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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (7 page)

BOOK: No mires atrás
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—Se hacen notar más cuando son niños.

—Quiero decir —prosiguió Sejer—, ¿cuándo cambió más o menos?

—En la época normal. A los catorce años más o menos. La pubertad —explicó.

Sejer asintió, y miró de nuevo al padre.

—¿Ese cambio no tendría otras causas?

—¿De qué clase? —preguntó la madre.

Sejer suspiró ligeramente y se reclinó hacia atrás.

—Solo intento averiguar por qué murió.

La madre empezó a temblar con tanta vehemencia que apenas entendieron lo que decía.

—¿Por qué murió? Tuvo que ser un…

No fue capaz de pronunciar la palabra.

—No lo sabemos.

—Pero ¿la habían…? —De nuevo hubo una pausa.

—No lo sabemos, señora Holland. Aún no. Esas cosas tardan. Pero los que se están ocupando de Annie son buenos profesionales.

Miró la habitación, ordenada y limpia. Era azul y blanca, como la ropa de Annie. Ramos de flores secas por encima de las puertas, cortinas de encaje, figuritas decorativas en la pared, fotografías, tapetes de encaje. Todo conjuntado, ordenado y decente. Sejer se levantó. Se acercó a una gran fotografía en la pared.

—Se la hicieron este invierno.

La madre lo siguió. Sejer descolgó la fotografía con cuidado y la miró. Se sorprendía cada vez que volvía a ver una cara que solo había visto sin vida y sin brillo. La misma persona y sin embargo distinta. Annie tenía una cara ancha, con la boca grande y unos enormes ojos grises. Cejas pobladas y oscuras. Sonreía con cierta timidez. En la parte inferior de la foto se veía el cuello de la camisa y un trocito del medallón. Bonita, pensó.

—¿Hacía deporte?

—Antes —dijo el padre en voz baja.

—Jugaba a balonmano —añadió la madre con tristeza—, pero lo dejó. Ahora corría mucho. Decenas de kilómetros a la semana.

—¿Decenas de kilómetros? ¿Por qué dejó el balonmano?

—Cada vez le ponían más deberes en el colegio. Así son los chicos, prueban las cosas y luego las dejan. También estuvo un tiempo en la banda de música del colegio; tocaba el cornetín. También lo dejó.

—¿Era buena en balonmano?

Sejer volvió a colgar la fotografía en su sitio.

—Muy buena —dijo el padre en voz baja—. Era portera. No debería haberlo dejado.

—Creo que le resultaba aburrido ser portera —dijo la madre—. Creo que lo dejó por eso.

—No lo sabemos con seguridad —contestó el marido—. Nunca nos lo explicó.

Sejer volvió a sentarse.

—De manera que ustedes reaccionaron ante su decisión. ¿Les pareció… incomprensible?

—Sí.

—¿Iba bien en el colegio?

—Mejor que la mayoría. No es mi intención presumir —añadió el padre—, es la verdad.

—Ese trabajo escolar que las chicas estaban haciendo, ¿de qué trataba?

—De la escritora Sigrid Undset. Tenían que entregarlo para San Juan.

—¿Puedo ver su habitación?

La madre se levantó y salió con pasos cortos y titubeantes. El marido se quedó sentado sobre el brazo del sofá, inmóvil.

La habitación era minúscula, pero había sido su nido para ella sola. Apenas había sitio para una cama, una mesa y una silla. Sejer miró por la ventana y vio justo enfrente, al otro lado del camino, la terraza del vecino. La casa pintada de naranja. Debajo de la ventana se veían restos de una vieja gavilla que había proporcionado comida a los pájaros. Buscó ídolos por las paredes, pero no encontró ninguno. Sin embargo, la habitación estaba llena de copas, diplomas, medallas, y un par de fotos de la propia Annie: una foto vestida de portera, junto con el resto del equipo, y otra haciendo surfing con muy buen estilo. En la pared, sobre la cama, había varias fotos de niños pequeños; una de ella con un coche de niño, y otra de un chico. Sejer señaló con el dedo.

—¿Su novio?

La madre asintió con la cabeza.

—¿Trabajó Annie con niños? —preguntó señalando una foto de Annie con un niño rubio sobre las rodillas. Parecía orgullosa y contenta. Era como si levantara al niño hacia la cámara, casi como un trofeo.

—Cuidaba de los niños que iban naciendo en esta calle.

—¿De manera que le gustaban los niños?

La madre volvió a asentir.

—¿Tenía algún diario, señora Holland?

—Creo que no. Lo he estado buscando —admitió—. Lo he estado buscando toda la noche.

—¿No ha encontrado nada?

Negó con la cabeza. Llegaba un murmullo desde el cuarto de estar.

—Necesitamos algunos nombres —dijo Sejer por fin—. De gente con la que tendremos que hablar.

Volvió a mirar las fotos de la pared y estudió el traje de portera de Annie; era negro, con un emblema verde sobre el pecho.

—Parece un dragón o algo por el estilo.

—Es un monstruo marino —explicó la madre con serenidad.

—¿Por qué un monstruo marino?

—Porque se supone que hay uno en este fiordo. No es más que una leyenda, una historia de otros tiempos. Si estás remando y oyes un rumor detrás de la barca, es el monstruo que emerge de las profundidades. Nunca debes volverte, sino seguir remando con cuidado. Si haces como si no pasara nada y le dejas en paz, todo irá bien, pero si te vuelves y lo miras a los ojos, te llevará consigo a las profundidades, a la gran oscuridad. La leyenda dice que tiene los ojos rojos.

—Volvamos al cuarto de estar.

Skarre seguía escribiendo. El marido seguía sentado sobre el brazo del sofá. Daba la impresión de estar a punto de caerse.

—¿Y su hermana?

—Vuelve en avión este mediodía. Está en Trondheim; tengo una hermana allí.

La señora Holland se dejó caer de nuevo en el sofá y se inclinó hacia su marido. Sejer se acercó a la ventana y al asomarse se encontró con una cara mirando por la ventana de la cocina de la casa de al lado.

—Aquí viven ustedes muy cerca los unos de los otros —dijo—. ¿Se conocen bien todos los vecinos?

—Bastante bien. Todo el mundo habla con todo el mundo.

—¿Y todo el mundo conocía a Annie?

Asintió.

—Iremos de casa en casa. No quiero que ustedes se sientan molestos por ello.

—No tenemos nada de qué avergonzarnos.

—¿Podrían proporcionarnos algunas fotos?

El padre se levantó y se acercó al estante que había debajo del televisor.

—Tenemos un vídeo del verano pasado —dijo—. Estábamos en la cabaña, en Kragerød.

—No necesitan un vídeo —dijo la madre reposadamente—, solo una foto.

—Me gustaría verlo.

Sejer cogió el vídeo y dio las gracias.

—¿Varias decenas de kilómetros a la semana? —preguntó—. ¿Corría sola?

—Nadie podía seguir su ritmo —contestó el padre en un tono plano.

—De modo que dedicaba mucho tiempo a correr a pesar de los deberes. Decenas de kilómetros a la semana. Entonces no fueron realmente los deberes la causa de que dejara el balonmano…

—Podía correr cuando quería —replicó la madre—. A veces corría antes de desayunar. Pero cuando tenían partido debía estar a una hora determinada, así que no podía decidir por su cuenta. Creo que no le gustaba sentirse atada. Annie era muy independiente.

—¿Por dónde corría?

—Por todas partes y a cualquier hora. Por la carretera principal, por el bosque…

—¿Incluso hasta la laguna de la Serpiente?

—Sí.

—¿Era inquieta?

—Era muy tranquila y sosegada —contestó la madre en voz baja.

Sejer volvió a acercarse a la ventana y vio a una mujer que cruzaba la carretera a toda prisa. Llevaba un niño con chupete en los brazos.

—¿Le interesaban otras cosas aparte de correr?

—Cine, música, libros y cosas así. Y los niños pequeños —añadió el padre.

—Sobre todo cuando era más joven.

Sejer pidió a los padres que hicieran una lista de todas las personas cercanas a Annie: amigos, vecinos, profesores, familia, novios…, si es que había tenido más. Cuando la lista estuvo por fin terminada contenía cuarenta y dos nombres, acompañados de sus respectivas direcciones más o menos completas.

—¿Van a hablar con toda la gente de la lista? —preguntó la madre.

—Sí, lo haremos. Y esto es solo el principio. Pensaremos en ustedes —concluyó.

—Tenemos que pasar por casa de ese Thorbjørn Haugen. El que salió a buscar a Ragnhild ayer. Tiene que acordarse de alguna hora en concreto.

El coche pasó lentamente por los garajes. Skarre repasó sus notas.

—Pregunté al padre de Annie por el tema del balonmano mientras la madre y tú estabais en la habitación de la chica —explicó.

—¿Y?

—Dijo que Annie prometía mucho. El equipo había tenido una temporada llena de éxitos, incluso estuvieron de gira por Finlandia. El padre nunca entendió por qué la chica lo dejó. Es más, llegó a preguntarse si había sucedido algo.

—Tal vez deberíamos tratar de encontrar al entrenador o entrenadora. Podría haber algo por ese lado.

—Es entrenador —contestó Skarre—. Estuvo llamando durante semanas para que la chica recapacitase. El equipo atravesó grandes dificultades cuando ella lo dejó. Nadie fue capaz de sustituirla.

—Llamaremos desde la comisaría para pedirles el nombre.

—Se llama Knut Jensvoll y vive en Gneidveien, ocho. Muy cerca de aquí.

—Muchas gracias —dijo Sejer, frunciendo el entrecejo—. Estoy pensando —añadió— que tal vez Annie fuera asesinada mientras nosotros estábamos en Granittveien, a un par de minutos de distancia, ocupándonos de Ragnhild. Llama al Anatómico Forense, pregunta por Snorrason y métele un poco de prisa para que nos entregue el informe lo antes posible.

Skarre cogió el teléfono móvil.

—El número está grabado en el cuatro.

Tecleó el cuatro, esperó y preguntó por Snorrason. Esperó de nuevo y comenzó a murmurar.

—¿Qué ha dicho?

—Que tienen las cámaras llenas. Que todas las muertes son trágicas sea cual sea la causa, y que hay unas cuantas personas a la espera de poder enterrar a sus seres queridos, pero que comprende la gravedad del asunto, y que si quieres puedes ir dentro de tres días y obtener un informe oral preliminar. Para el escrito tendrás que esperar más tiempo.

—Bueno —murmuró Sejer—. No está mal, tratándose de Snorrason.

Raymond untaba mantequilla en pan tostado. Con la lengua fuera, estaba profundamente concentrado en no romperlo. Tenía ya cuatro rebanadas de pan, una encima de otra, con mantequilla y azúcar entre cada una; su récord eran seis.

La cocina era pequeña y bastante acogedora, pero estaba muy desordenada después de todo ese trabajo con la comida. Había una rebanada preparada para el padre, pan blanco sin corteza untado de grasa de tocino de la sartén. Luego, al acabar de comer, fregaría los platos, y al final, como siempre, barrería el suelo de la cocina. Ya había vaciado el orinal del padre y había llenado de agua el jarrón de la habitación. No se veía el sol, todo estaba gris y el paisaje de fuera era triste y llano. El café ya había hervido tres veces, tal y como debía ser. Añadió una quinta rebanada; se sentía contento. Estaba a punto de echar el café en la taza de su padre cuando oyó que un coche se detenía delante de la puerta. Para su gran asombro vio que se trataba de un coche de policía. Se puso tenso, se alejó de la ventana y, corriendo, se fue a acurrucar en un rincón de la sala. Tal vez venían a buscarlo para meterlo en la cárcel. Y entonces ¿quién se ocuparía de su padre?

Fuera se oían puertas de coche y un gran murmullo de voces. No estaba seguro de haber hecho algo malo, pero no siempre resultaba fácil saberlo, pensó. Por si acaso, permaneció inmóvil mientras llamaban a la puerta. No dejaban de llamar; llamaban una y otra vez mientras decían su nombre. Tal vez su padre los oyera. Empezó a toser muy fuerte, con el fin de ahogar el ruido. Al cabo de un rato el timbre dejó de sonar. Seguía inmóvil en el rincón de la sala, junto a la chimenea, cuando vio un rostro en la ventana: un hombre alto, de pelo canoso, saludando con los brazos levantados. Quiere hacerme salir, pensó Raymond, diciendo enérgicamente que no con la cabeza. Se agarró a la chimenea y se metió aún más adentro en el rincón. El hombre de fuera parecía buena persona, pero no era seguro que lo fuera. Esas cosas las había descubierto Raymond hacía mucho tiempo; no era tonto. Al cabo de mucho rato no aguantó más y salió corriendo hacia la cocina, pero también allí había un rostro. Tenía el pelo rizado y llevaba uniforme. Raymond se sentía como un gato encerrado en un saco. No había salido con el coche en todo el día, seguía sin arrancar, así que no podía tener nada que ver con el coche. Será por lo de la laguna, pensó desesperado mientras se balanceaba. Al cabo de un rato fue hasta la entrada y se puso a mirar preocupado la llave que salía de la cerradura.

—¡Raymond! —gritó uno de ellos—. Solo queremos charlar un rato. No pasa nada.

—¡No me porté mal con Ragnhild! —gritó.

—Lo sabemos. No venimos por eso. Solo necesitamos que nos ayudes un poco.

Vaciló aún un buen rato y por fin abrió.

—¿Podemos entrar? —preguntó el más alto—. Tenemos que preguntarte algo.

—Sí, sí, es que no estaba seguro de lo que queríais. No voy a abrir a cualquiera.

—Tienes razón —dijo Sejer mirándolo con curiosidad—. Pero cuando es la policía puedes abrir. No hay peligro.

—Vamos a sentarnos en la sala.

Se avanzó y señaló el sofá, que tenía una curiosa pinta de haber sido hecho en casa. Sobre el asiento había una vieja manta. Se sentaron y estudiaron la habitación: una sala bastante pequeña, cuadrada, con sofá, mesa y dos sillones. En las paredes colgaban fotos de animales, y una de una mujer algo mayor con un niño sobre las rodillas. Seguramente era su madre. El niño tenía rasgos claramente mongólicos y la edad de la mujer debió de ser determinante para el destino de Raymond. Desde donde estaban sentados no se veía ningún televisor, y tampoco teléfono. Sejer no recordaba haber visto ninguna sala de estar sin televisor desde hacía muchos años.

—¿Está tu padre? —preguntó, mirando la camiseta de Raymond. Era blanca y llevaba el siguiente texto:
YO SOY EL QUE DECIDO.

—Está en la cama. Ya no se levanta, no puede andar.

—¿Y tú eres el que lo cuida?

—Bueno, hago la comida y arreglo las cosas, ya sabes.

—Tu padre tiene mucha suerte contigo.

Una amplia sonrisa, de esas tan extraordinariamente encantadoras que caracterizan a las personas con síndrome de Down, se dibujó en el rostro de Raymond. Un niño inocente en un cuerpo enorme. Tenía las manos fuertes y anchas, los dedos excepcionalmente cortos, y los hombros grandes y cuadrados.

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