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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (48 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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No obstante, después del almuerzo, el chirrido de las bisagras me hizo estar sobre aviso.

Detrás de Arnoldo venía la Boyaca muy seria. Traía una torta enorme en sus brazos. Arnoldo ladró mi nombre:

—Es para usted. Se lo envía el comandante Sombra.

La torta estaba decorada con la leyenda de rigor: «Feliz Cumpleaños Melanie, de parte de las Farc». Salté de alegría y me volví para compartir mi emoción con mis compañeros. Keith se había dado vuelta, furioso. Recordé entonces una conversación que habíamos tenido hacía meses: nuestras hijas habían nacido con dos días de diferencia. Todo el mundo trajo los platos y yo lo llamé a él con insistencia.

Todavía teníamos chicha que nos había quedado de nuestra huelga, tan fuerte que daba miedo. Era la ocasión soñada para darnos gusto.

Antes de cortar la torta, levanté mi vaso diciendo: «Hoy festejamos dos acontecimientos importantes: el nacimiento de Lauren y el nacimiento de Melanie. Que Dios les dé el valor de ser felices en nuestra ausencia».

En cuanto terminó nuestra pequeña celebración, Keith me abrazó. Se quedó mirándome con los ojos aguados y, con la voz llena de emoción, me dijo:

—Nunca olvidaré lo que acabas de hacer.

En la radio, las noticias sobre el despliegue de tropas en la Amazonia en el marco del Plan Patriota acaparaban los titulares. Los generales perseguían al Mono Jojoy, lo seguían de cerca, estaba enfermo y tenía problemas para mantener el ritmo. Entrevistaron a Mamá. Le pedía al presidente Uribe suspender los operativos y acceder a negociar con la guerrilla. Tenía miedo de que nos hiciéramos masacrar.

También escuché a mi ex esposo en Radio Francia Internacional. Eso me alegró mucho. Fabrice siempre había sido el mejor de los padres. Sabía que su tenacidad ayudaba a nuestros hijos a resistir. No obstante, aquel día lo sentí muy triste. Reclamaba su derecho a defendernos, a sabiendas de que su gestión podía percibirse como una injerencia en los asuntos colombianos. Quería dirigirse a mí. Quería darme esperanzas, pero cuando quiso hablar estalló en llanto. Se me partió el corazón. Entonces comprendí que nuestra situación era peor de lo que había imaginado.

Cada uno de los secuestrados se puso a clasificar y a escoger entre sus objetos personales. Con el Plan Patriota, si los militares se acercaban nos harían caminar por la selva para que no nos alcanzaran.

Yo nunca había hecho verdaderas marchas. Orlando, en cambio, había tenido que caminar por semanas enteras. Contaba que los habían obligado a avanzar encadenados por el cuello de dos en dos. Cuando alguno se desplomaba debido al peso y al cansancio, arrastraba al otro en su caída. Los equipos que tenían al comienzo eran demasiado pesados, e iban arrojando sus tesoros por el camino para deshacerse del lastre. La fuente de mayor angustia era el paso sobre los troncos que hacían las veces de puentes, pues si uno de los dos daba un paso en falso ambos corrían el riesgo de morir estrangulados o ahogados.

Con Lucho decidimos, pues, prepararnos lo mejor posible, y sobre todo estar en buena condición física para huir en el caso de que nos viéramos atrapados en el fuego cruzado entre militares y guerrilleros. Convinimos unas señales para huir juntos al menor aviso, con la esperanza de encontrarnos con el ejército si se nos presentaba la oportunidad.

Pasaba mis mañanas entrenando, subiendo y bajando de mi taburete, mientras llevaba a la espalda mi equipo con los enseres personales que pensaba llevar conmigo. No se trataba de escoger lo más necesario, pues todo cuanto tenía lo era. En cambio, hice la lista de lo que tenía un gran valor afectivo, las cosas que me ayudaban a resistir. Había varias a las que me aferraba como a mi propia vida.

La primera era un sobre con una serie de cartas que Sombra me había traído gracias a la mediación de la Iglesia. En mi paquete había una carta de Mamá, que releía todos los días.

Mamá la había escrito a las carreras tras recibir una llamada telefónica de monseñor Castro, quien le anunciaba la posibilidad de un contacto con las Farc. En ella me contaba: «Estaba enojada con la Santísima Virgen porque no me escuchaba, de modo que le dije: si no me traes noticias de mi hija antes del sábado, se acabó; no rezaré más».

Se le notificó que las pruebas habían llegado el sábado antes de mediodía. Al escuchar el video que le hicieron llegar, se sobresaltó porque precisamente yo le pedía rezar conmigo el rosario todos los sábados al mediodía en punto. En estas coincidencias veía una señal, una respuesta, una presencia protectora y activa. Por mi parte, aquel rosario del sábado a mediodía se había convertido en el punto culminante de mi semana. Consuelo y Gloria nunca dejaban de avisarme cuando llegaba la hora.

La lectura de la carta de Mamá había ocupado un lugar en esa rutina, casi mística, con la que intentaba ahuyentar los demonios que habían invadido mi entorno. Al leerla entraba al universo de lo bueno, del descanso, de la paz. Podía entonces escuchar su voz, que resonaba en mi cabeza a medida que recorría las palabras trazadas por su hermosa caligrafía. Podía seguir las pausas de su pensamiento, la entonación de su voz, sus suspiros, sus sonrisas, y se me aparecía allí, delante de mí, y yo podía verla en todo el esplendor de su generosa personalidad, siempre bella, siempre feliz. En aquel trozo de papel Mamá había logrado atrapar el tiempo. La tenía para mí, solamente para mí, cada vez que la releía.

Esa carta me importaba más que cualquier otra cosa. La había envuelto en plástico, recuperado del último envío de dotación, luego de una lucha encarnizada y ridícula con uno de mis compañeros, quien también lo quería. La había sellado con las marcas autoadhesivas de desodorantes, para conservarla a salvo en caso de caer a un río. Hice lo mismo con las fotos de mis hijos que Mamá había puesto junto con su carta, y con el dibujo de mi sobrino de cuatro años, Stanislas.

Había imaginado mi rescate por el ejército colombiano, en un helicóptero que me llevaba mientras yo seguía dormida y que, evidentemente, piloteaba él. También había un poema de Anastasia, la hija mayor de mi hermana Astrid, con su ortografía creativa de niña, en el que pedía a su abuela que no llorara, que se secara las lágrimas, ya que su hija habría de regresar algún día, «por artes de locura, por artes de magia, por obra de Dios, en un día o en tres años, ¡no es lo que importa!».

Sentada sobre mi cama, las piernas cruzadas, desplegaba mis tesoros frente a mí. Contemplaba largamente cada foto de mis hijos. Observaba sus rostros, la expresión de sus ojos, su corte de pelo, sus rasgos a veces tan semejantes a los de su padre, a veces tan parecidos a los míos. Analizaba el instante que había quedado fijado, y siempre me resultaba difícil apartar la mirada. Me dolía, sentía un desgarramiento. Semejante lujo no pesaba nada. Lo había doblado de manera tal que tenía la forma del bolsillo de mi chaqueta: «Si alguna vez he de salir corriendo sin mi morral, mis cartas estarán a salvo. Y si me matan, al menos sabrán quién soy».

Tenía también el bluyín de Melanie, demasiado pesado, pero que no quería dejar. Cuando lo llevaba puesto volvía a ser yo misma. A través de él recuperaba el amor de mi hija. No podía desprenderme de él. Para colmo, estaba también mi chaqueta. Era liviana, sin duda, pero estorbaba muchísimo. Por último quedaba el diccionario, que pesaba una tonelada.

Lucho había decidido cargar mi chaqueta para que yo tuviera espacio para el diccionario. Orlando aceptó llevarme el bluyín. Marc se haría cargo de la Biblia.

Estaba lista. Sin embargo, las semanas transcurrieron sin novedad. Los rumores parecían ser exactamente eso: rumores. Poco a poco volvimos a instalarnos en nuestro hastío que, ahora, con la perspectiva angustiosa de una marcha, nos parecía una forma de felicidad.

Llegó el cumpleaños de mi hijo. Aquel viernes 1.º de octubre de 2004, cuando se abrió la puerta de nuestra cárcel, me asomé con presteza, convencida de que Arnoldo venía a buscarme para llevarme a la rancha. Pero se trataba de algo totalmente distinto.

Nos pidió preparar un equipaje lo más liviano posible, y nos informó que tendríamos que caminar hasta el día de Navidad… Podíamos llevar provisiones: no habría mucha comida.

—Además, Sombra les envía estas botellas de vodka. Aprovéchenlas, son las últimas que verán. Tómenselas antes de arrancar: les darán su empujoncito para empezar la marcha. Les advierto, la vaina se puede poner berraca. Habrá que caminar rápido y mucho. Para consolarlos les tengo una buena noticia: el almuerzo es marrano. Se van a dar un banquete antes de irnos.

Oí a los cerdos chillar a lo lejos. ¡Pobres bichos! Esta gente prefería hartarnos para no dejárselos a los militares.

Ei 1 de octubre de 2004 creía estar lista, pero en el momento de partir reconsideré todas mis decisiones. No fui la única. Pudo más el desorden. En el último instante, todos añadíamos nuevos objetos a nuestros cargamentos. Se generalizó la idea de llevarnos las colchonetas. Lucho me convenció de llevarme la mía debajo del brazo, bien amarrada con cabuya, y acepté, sin caer en la cuenta de la carga que me echaba encima.

Rehíce por completo mi equipaje y, ya con el morral cerrado, Lucho lo levantó para evaluar su peso:

—Te vas a reventar.

Demasiado tarde. Arnoldo ya estaba allí con una olla repleta de comida:

—Les quedan treinta minutos para comer, lavar sus platos y tener sus equipos cerrados, listos para salir.

No comimos; tragamos. Obsesionados con la idea de llenarnos el estómago, nos resultaba imposible apreciar el sabor de lo que engullíamos. De igual forma, nos zampamos las botellas de vodka, para añadirle calorías suplementarias al organismo, sin siquiera tomarnos el tiempo de saborear, aunque fuera por un instante, el licor que bajaba derecho quemándonos la garganta.

Al instante tuve la sensación de recibir un golpe en las costillas. Mientras enjuagaba mi plato sentí los escalofríos recorrerme la columna vertebral. «Me voy a enfermar», alcancé a pensar.

47
LA GRAN PARTIDA

Lucho se había puesto el sombrero y llevaba su equipo a la espalda. Los demás ya estaban afuera, en formación. Oí decir a Orlando:

—¡Seguro que estos hdp nos encadenan! Lucho me miró angustiado:

—¿Estás bien? Ya nos vamos. Ven te ayudo a ponerte el morral.

Cuando el peso del morral al fin cayó sobre mis hombros, creí que Lucho acababa de colgarme un elefante al cuello.

Me incliné instintivamente hacia adelante, en una posición difícil de mantener al caminar:

—Te lo dije: tu equipo está muy pesado.

En efecto, tenía razón. Pero era demasiado tarde: los demás salían ya.

—No te preocupes, me entrené bien. Aguantaré.

Arnoldo dio la orden de arrancar. Entre cada uno de nosotros ubicaron guardias armados hasta los dientes, con sus equipos a la espalda que duplicaban el tamaño de los muchachos del Bloque Sur. Salí de última, no sin echar un vistazo hacia atrás. La cárcel estaba cubierta de objetos sin vida, de restos diversos. Aquello parecía un tugurio: ropa sucia colgada sobre cordeles olvidados entre los árboles, trozos de cartón, bidones vacíos tirados entre el barro.

«Esto es lo que los militares encontrarán cuando lleguen hasta aquí. Un campo de concentración tropical», pensé. El guardia que me escoltaba debió adivinarme el pensamiento, porque comentó:

—Un equipo se queda a recoger. Vamos a enterrarlo todo, por si acaso a ustedes se les ocurrió tallar sus nombres en las tablas.

Hubiera debido ocurrírseme, por supuesto; debimos haber dejado indicios para encaminar las investigaciones del ejército. El guardia cayó en la cuenta de que en lugar de haberme descubierto, me había pasado información clave. Se mordió los labios y, con voz ronca, ladró mientras se ajustaba el sombrero:

—¡A moverse que vamos rezagados!

Di un respingo y obedecí, haciendo un esfuerzo sobrehumano para dar unos cuantos pasos. No entendía lo que me pasaba. Estaba, sin embargo, bien entrenada, y físicamente en buena condición. Mi orgullo me obligó a seguir como si nada. Pasé frente al grupo que aún no había salido. «Seguro son el equipo de limpieza», pensé. Una de las muchachas estaba recostada contra una especie de barandilla que probablemente hacía poco habían instalado. Jugaba con uno de los gatitos de Saba, fruto de sus amores con Tigre.

—¿Qué van a hacer con los gatos? —le pregunté al pasar.

—Me llevo las crías —me respondió, levantándose el sombrero para mostrarme dónde llevaba oculto el segundo gatito.

—¿Y los papas?

—Se las arreglarán solitos por aquí. Son cazadores.

Miré con tristeza a los gatitos: no sobrevivirían.

A mi derecha veía el charco de los marranos y el sitio de nuestras primeras caletas acuñado a la pendiente. Enfrente estaba el río, que había crecido con las aguas lluvias y cuya corriente se había acelerado muchísimo. También habían construido un puente que no existía antes. Allí estaba Sombra recostado, viéndome llegar:

—Usted va muy cargada. Vamos a acampar a unos metros de aquí. Habrá que desocupar su morral. ¡Ni se le ocurra llevar esa colchoneta!

Llevaba la colchoneta bajo el brazo, mecánicamente. Me sentí ridícula. Sudaba copiosamente, presa de una fiebre pegajosa.

Atravesé el puente tambaleándome. El guardia me ordenó detenerme, me quitó el morral y lo puso encima del suyo, detrás de su nuca, como si acabara de levantar una pluma:

—Venga. Aceleremos, que nos va a coger la noche.

Al cabo de un cuarto de hora casi al trote vi a mis compañeros. Estaban sentados en sus equipos, en fila india. Algunos metros hacia la derecha, los militares habían montado ya su campamento. Las carpas, las hamacas y los toldillos llenaban el lugar.

Mi guardia dejó caer mi equipo a tierra y se marchó sin pedir su resto. Lucho me esperaba:

—¿Qué te pasó?

—Estoy enferma, Lucho. Creo que es una crisis hepática. Tuve los mismos síntomas hace unos años cuando me dio hepatitis aguda.

—¡No puede ser! ¡No me vas a hacer esto ahora!

—Creo que fueron la carne de cerdo y el vodka. Era justo lo que menos debía comer.

48
LA CRISIS HEPÁTICA

La noticia de mi estado de salud se regó. Guillermo estaba preocupado. Definitivamente no era el momento de enfermarse. Me dio una caja de silimarina y ahí mismo me tomé las pastillas.

—Mañana vengo a inspeccionar su equipo —me dijo en tono amenazante—. Nadie se lo va a cargar.

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