No mires atrás (12 page)

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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: No mires atrás
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—Su perra está pariendo.

Skarre se metió la nota en el bolsillo.

—A Halvor le resultará difícil documentar el tiempo que estuvo fuera con la moto. Espero que no sea él quien lo haya hecho. Me pareció un buen chico.

—Un asesino es un asesino —replicó Sejer lacónico—. A veces parecen buenos chicos.

—Sí —contestó Skarre—. Pero resulta más fácil encerrar a alguien que nos parece horrible.

Johnas puso una mano bajo la tripa de la perra y la palpó cuidadosamente. El animal respiraba deprisa, y la lengua, rosa y húmeda, le colgaba de la boca. Yacía muy quieta dejándose tocar. Ya no faltaba mucho. Johnas miró por la ventana esperando que todo acabara rápidamente.

—Buena chica, Hera —dijo acariciándola.

El animal miraba un punto más allá de él, indiferente a los elogios. Johnas se dejó caer al suelo a cierta distancia y se quedó mirándola. Ese animal tan callado y tan paciente le conmovía. Nunca había problemas con Hera; siempre era obediente y dócil como un ángel. Jamás se alejaba de su lado cuando daban paseos, y comía lo que le daba. Cuando él subía al piso de arriba a acostarse por las noches, ella se acurrucaba silenciosamente en su rincón. En realidad quería estar así, sentado hasta que todo hubiese acabado, muy cerca de ella, escuchando su respiración. Tal vez no pasara nada hasta la mañana siguiente. No se sentía cansado. Entonces sonó el timbre de la puerta, un breve y agudo timbrazo. Se levantó y abrió.

Sejer le dio un apretón de mano fuerte y seco. El hombre irradiaba autoridad. El más joven era diferente, una mano delgada de chico joven, con los dedos finos. Una expresión cálida, no fría y observadora como la del hombre mayor. Los invitó a entrar.

—¿Qué tal la perra? —preguntó Sejer.

Una hermosa dobermann yacía muy quieta sobre una alfombra oriental rosa y negra. No será auténtica, pensó Sejer; nadie coloca a una perra parturienta sobre una auténtica alfombra persa. La perra respiraba deprisa, pero por lo demás permanecía muy quieta, haciendo caso omiso de los dos extraños que acababan de entrar en la habitación.

—Es la primera vez. Vienen tres, creo; he intentado contarlos. Todo irá bien. Hera nunca plantea problemas. —Los miró y sacudió la cabeza—. Estoy tan impactado por lo ocurrido que no logro concentrarme en nada.

Johnas miraba a la perra mientras hablaba, a la vez que se tocaba la calva con una mano enérgica. Un mechón de pelo oscuro y rizado le coronaba la calva y sus ojos eran inusualmente negros. Era un hombre de estatura mediana, pero tenía un torso fuerte y algunos kilos de más alrededor de la cintura. Debía de rondar los cuarenta. De joven podría haberse parecido a Skarre en una versión más morena. Tenía rasgos finos y un buen color de cara, como si hubiera tomado el sol en el sur.

—¿No querrán comprar un cachorro?

Les dirigió una mirada rápida, suplicante.

—Tengo un leonberger —contestó Sejer—, y no creo que me perdonara que llegara a casa con un cachorro. Está muy mimado.

Johnas señaló el sofá y movió la mesa para que los dos hombres pudieran acomodarse detrás.

—Me he encontrado a Fritzner en el garaje. Acabo de llegar de Oslo de una feria. Me lo ha contado. Aún no puedo creérmelo. No debería haberla dejado bajar del coche. —Se frotó los ojos y miró de nuevo a la perra—. Annie estuvo aquí muchas veces. Solía cuidar de los niños. También conozco a Sølvi. Si se hubiera tratado de ella —dijo en voz baja—, no me habría extrañado tanto. Sølvi sí es de las que entraría en un coche si alguien se lo pidiera, aunque no lo conociera de nada. Solo piensa en los chicos. Pero Annie… —Los miró—. A Annie no le interesaban esas cosas. Era muy prudente. Y tenía novio, creo.

—Así es, lo tenía. ¿Lo conocía usted?

—No, no, en absoluto. Pero los he visto por aquí, en la calle, de lejos. Eran muy tímidos, ni siquiera iban cogidos de la mano. —Sonrió nostálgicamente al pensar en ello.

—¿Adónde se dirigía usted cuando recogió a Annie?

—Iba al trabajo. Durante algún tiempo pensé que Hera iba a parir, pero no fue así.

—¿A qué hora abre usted?

—A las once.

—Pero es muy tarde, ¿no?

—Sí, aunque ya sabe, la gente necesita el pan y la leche temprano, pero las alfombras persas se dejan para más tarde, cuando se han cubierto las necesidades más primitivas. —Sonrió con ironía ante su propio comentario—. Tengo una tienda de alfombras —explicó—. En el centro, en la calle Cappelen.

Sejer asintió.

—Annie iba a casa de Anette Horgen a hacer un trabajo del colegio. ¿Se lo mencionó a usted?

—¿Un trabajo del colegio? —preguntó extrañado—. No, no lo mencionó.

—Pero llevaba una mochila.

—Sí, sí. Tal vez fuera un pretexto, qué sé yo. Iba a la tienda de Horgen, es todo lo que sé.

—Cuéntenos lo que vio.

—Annie bajaba corriendo la pendiente empinada que hay junto a la rotonda. Yo crucé y me detuve en la parada del autobús. Le pregunté si quería que la llevara. Iba, como he dicho, a Horgen; es un buen trecho. No es que ella fuera vaga; Annie era muy deportista. Siempre iba corriendo. Seguro que estaba en muy buena forma. Pero subió al coche y me pidió que la dejara junto a la tienda. Pensé que iba a comprar algo o tal vez a encontrarse con alguien. La dejé allí y seguí mi camino. Pero sí que vi la moto. Estaba aparcada junto a la tienda, y lo último que vi es que la chica se dirigía hacia ella. Quiero decir, no estoy seguro de si el tipo la estaba esperando y no vi quién era. Solo vi que se acercaba con pasos firmes hacia la moto, y no se volvió.

—¿Qué moto era?

Johnas extendió los brazos.

—Entiendo que ustedes tienen que preguntar, pero no sé nada de motos. Mi oficio es otro, por así decirlo. Para mí no era más que acero y cromo.

—¿Y el color?

—¿No suelen ser negras las motos?

—En absoluto —respondió Sejer secamente.

—Por lo menos no era de color rojo chillón, de eso me acordaría.

—¿Era una moto grande y potente, o pequeña? —quiso saber Skarre.

—Creo que era grande.

—¿Y el conductor?

—No pude verlo. Llevaba un casco con algo rojo, eso sí lo recuerdo. No parecía mayor. Creo que era un chico joven.

Sejer se inclinó hacia delante.

—Usted ha visto al novio. Él tiene moto. ¿Podría haber sido él?

Johnas frunció las cejas como poniéndose en guardia.

—Lo he visto por la calle, de lejos. El hombre de la moto también se encontraba a cierta distancia y llevaba casco. No puedo saber si era él o no. Ni siquiera me atrevo a insinuarlo

—No que fuera él —dijo Sejer entornando los ojos—. Solo que pudo haber sido él. Dice usted que era joven. ¿Era de complexión frágil?

—Con los trajes de piel no se puede saber —contestó con aire desamparado.

—Pero ¿por qué supone que era joven?

—Pues no sé —contestó confuso—. ¿Qué puedo decirles? Seguramente lo supuse porque Annie era joven. O tal vez fuera algo en su actitud. —Parecía algo perplejo—. En ese momento no sabes que estos detalles podrán ser importantes. —Volvió a levantarse y se arrodilló junto a la perra—. Tiene usted que hacerse cargo de lo que supone vivir en este sitio —dijo incómodo—. Los rumores se extienden muy deprisa. Y además, no me cabe en la cabeza que su novio haya sido capaz de hacer una cosa así. No era más que un muchacho, y llevaban mucho tiempo juntos.

—Será mejor que nos deje a nosotros decidir si fue él o no —repuso Sejer con firmeza—. Esa moto es importante, y también ha sido vista por otro testigo. Si es inocente, no será condenado.

—¿No? —dijo como dudándolo—. Bueno, pero también es terrible que sospechen de ti, se lo aseguro. Si digo que se parecía al novio, ustedes pueden hacerle la vida imposible. Y la verdad es que no tengo ni idea de quién era. —Movía enérgicamente la cabeza—. No vi más que una figura con traje y casco. Puede haber sido cualquiera. Tengo un hijo de diecisiete años; podría haber sido él. No le habría reconocido con esa ropa. ¿Lo entienden?

—Sí, lo entiendo —contestó Sejer secamente—. Por fin ha contestado a mi pregunta. Podría haber sido él. Y en cuanto al daño que se le puede hacer, supongo que ya está hecho.

Johnas tragó saliva haciendo ruido.

—¿De qué hablaron usted y Annie mientras iban en el coche?

—No era muy habladora. Yo llené el tiempo hablando de Hera y los cachorros.

—¿Daba la impresión de estar preocupada o angustiada por algo?

—En absoluto. Estaba como siempre.

Sejer echó un vistazo a su alrededor y se fijó en que la habitación tenía pocos muebles, como si el hombre aún no hubiera terminado de decorarla y amueblarla. Pero había muchas alfombras, en los suelos, en las paredes, grandes alfombras orientales con aspecto de ser muy caras. De la pared colgaban dos fotografías, una de un niño rubio de unos dos años, y otra de un adolescente.

—¿Son sus hijos? —preguntó Sejer señalando hacia las fotografías.

—Sí —contestó Johnas—. Pero esas fotos no son recientes.

Volvió a acariciar las orejas negras y suaves como el terciopelo, y el hocico húmedo de la perra.

—Ahora vivo solo —añadió—. Por fin he encontrado un piso en la ciudad, en Oscarsgate. Esta casa es demasiado grande para mí. Últimamente no veía mucho a Annie. Supongo que le resultaba un poco incómodo cuando mi mujer se marchó. Y tampoco había ya niños que cuidar.

—¿Trabaja usted con alfombras orientales?

—Comercio más que nada con Turquía y Pakistán. A veces también con Irán, pero en ese país tienden a subir mucho los precios. Viajo allá un par de veces al año y me quedo unas semanas. Me tomo mi tiempo. Empiezo a conocer a gente —añadió satisfecho—. He conseguido muy buenos contactos. Eso es lo más importante, tener una relación de confianza. Sus experiencias con Occidente no son demasiado buenas.

Skarre se deslizó junto a la mesa y se acercó a la pared transversal de la casa, cubierta casi en su totalidad por una gran alfombra.

—Esa es turca, de Esmirna —dijo Johnas—. Es una de las más valiosas que poseo. En realidad no puedo permitirme el lujo de tenerla. Dos millones y medio de nudos. ¿Bastante increíble, verdad?

Skarre miró la alfombra.

—¿Es cierto que están hechas por niños? —preguntó.

—A menudo sí, pero no las mías. Eso daña la reputación del negocio. Puede que no guste, pero es un hecho que las mejores alfombras son las hechas por niños. Los adultos tienen los dedos demasiado gordos.

Se quedaron un rato admirando la alfombra, con todas sus formas geométricas siempre hacia dentro, siempre más pequeñas, en un número casi infinito de diferentes matices de color.

—¿Es verdad que encadenan a los niños a los telares? —preguntó Sejer, escéptico.

Johnas, exasperado, negó con la cabeza.

—Dicho así suena terrible. Los que consiguen un trabajo en un telar pueden considerarse afortunados. Un buen tejedor tiene comida, ropa y calor. Tiene una vida. En el caso de que sea cierto que se les encadena al telar es a petición de sus padres. Es muy corriente que un pequeño tejedor de esos sostenga a una familia de cinco o seis personas. De esa manera puede salvar a su madre y a sus hermanas de la prostitución, y a su padre o sus hermanos de la mendicidad o de convertirse en ladrones.

—He oído decir que no es más que una forma de demorarlo —dijo Sejer—. Cuando se hacen adultos y tienen los dedos gordos, están a menudo ciegos o con la vista muy disminuida debido a los esfuerzos realizados ante el telar. Entonces no pueden trabajar en nada. Y acaban, de todos modos, mendigando.

—Ha visto usted demasiada televisión —repuso Johnas sonriendo—. Haga un viaje a esos lugares y podrá comprobarlo usted mismo. Los tejedores son personitas felices que gozan de gran respeto entre la gente. Así es. Pero tenemos que contribuir a que los países ricos mantengan intacta su moralidad. Son más susceptibles que nadie en esas cuestiones. Por eso me mantengo alejado del trabajo infantil. Si quiere usted alguna vez una alfombra, venga a la calle Cappelen —dijo con insistencia—. Me ocuparé de que haga una buena compra.

—No creo que mi poder adquisitivo me lo permita.

—¿Por qué está manchada? —quiso saber Skarre.

Johnas no pudo reprimir una pequeña sonrisa ante tanta ignorancia, al mismo tiempo que se reanimaba, como si hablar de su gran pasión fuera un soplo a unas brasas a punto de apagarse. Se inflamó.

—Es una alfombra hecha por nómadas.

Ese dato no decía absolutamente nada a Sejer.

—Los nómadas se trasladan constantemente, ¿verdad?, por lo que pueden tardar un año en hacer una alfombra de este tamaño. Colorean la lana con plantas que tienen que recoger en diferentes estaciones del año, en terrenos diferentes, con diferentes condiciones de vida para cada planta. Este azul —añadió señalando la alfombra— es de índigo. El rojo viene de la raíz de rubia. Pero en el interior del hexágono hay otro tono de rojo, más naranja que la henna, que procede de insectos molidos, y el amarillo es del azafrán. —Puso una mano en la alfombra y la alisó hacia abajo—. Esta es una alfombra turca, hecha con nudos de Gördes. En cada centímetro cuadrado hay aproximadamente cien nudos.

—¿Y los dibujos? ¿Quién los hace?

—Se emplean dibujos de hace cientos de años; muchos de ellos ni siquiera están pintados en papel. Los viejos tejedores van por el taller describiéndolos.

Los viejos tejedores ciegos, pensó Sejer.

—Los que vivimos en Occidente hemos tardado mucho tiempo en descubrir esta artesanía —prosiguió Johnas—. Tradicionalmente preferimos los dibujos figurativos, es decir, algo que cuenta una historia. Por esa razón fueron las alfombras de caza y de jardines las que primero llamaron la atención en nuestra parte del mundo, porque contienen motivos de flores y animales. Yo prefiero estas otras. Primero ese ancho borde que mantiene todo en su lugar. Luego la mirada va desplazándose hacia dentro, y al final llegamos al tesoro, por así decirlo. Como aquí —añadió señalando la alfombra—, hasta el medallón del centro. Perdónenme —dijo de repente—, he acaparado la conversación.

Parecía un poco perplejo.

—Ese casco —dijo Skarre, cambiando de tema—, ¿era medio o integral?

—¿Hay cascos medios? —preguntó Johnas extrañado.

—Un casco integral lleva también protección de mandíbula y barbilla. Un casco medio solo cubre el cráneo.

—En eso no me fijé.

—¿Y el traje? ¿Era negro?

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