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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (46 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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La idea era hacer dos para cada uno. Uno de tamaño normal, para transportar nuestras pertenencias, y uno más pequeño, que Orlando llamaba «minicrucero», para nuestra fuga. Orlando, que tenía nociones de marroquinería, nos guiaba en la técnica de base. Poco después, toda la cárcel se había puesto a hacer lo mismo. No sólo porque sentíamos que tendríamos que irnos en algún momento —todos los días pasaban aviones sobrevolando el campamento— sino también porque la posibilidad de confeccionarse buenos morrales atraía a todo el mundo.

Por la tarde, Orlando venía a sentarse a mi caleta con pedazos de cable de acero que había sacado de un rincón de la malla y una gran lima que yo había conseguido en un momento de distracción de uno de los recepcionistas. Quería fabricar anzuelos.

—¡Con esto no nos morimos de hambre! —decía orgulloso, sosteniendo en lo alto un gancho torcido.

—Con esto sólo podrás cazar ballenas —se burlaba amablemente Lucho.

Yo había obtenido con Sombra una reserva de azúcar para hacer frente a las crisis diabéticas de Lucho. Esa azúcar podía sernos útil en nuestra fuga. El asunto del azúcar me preocupaba: yo tenía muy poca y cada vez debía usarla con mayor frecuencia, pues Lucho estaba siempre al borde de una reacción pancreática.

Había aprendido a reconocer los síntomas antes de que el propio Lucho los sintiera. Eso ocurría siempre por la tarde. Los rasgos del rostro se le hundían de repente y la piel se le ponía gris. Por lo general, él me respondía en tono amable diciéndome que mejor se iba a recostar un poco, que ya se le iba a pasar. Pero cuando reaccionaba brutalmente, gritando que no lo molestara y que no iba a tomar azúcar, yo sabía que en los próximos segundos empezaría a convulsionar. Entonces comenzaba una verdadera batalla. Yo me valía de toda clase de artimañas para lograr que ingiriera su dosis de azúcar. Inevitablemente, de un momento a otro, pasaba de la agresividad a la apatía. Quedaba como a la deriva y yo podía ponerle el azúcar en la boca. Permanecía sentado, atontado, durante largos minutos; luego volvía a ser Lucho otra vez y me pedía excusas por no haberme hecho caso.

Esta dependencia mutua era nuestra fuerza, pero también nuestra vulnerabilidad. De hecho, sufríamos por partida doble; primero por nuestras propias penas y luego, con la misma intensidad, por las aflicciones del otro.

Fue una mañana. Aunque la verdad es que ya no estoy segura: podía haber sido al amanecer, pues la tristeza nos cayó encima como un eclipse y en la mente guardé el recuerdo de un largo día de sombras.

Estábamos sentados juntos, hombro con hombro, oyendo el radiecito. Debería haber sido un día como cualquier otro, pero no lo fue. Esperábamos el mensaje de mi madre, y creíamos que no había mensajes para él, pues su esposa lo llamaba todos los miércoles por otra emisora y ese día no era miércoles. Cuando Lucho oyó la voz de su hermana, se le iluminó el rostro. Adoraba a su hermana Estela. Se acomodó mejor en la silla, contento de oírla, mientras que su hermana hablaba con una voz dulce y con una infinita ternura: «Lucho, tienes que ser fuerte: nuestra mamacita murió».

La asfixia que yo había sentido al enterarme de la muerte de mi padre leyendo un periódico viejo, volvió a mí con violencia. Lucho experimentaba la misma suspensión abrumadora del tiempo, la respiración cortada. Su sufrimiento reactivó el mío y me recogí en forma de ovillo. No podía ayudarlo. Él trataba de llorar, como para recuperar la respiración, para deshacerse de su tristeza, dejarla escaparse del cuerpo, evacuarla. Pero lloraba un llanto seco, lo que era todavía más atroz. No había absolutamente nada que decir.

Este eclipse duró varios días, hasta que se abrió la puerta de la cárcel y se oyó la voz de Arnoldo:

—Cojan apenas lo indispensable: hamaca, toldillo, cepillo de dientes. Nos vamos. Tienen dos minutos.

Nos ordenaron ponernos en fila, uno detrás de otro, y salimos. Yo había sacado mi diccionario y no estaba nerviosa. Me despertaba de esa larga tristeza, de ese silencio sin pensamientos. Tenía ganas de salir, de hablar.

—Esto nos va a sentar bien.

—Sí, nos va a sentar bien.

—Ella ya estaba muerta.

—Sí, ya se había ido. No se daba cuenta de que yo no estaba ahí. Ya me lo esperaba.

—Uno se lo espera, pero uno nunca está listo.

Caminamos lentamente hasta la cerca exterior de la cárcel. Delante de nosotros, los rehenes militares caminaban encadenados, en hileras de a dos. Al vernos, nos saludaban con amplias sonrisas en sus rostros cadavéricos.

—¿Tú crees que también nosotros estamos así?

—Yo creo que nosotros estamos peor.

Salimos del campamento y comenzamos a caminar al otro lado de las zanjas. Anduvimos veinte minutos por el caminito que habíamos usado la noche de los helicópteros, con Shirley.

Nos acomodamos en medio de la vegetación, encima de los plásticos negros, lejos de los militares, que no podíamos ver, pero que alcanzábamos a oír a través de los árboles.

—Orlando, ¿trajiste la radio?

—Sí, tranquila.

Gloria fue a instalarse su hamaca. La espera se alargaba. Cuando quiso estirarse, cayó al suelo como una piedra. Esta vez, el hecho no le produjo risa pero a nosotros sí. Necesitábamos ser ligeros y tontos. Fui a abrazarla.

—Déjame, estoy de mal genio.

—Pero, Gloria…

—Déjame. No me gusta que te burles de mí. Estoy segura que fue Tom el que soltó los nudos para que me cayera.

—Claro que no. No seas tonta. El pobre Tom no hizo nada.

Nos ordenaron instalar las carpas. En cada una dormirían tres personas. Orlando, Lucho y yo montamos la nuestra.

—Te advierto que ronco horriblemente —dijo Orlando.

En ese momento, un rugido nos puso en guardia y detuvimos toda la actividad.

—Son helicópteros —dijo uno.

—Hay por lo menos tres —dijo el otro.

—Están volando a ras de tierra; vienen para acá.

La selva empezó a temblar. Todos mirábamos para arriba. Yo sentía el bramido de los motores en mi pecho.

—¡Están muy cerca!

El cielo se oscureció. Los pájaros metálicos pasaban, inmensos, sobre nuestras cabezas.

Orlando, Lucho y yo pensamos la misma cosa al tiempo. Acabábamos de ponernos nuestros minicruceros a las espaldas. Le agarré la mano a Lucho. Con él, podía hacerle frente a todo.

44
EL NIÑO

Los guardias cargaron sus fusiles y se acercaron. Estábamos rodeados. Recé para que se produjera un milagro, un acontecimiento imprevisto. Un bombardeo que generara pánico y nos permitiera salir corriendo. Un desembarco de las tropas del ejército, aunque eso significara nuestra muerte. Yo lo sabía. En tal caso, la orden era matarnos. Había un guerrillero asignado para esa misión, antes de cualquier maniobra o desplazamiento. Él tenía la orden de protegerme o de salvarme en caso de que hubiera intercambio de disparos, y de ejecutarme cuando se presentara el riesgo de que yo cayera en manos de «los chulos».

Algunos años después, durante una de las largas marchas que eran nuestro calvario como rehenes de las Farc, una joven guerrillera me explicó cruelmente mi situación.

Se llamaba «Peluche» y, a decir verdad, el sobrenombre le iba muy bien, pues era chiquita y bonita. Me caía bien. Tenía un gran corazón. A mí me costaba trabajo caminar y seguir el ritmo de los demás. A ella le habían asignado el trabajo de vigilarme, para gran alivio mío. Sin embargo, ese día habíamos parado un momento para tomar agua. Al oír ruido entre la vegetación, montó el revólver y me apuntó. Su mirada se había transformado y casi no la reconocía. Se había vuelto fea y fría:

—¿Qué le pasa, Peluche?

—Haga lo que le ordeno o le disparo. Pase delante de mí. Corra derecho sin parar, hasta que yo le avise.

Empecé a trotar frente a ella, cargando a las espaldas un morral demasiado pesado para mí.

—¡Apúrele! —dijo irritada.

Me empujó brutalmente detrás de unas piedras y nos quedamos escondidas así unos segundos. Un cajuche, o marrano del monte, iba corriendo a toda velocidad, con la cabeza agachada, y pasó a algunos metros de nosotras. El resto de la manada seguía detrás, unos veinte animales bastante más grandes que el primero. Peluche se incorporó, apuntó y mató uno de los cajuches. El animal se desplomó frente a nosotras. Un chorro de sangre negra le salía por detrás del cráneo.

—¡Menos mal eran marranos! Pero había podido ser el ejército, y en ese caso yo habría tenido que ejecutarla. Esas son las órdenes.

Ella me explicó que si «los chulos» nos veían, no harían ninguna diferencia entre ella y yo, y que me matarían. Y que si yo no corría rápido, ella me dispararía igual.

—Entonces, no tiene opción. ¡O, mejor dicho, la mejor opción es andar conmigo!

Yo me mantenía detrás de Lucho. Los helicópteros pasaban muy cerca del suelo, se alejaban y volvían de nuevo. Pasaron una vez más sobre nuestras cabezas sin vernos. Luego se alejaron y desaparecieron en la distancia.

El día llegaba a su fin. Todavía nos quedaban algunos minutos de luz. Tuvimos apenas el tiempo para montar la carpa, extender los plásticos, instalar los toldillos y acostarnos a pasar la noche.

Orlando me alcanzó la radio.

—Oye las noticias de esta noche. Ten cuidado, que los guerrilleros están cerca. Lucho y yo vamos a hablar fuerte para cubrir el ruido.

Al día siguiente, al despuntar el alba, le pasé la radio, después de los mensajes de Mamá y de Ángela, la esposa de Lucho. Me levanté para cepillarme los dientes y desentumecerme las piernas, esperando la colación de la mañana. Orlando fue el último en salir del cambuche, mucho después que nosotros. Estaba blanco como una vela. Parecía un cadáver ambulante. Lucho me agarró del brazo:

—¡Dios mío! ¡Algo le pasó!

Orlando nos vio sin vernos y se fue a buscar agua al río como un autómata. Volvió con los ojos rojos e hinchados y el rostro desprovisto de expresión.

—Orlando, ¿qué te pasa?

Al cabo de un largo silencio, abrió la boca.

—Mi mamá murió —dijo con un suspiro y evitando nuestra mirada.

—¡Mierda! ¡Mierda! —vociferó Lucho, golpeando la tierra con el pie—. ¡Odio esta puta selva! ¡Odio a las Farc! ¿Hasta cuándo se va a encarnizar Dios contra nosotros? —gritaba, mirando al cielo.

A comienzos de diciembre, la madre de Jorge nos había dejado; luego fue la de Lucho, y ahora era la de Orlando. La muerte nos perseguía. Sin madre, mis compañeros se sentían a la deriva, como si hubieran perdido el archivo de sus vidas, proyectados en un espacio vacío donde ser olvidados por los demás se convertía en la peor de las prisiones. Me hacía estremecer la idea de que yo pudiera ser la próxima víctima de esta maldición.

Como si el destino quisiera burlarse de nosotros, la vida, como la muerte, también estaba presente en este campamento provisional. O por lo menos eso era lo que yo pensaba… Durante la noche, en medio del silencio de los árboles, yo había oído el llanto de un recién nacido y concluí que Clara había dado a luz. Me levanté y les hice el comentario a mis compañeros, pero nadie había oído nada. Lucho se burlaba de mí:

—Lo que oíste no fue un bebé sino un gato. Los militares tienen varios. Yo los vi llevándolos cuando nos adelantaron.

Los helicópteros no volvieron. Regresamos a la cárcel de Sombra y allí volvimos a encontrar todas nuestras cosas. En los días que duró nuestra salida, el lugar había sido infestado por las hormigas y las termitas.

Además, como para confirmar las palabras de Lucho, habían aparecido los gatos. Un gran gato macho con pelaje de fiera y ojos amarillos de fuego —que atraía todas las miradas y, sin duda, un híbrido de gato y tigrillo— era el rey de la pandilla, con unas gatas igual de extraordinarias a él pero mucho más belicosas. Nuestro grupo lo adoptó de inmediato y cada uno contribuía a su bienestar. Era un animal magnífico: tenía el pecho blanco, lo mismo que las patas, y eso lo hacía parecer siempre elegante como si llevara guantes.

—Yo me lo llevo conmigo —afirmó uno de nuestros compañeros—. ¿Te imaginas cuánto podría pedir por las crías? ¡Me darían una fortuna!

Pero Tigre, pues ese era su nombre, era un ser libre. No tenía amo y nos trataba a todos con indiferencia. A veces desaparecía días enteros.

Una de las gatas de su harén, tan salvaje como él, decidió irse a vivir con nosotros. Desde el primer instante, quedó prendada de Lucho. Se le subió a las rodillas y empezó a ronronear; cualquiera que se acercara corría el riesgo de ganarse un arañazo. Lucho, intimidado, decidió esperar a que la gata se fuera cuando quisiera para poder levantarse de la silla. Los días que siguieron, ocurrió lo mismo. Era la gata quien había domesticado a Lucho, y no al revés. Era una gata mal querida, sin nombre, que tenía un ojo malo. Por las noches llegaba maullando a buscar a Lucho: él abría sus latas de conservas no para alimentarse ni para compartir con nosotros, sino para alimentar a su gata, a quien le puso el nombre de Saba.

Cuando Saba maullaba, producía, en efecto, un sonido similar al llanto de un bebé. Durante un tiempo creí que me había equivocado y que el llanto de recién nacido que había creído oír en la selva era, en realidad, Saba. Sin embargo, una noche que la gata estaba durmiendo a mi lado, oí de nuevo los gimoteos. Ya no tuve más dudas. A la mañana siguiente, cuando Arnoldo llegó con las ollas, lo asalté a preguntas. Me respondió que Clara todavía no había dado a luz y que ya no estaba en el campamento.

Comprendí que estaba mintiendo y mi imaginación se desbocó. Esa noche tuve una pesadilla espantosa: veía a mi compañera muerta y al bebé perdido.

Por la mañana, les conté el sueño a mis compañeros, asegurándoles que Clara debía de estar en peligro. Interrogamos a todos los guardias, cada uno por su lado, pero la consigna era no decirnos nada.

Sombra y Alfredo vinieron por la tarde. Nos hablaban desde el otro lado de la reja, como si estuviéramos apestados. La conversación se avinagró, pues Alfredo acusó a nuestros compañeros estadounidenses de ser mercenarios y agentes de la CIA y el ambiente se caldeó al extremo.

Antes de irse, Alfredo anunció:

—Y su amiga ya parió. Es un niño. Se llama Emmanuel. En algunos días vuelve para acá.

Yo me sentí aliviada, contrariamente a mis compañeros.

—¡Va a ser terrible tener un bebé aquí en la cárcel, chillando toda la noche! —me dijo el mismo compañero que me había sermoneado en el momento de la llegada de los compañeros estadounidenses.

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