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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

No hay silencio que no termine (49 page)

BOOK: No hay silencio que no termine
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Estuve a punto de desmayarme. Antes de salir había escondido entre el morral el machete que había mantenido oculto bajo las tablas del galpón.

Guillermo nos había reunido para anunciarnos que, durante la marcha, él estaría a cargo de nuestro grupo. Se valió de su recién adquirido poder para hacernos la vida imposible. Comenzó por apiñarnos unos encima de otros, distribuyendo el espacio con tacañería. En aquella selva inmensa había encontrado el modo de mortificarnos. Luego hizo cuanto pudo para alejarme de Lucho. Nuestra reacción fue inmediata y, ante nuestras protestas, aceptó rectificar su orden. Un argumento de Lucho lo convenció: «Si se llega a enfermar, yo me encargo de ella».

Efectivamente, fue él quien montó mi carpa, mi hamaca y mi toldillo. Cuando nos llamaron para el baño tuve que luchar para levantarme y cambiarme. Ya era de noche. El guardia alumbró el camino con una sola linterna para todo el mundo. Yo iba de última y avanzaba a tientas. Debíamos bañarnos los diez en un chorro de agua que caía en una cañada angosta y profunda. La pendiente bajaba en picada. Había que dejarse deslizar agarrándose de las zarzas para frenar la caída. Cuando aterricé cerca del arroyo ya estaba cubierta de barro. Todos mis compañeros se habían ubicado corriente arriba. El agua, que bajaba clara, me llegaba llena de barro. Tenía la sensación de que me ensuciaba más, en lugar de lavarme. Para acabar de completar, era la hora de los zancudos.

Guillermo nos afanó a dar por terminado el baño y yo no había siquiera comenzado. Lo que debía haber sido un momento para relajarnos se convirtió en un calvario. El regreso fue aun peor. Llegué a mi caleta más sucia de lo que había salido, con rasquiña desesperante y temblando de fiebre.

Era una noche negra; todos estábamos ocupados desempacando nuestra ropa de repuesto, colgando la que nos habíamos quitado, empapada de sudor y pesada del barro, y retorciendo las camisetas y pantalonetas que usábamos para ir al baño. Aproveché la confusión para esconder el machete debajo de mi toalla y fui a ver a Lucho:

—Guillermo dijo que me va a esculcar el morral mañana temprano.

—Sí, ya sé. ¿Cómo te sientes?

—Mal. Óyeme, antes de salir eché el machete entre mis cosas.

—¡Qué locura! ¡Tenemos que deshacernos de él ya mismo, no puedes llevarlo en tu equipo!

—Tampoco tengo cómo botarlo, hay guardias en todas partes. Además, podría servirnos.

—No. Me niego a llevarlo.

—¡Por favor! A ti no te van a requisar, luego me lo devuelves.

—¡No, no y no!

—¿Y entonces qué hacemos?

—No sé, bótalo por ahí.

—Bien, veré cómo me las arreglo.

—¡Ah, qué carajos! Pásamelo, yo me encargo. Vete a dormir. Mañana tienes que estar lista.

Cuando abrí los ojos vi la cara de Guillermo pegada a mi toldillo. Ya era de día. Me sobresalté, pues sabía que debíamos levantar el campamento al amanecer.

—¿Ya nos vamos?

—No, la salida quedó para mañana. Voy a ponerle un suero.

Efectivamente, traía en la mano un kit de agujas, tubos y gasas. Me hizo sostener la bolsa de suero por encima de mi cabeza, mientras me chuzaba el otro brazo en la oquedad del codo buscando una vena. Al ver las manos de, Guillermo, sus uñas largas y negras, apreté los dientes asqueada. Hizo varios intentos antes de encontrar una vena que lo satisficiera, me dejó el antebrazo cubierto de morados desde la muñeca.

—Traiga su equipo, ya, que aligerarlo al máximo.

Extendió un plástico negro en el suelo, vació encima el contenido del morral y paró en seco al ver el diccionario. Los ojos le brillaron con crueldad. Se volteó hacia mí y sentenció en tono autoritario:

—¡El diccionario se queda!

—¡No! ¡Prefiero dejar todo lo demás, salvo el diccionario!

Mi réplica fue inmediata, y el tono inapelable con que me salió me sorprendió a mí misma. Guillermo se puso entonces a hurgar a conciencia entre el montón de cosas esparcidas por el suelo. Nos quitó a mí y a mis compañeros todos los libros, menos mi Biblia, el libro de García Márquez que Tom se negó a dejar y el diccionario. Orlando me devolvió el bluyín de Mela:

—Qué pena contigo, pero voy muy cargado. Ya te cabe en el morral.

Esperaba que Marc hiciera otro tanto, pero al volver a arreglar su equipo guardó mi Biblia con sus cosas. Lucho, por su parte, estaba muy nervioso:

—Si llegan a esculcarme, me matan. Cargar esto es demasiado arriesgado.

No obstante, el machete se quedó dentro de su morral.

El mío todavía pesaba demasiado, o tal vez yo estaba muy débil. Cuando me lo fui a poner para emprender la marcha, las piernas se me aflojaron por la carga y caí de rodillas, sin fuerzas.

Guillermo hizo su aparición triunfal. Se cuadró en medio del grupo y gritó:

—Síganme en silencio uno por uno, cada cual con su guardia detrás. Están de buenas: irán sin cadenas. Al primero que la cague, lo pelo. Ingrid: irá de última sin equipo. Déjelo que lo vamos a llevar.

Aunque el hecho de que me cargaran el morral me aliviaba, sentía que algo no andaba bien. Con mi rosario prendido a la muñeca, ocupé el lugar que me había asignado y comencé a seguir al que iba delante de mí mientras rezaba mecánicamente.

La hora de marcha a través de la selva había sido agobiante. Los pies se me enredaban en todas las raíces, en todos los bejucos. Cada dos pasos tropezaba y debía esforzarme hasta lo increíble para abrirme paso entre la vegetación. Me había rezagado del grupo y, como ya no tenía a nadie delante de mí, se me dificultaba seguir el rastro; tenía que adivinarlo por la fila de arbustos cortados aquí y allá, a lado y lado de una ruta imaginaria.

Exasperado, mi guardia había decidido pasarme, violando las órdenes recibidas. Yo no tenía la menor intención de fugarme. Tenía el cerebro bloqueado. Solamente poner un pie delante del otro e ir tras él me costaba bastante. Procuraba mantenerme cerca para evitarme el esfuerzo de tener que alcanzarlo. Bastaba con que el guardia me tomara un par de pasos de ventaja para que la vegetación me lo hiciera invisible. Si me le acercaba demasiado, las ramas que apartaba a su paso se me devolvían como látigos que me daban en plena cara:

—¡Aprenda a guardar las distancias! —me gritó.

Estaba como embrutecida. Mi cuerpo estaba descompensado y me costaba pensar. Acababa de perder la poca confianza que me quedaba. Me sentía a merced de mis captores.

Al cabo de media hora encontré a mis demás compañeros sentados en círculo en un pequeño claro de la selva. A poca distancia se oía el ruido de una motosierra, pero el follaje en derredor nuestro era tan denso que no nos permitía ver absolutamente nada.

La pausa fue breve y yo estaba molida. Gloria vino a verme. Me abrazó y me dio un beso:

—Estás hecha mierda —me dijo. Luego, en un susurro, añadió—: Los demás están muertos de rabia. Dicen que es puro teatro tuyo. Les duele que te estén cargando el equipo. No se te haga raro si te la montan.

No le respondí nada.

La orden de reemprender la marcha no sorprendió a nadie. Todos nos pusimos en pie y nos ubicamos dócilmente en las posiciones que nos habían asignado. Avanzamos despacio hasta que en una curva apareció el río, corriendo por un cañón profundo a toda velocidad, turbulento. Habían cortado un árbol inmenso que, tendido entre las dos orillas, se había convertido en un majestuoso puente. Vi cómo lo atravesaban los guerrilleros y de solo mirarlos sentí vértigo. Lucho estaba justo delante de mí. Se volteó, me apretó la mano y musitó:

—¡No voy a poder hacerlo jamás!

Miré cómo cruzaba una de las guerrilleras, con los brazos extendidos a cada lado como una equilibrista de circo y el descomunal equipo a la espalda.

—Sí podemos. Juntos, con maña, pasito a paso, lo lograremos.

Todo el mundo pasó. Los guerrilleros cargaron hasta la otra orilla los equipos de los que tenían mayores dificultades para cruzar. Brian regresó a nuestro lado cuando nos correspondió el turno. Me tomó de la mano y me recomendó no mirar hacia abajo. Pasé entre una niebla de ansias, sintiendo el hígado cada vez más hinchado, como cegada.

Miré hacia atrás y vi a Lucho, temblando de pies a cabeza y paralizado en la mitad del tronco. Llevaba puesto el morral, pues se había negado a entregarlo por miedo a que se lo requisaran. En determinado momento puso mal un pie sobre una hendidura del tronco y perdió el equilibrio. Jalado por el peso de su equipo, se fue hacia atrás como en cámara lenta. Con el corazón en la boca, murmuré:

—Se va a desnucar.

Nuestras miradas se cruzaron en ese mismo instante. Se lanzó hacia adelante en un esfuerzo desesperado por recobrar el equilibrio. Brian saltó sobre el árbol como un felino y corrió a tomarlo del brazo para que pudiera terminar de pasar.

Mis músculos parecían haberse contraído y retorcido como bajo el efecto de un calambre. Advertí una masa que sobresalía bajo mi caja torácica. Si se trataba de mi hígado, prácticamente había duplicado su volumen. Me sentía morir. El menor movimiento me producía dolores inenarrables. Escuché la voz de Mamá. ¿Acaso fue un mensaje que me envió por radio y que recordaba como una grabación, o lo inventé yo misma en una especie de divagación? «No hagas nada que te ponga en peligro. Te queremos con vida».

Me esforcé por caminar otros diez minutos. El grueso de la compañía nos estaba esperando para reanudar la marcha. Llegué plegada en dos, con una mano apoyada en el pecho para contener la bola bajo las costillas.

Uno de mis compañeros se quedó mirándome:

—No nos crea tan huevones. ¡Qué enferma ni qué nada, ni siquiera estás amarilla!

Oí a Lucho, detrás de mí, replicarle:

—Amarilla, no; está verde. ¡Déjala en paz!

Sombra se había situado al frente del grupo. Yo hasta ahora lo veía. Había visto todo. Se acercó, cojeando. Nunca antes me había dado cuenta de su limitación.

—¿Ahora qué pasa? —me soltó, suspicaz.

—Nada.

—Venga, póngale berraquera, tenemos que irnos ya.

—¡Míreme! —me ordenó. Desvié la mirada.

Sombra llamó con voz fuerte a un guerrillero que estaba en la delantera.

—¡Indio, venga para acá!

El tipo llegó al trote con su morral enorme, como si nada.

—Deje aquí el equipo.

Era un muchacho más bajito que yo, cuajado, con un torso amplísimo y brazos como piernas. Tenía el porte de un búfalo.

—Se la carga a la espalda. Haré que le lleven el equipo.

El indio mostró en una gran sonrisa todos sus dientes blancos y hermosos, y me dijo:

—No va a ser lo más cómodo, pero hagámosle.

Y salí a lomos de este hombre que corría por la selva saltando como un cabrito a toda velocidad. Me agarraba de su cuello, sintiendo cómo el sudor de su cuerpo me empapaba la ropa, tratando de aguantar y de no resbalar, y repitiéndome a cada sacudida: «El hígado no me va a estallar, mañana todo irá mejor».

49
EL RAQUETEO DE GUILLERMO

El hígado no me estalló, pero al día siguiente no me fue mejor. Yo había llegado al emplazamiento del campamento antes que los demás, pero cuando llegó mi equipo ya era noche cerrada. Acababa de guindar mi hamaca cuando el diluvio se nos vino encima. Apenas si tuve tiempo de saltar dentro para no empaparme. En cuestión de minutos vi un torrente formarse y bajar a toda velocidad llevándose todo a su paso, incluidas la caleta de Gloria y la de Jorge. Tuvieron que pasar de pie parte de la noche, con sus cosas en los brazos, bajo una de las carpas cercanas, a la espera de que dejara de llover y bajara la inundación.

Al amanecer de la mañana siguiente me di cuenta de que Guillermo se había dado gusto esculcándome el equipo, lo que explicaba que me lo hubieran devuelto tan tarde la víspera. Había tomado el diccionario y el bluyín de Mela. Quedé abatida. El hombre había logrado meterle mano a lo que siempre había codiciado. Al hacerle el reclamo, ni siquiera intentó justificarse:

—Vaya y póngale la queja a Sombra —me respondió con altanería, luego de informarme que había tirado todo en el monte. Sabía que no era verdad. Los cinturones que había confeccionado para mis familiares estaban repartidos entre la tropa. Vi a Shirley usar el de Mamá. Me había embaucado. Me daba rabia no haber tomado precauciones. Pero también me daba cuenta de que en el estado en que me encontraba había perdido la partida de antemano.

A nadie se le ocurre cargar con un diccionario de dos mil páginas en plena selva. Solo a él y a mí, que lo apreciábamos más que a nada en el mundo. Esto me ayudó a contener el odio que alimentaba hacia Guillermo. De cierto modo, si utilizaba el diccionario con la misma pasión que yo, más valía que fuera él quien lo tuviera, ya que podía cargarlo y yo no.

Me desprendí con menos facilidad del bluyín de Mela. Experimentaba un cruel sentimiento de culpa, como si haber aceptado que me cargaran el morral hubiera equivalido a traicionar el amor de mi hija.

Sin embargo, poco a poco el tiempo hizo su trabajo. También esa herida acabó por cerrarse. Decidí que lo importante no era tener éxito en conservar el pantalón, sino comprender cuántas veces en mis años de aflicción, el gesto de mi hija me había acompañado y devuelto la sonrisa, pues me gustaba imaginármela buscando qué regalarme aquella última Navidad.

A la mañana siguiente no fue el indio quien vino a buscarme. Sombra había delegado a Brian para transportarme. Todos lo consideraban el más berraco de la tropa. Yo lo apreciaba. Siempre había sido amable con todo el mundo. Imaginé que con él las cosas solo podían mejorar.

Me montó a caballo sobre su espalda y se alejó a la carrera, dejando atrás al resto del grupo. Desde los primeros minutos sentí algo raro. Su manera de andar era brusca y a cada paso sentía que mi hígado se resentía con los contragolpes. Me escurría. Para no caerme tenía que agarrarme de su cuello, a riesgo de sofocarlo. Al cabo de una hora el pobre Brian estaba reventado. Estaba tan sorprendido como yo, y no entendía cómo el indio había podido correr la víspera durante horas sin cansarse, mientras que él estaba agotado cuando apenas acababa de arrancar.

Su orgullo iba a sufrir: su falta de resistencia sería blanco de sarcasmos. De modo que me cogió entre ojos, quejándose de mi falta de colaboración y haciendo todo lo posible por humillarme cada vez que nos cruzábamos con otro guerrillero por el camino.

—Espéreme aquí —dijo, abandonándome en medio de la selva.

Se fue corriendo para «remolcar» su morral, para traerlo hasta donde estábamos. Estaba sola en medio de la nada. Brian me había tirado allí a sabiendas de que no me atrevería a moverme. El transporte a lomo de hombre se había vuelto un calvario. Me cobraba sus esfuerzos sacudiéndome como a un bulto de papas. Sentí desfallecer y me tendí en el suelo mientras esperaba que regresara. Mientras yacía acostada, unas abejas negras, atraídas por el sudor, tomaron por asalto mi ropa y me cubrieron por completo.

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