Marc estaba en Bogotá y que trataría de mandarle mensajes a su hijo durante la semana, decidí hacer a un lado mis resentimientos: consideré que esta información era sagrada y que era necesario que Marc hiciera lo posible por oír la voz de su madre. Pensé también en esas situaciones en la vida que se nos devuelven, a esos guiños del destino: sin mi radio, él no se habría enterado de que su madre había venido hasta Colombia a luchar por él.

Le anuncié la noticia. No hizo ningún comentario, pero cogió la radio después de la ronda de mensajes de los demás. En efecto, se había mencionado la presencia de Jo Rosano. Ella esperaba hablar con las autoridades y, en particular, con el embajador de los Estados Unidos en Colombia. La señora Rosano consideraba que su hijo había sido abandonado por su gobierno y que, según ella, este hacía lo posible por condenarlo al olvido.

Marc se sintió incómodo con esas declaraciones. Él pensaba que las autoridades estadounidenses estaban trabajando discretamente para obtener su liberación. No obstante, los indicios que nos llegaban eran desfavorables. El gobierno de los Estados Unidos había reafirmado su negativa a entrar en contacto con los terroristas: su respuesta al secuestro de los nacionales de ese país había sido el aumento de la ayuda militar a Colombia.

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