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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (15 page)

BOOK: No mires atrás
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De pronto descubrieron un pastor alemán que yacía muy quieto en un rincón, observándolos con la mirada alerta. No se había movido ni había ladrado cuando entraron en la habitación.

—¿Qué has hecho con ese perro —preguntó Sejer— que yo no he podido lograr del mío? El mío se tira a la gente en cuanto ponen los pies en la entrada y arma tanto alboroto que se le oye en la planta baja. Y eso que vivo en el piso trece —añadió.

—Eso es porque está demasiado unido a ti —contestó Bjørk secamente—. Nunca debes tratar a un perro como si fuera lo único que tienes en el mundo. ¿O acaso es así?

Sonrió irónicamente, estudió a Sejer con los ojos entornados y supuso que el resto de la conversación se desarrollaría en un tono menos distendido que hasta ese momento. Llevaba el pelo corto, pero sucio y grasiento, y la barba muy poblada. Una sombra oscura le cubría la parte inferior de la cara.

—Bien —dijo tras una pausa—. Y ahora quieres saber si conocía a Annie.

Soltó la frase con mucho cuidado, como si tratara de sacarse una espina.

—Estuvo en este piso varias veces con Sølvi. No veo por qué no decirlo. Luego Ada se enteró y puso fin a esas visitas. De hecho, Sølvi quería venir. No sé qué le ha hecho Ada, pero creo que es algo parecido a un lavado de cerebro. Ahora ya no le intereso. Holland se ha quedado con la tutela. —Se rascó la barbilla, y como los otros seguían callados, continuó—: ¿Has pensado tal vez que yo maté a Annie con el fin de vengarme? Dios mío, no, no lo hice. No tengo nada en contra de Eddie Holland, y no le deseo a nadie, ni siquiera a mi rival, el mal trago de perder a una hija. Porque eso es lo que me ha pasado a mí: ya no tengo hijos. No tengo fuerzas para seguir luchando. Pero, desde luego, admito que he pensado que ahora esa vieja mojigata ya sabe lo que es perder a una hija. Lo sabe, ya lo creo. Y mis posibilidades de volver a ver a Sølvi son más remotas que nunca. A partir de ahora, Ada no apartará la vista de ella ni un momento. Es una situación en la que nunca habría deseado verme metido.

Sejer escuchaba sin moverse. La voz de Bjørk sonaba áspera y ácida.

—¿Que dónde me encontraba yo en el momento de los hechos? La encontraron el lunes, ¿no? Sobre el mediodía, si recuerdo bien lo que leí en la prensa. Entonces la respuesta es aquí, en el piso, sin coartada. Probablemente estaba borracho; suelo estarlo cuando no trabajo. ¿Si soy violento? En absoluto. Es verdad que pegué a Ada, pero fue ella la que me provocó; era lo que estaba buscando. Sabía que si conseguía que traspasara los límites tendría algo para llevarme ante los tribunales. Le di un puñetazo. Fue un impulso. De hecho, ha sido la única vez en mi vida que he pegado a alguien. Tuve muy mala suerte, di fuerte y en el clavo: le rompí la mandíbula y perdió varios dientes. Sølvi estaba sentada en el suelo mirando. Ada lo había organizado todo. Había dispersado los juguetes de Sølvi por el suelo para que la niña se quedara mirándonos, y había llenado la nevera de cerveza. Y se puso a discutir; eso se le daba muy bien. No cesó de provocarme hasta que yo exploté. Me metí de lleno en la trampa que me había preparado.

La amargura del hombre dejaba traslucir una especie de alivio, tal vez porque por fin alguien lo escuchaba.

—¿Qué edad tenía Sølvi cuando os divorciasteis?

—Cinco años. Ada ya estaba liada con Holland, y quería quedarse con Sølvi.

—Hace ya mucho tiempo de eso. ¿No has conseguido olvidarlo?

—Uno no olvida nunca a sus hijos.

Sejer se mordió el labio.

—¿Te suspendieron?

—Empecé a beber sin control. Perdí a mi mujer, a mi hija, el trabajo, la casa y el respeto de la mayor parte de la gente. Así que —añadió— no importaba demasiado que me convirtiera también en homicida, de verdad que no. —De pronto sonrió diabólicamente—. Pero entonces habría actuado enseguida; no habría esperado tantos años. Y para ser sincero —prosiguió—, en todo caso me habría cargado a Ada.

—¿Por qué discutíais? —preguntó Skarre con curiosidad.

—Por Sølvi. —Bjørk se cruzó de brazos y miró por la ventana, como si los recuerdos desfilaran por la calle—. Sølvi es algo especial, lo ha sido siempre. Supongo que la habréis conocido, y habréis visto en qué se ha convertido. Ada siempre quiso protegerla. No es demasiado independiente, más bien algo simple, y siente un morboso interés por los chicos y por aparentar ante los demás. Eso es lo que quiere Ada: que Sølvi se busque cuanto antes un marido que pueda cuidar de ella. En mi vida he visto a alguien llevar a una chica tan directa a la ruina. He intentado explicarle que lo que necesita es justamente lo contrario. Necesita fe en sí misma. Yo quería llevarla a pescar y cosas así, enseñarle a cortar leña, jugar al fútbol y dormir en tienda de campaña. Necesita hacer algo de ejercicio físico y que no le entre el pánico cuando se le deshaga el peinado. Ahora está estudiando peluquería mientras se mira en el espejo todo el día. Ada me acusaba de tener algo contra Sølvi. Me decía que en realidad me habría gustado tener un hijo varón y que no había aceptado nunca el hecho de haber tenido una hija. Discutíamos siempre —añadió con un suspiro—, durante todo nuestro matrimonio. Y seguimos discutiendo.

—¿De qué vives ahora?

Bjørk clavó su oscura mirada en Sejer.

—Seguro que ya lo sabes. Trabajo en una empresa privada de seguridad. Voy por ahí por las noches con linterna y perro. Está bien. Poca acción, claro, pero supongo que ya tuve mi ración.

—¿Cuándo estuvieron las chicas aquí por última vez?

Bjørk se frotó la frente como si quisiera extraer la fecha del fondo de sus pensamientos.

—El otoño pasado. También vino el novio de Annie.

—Y desde entonces ¿no las has visto?

—No.

—¿Has llamado a su puerta para preguntar por ella?

—Varias veces. Y Ada ha llamado siempre a la policía. Decía que yo era un intruso, que me comportaba de un modo amenazador. Acabaré teniendo problemas en el trabajo si sigo así, de modo que me he visto obligado a dejar de hacerlo.

—¿Y Holland?

—Holland está bien. En realidad creo que todo esto le resulta bastante desagradable. Pero es un mandado. Ada lo tiene completamente dominado. Él hace lo que se le dice; por eso no discuten nunca. Tú mismo has hablado con ellos, y te habrás dado cuenta de la situación.

Se levantó de repente y se colocó junto a la ventana, de espalda a ellos, enderezándose del todo.

—No sé qué le pasó a Annie —dijo en voz baja—. Pero me habría sorprendido menos si se hubiese tratado de Sølvi. Ella es tan fácil de engañar…

Sejer lo miró con curiosidad y se preguntó por qué todo el mundo decía lo mismo. «Si hubiera sido Sølvi…» Como si todo fuera un grave error, y Annie hubiera sido asesinada por equivocación.

—¿Tienes moto, Bjørk?

—No —contestó extrañado—. Tuve una cuando era más joven. La tenía aparcada en el garaje de un conocido, y al final la vendí. Una Honda 750. Solo me queda el casco.

—¿Cómo es?

—Está colgado en la entrada.

Skarre echó un vistazo y descubrió el casco, un casco integral negro, con la visera tiznada.

—¿Coche particular?

—Solo llevo el Peugeot de la empresa de seguridad. He podido comprobar algo —dijo de repente, mirándolos—. He visto el fenómeno madre-hijo muy de cerca. Es una especie de pacto sagrado que nadie puede romper. Sería más difícil separar a Ada y a Sølvi que a una pareja de gemelos siameses con las manos.

La imagen hizo parpadear a Sejer.

—Seré sincero con vosotros —prosiguió—. Odio a Ada, y no me da la gana ocultarlo. Y sé qué sería lo peor que podría ocurrirle: que Sølvi llegara a ser algún día tan madura que entendiera lo que ha sucedido realmente. Que antes o después se atreviera a desafiar a su madre y viniese aquí para iniciar esa relación padre-hija que nos corresponde y a la que los dos tenemos derecho, una relación de verdad. Eso mataría a Ada.

De repente parecía agotado. El tranvía pasó ruidosamente por la calle, y Sejer volvió a mirar la foto de Sølvi. Intentó imaginarse su propia vida con otro rumbo. Que Elise hubiera empezado a odiarle, que se hubiera marchado llevándose consigo a Ingrid, y que además hubiera conseguido que un tribunal dictaminara que jamás volviera a verla. Se sintió mareado. Tenía mucha imaginación.

—En otras palabras —dijo en voz baja—, ¿Annie Holland era la chica que habrías querido que fuera Sølvi?

—Sí, en cierto modo. Es independiente y fuerte. Era —dijo de pronto, volviéndose—. Es horrible. Espero por Eddie que encontreis al tipo que lo hizo, de verdad que lo deseo.

—¿Por Eddie? ¿No por Ada?

—No —dijo con firmeza—. Por Ada no.

—Un hombre muy elocuente, ¿no te parece?

Sejer puso el coche en marcha.

—¿Le has creído? —preguntó Skarre, señalando a la izquierda.

—No lo sé. Pero esa máscara hosca esconde una gran desesperación, y parece auténtica. Seguro que hay mujeres malas y calculadoras por ahí. Y las mujeres tienen una especie de prioridad sobre los hijos. Debe de ser doloroso estar atrapado en una situación así, por ideas y convenciones contra las que de nada sirve luchar. Tal vez tiene que ser así —añadió pensativo, intentando esquivar los raíles del tranvía—. Tal vez se trate de un fenómeno biológico que da seguridad a los niños. Una verdadera atadura a la madre, imposible de romper.

—¡Ostras!

Skarre escuchaba y movía la cabeza de un lado a otro, como diciendo que no.

—Tú tienes hijos, ¿de verdad crees lo que acabas de decir?

—No, solo pienso en voz alta. ¿Y tú, qué?

—¡Pero si yo no tengo hijos!

—Pero tienes padres, ¿no?

—Sí, tengo padres. Y me temo que soy un enmadrado incurable.

—Yo también —dijo Sejer pensativo.

Eddie Holland salió de la agencia de contabilidad, dio un breve recado a la secretaria y se marchó en su coche. Tras un paseo de veinte minutos, el Toyota verde se metió en un gran aparcamiento. El hombre apagó el motor y se hundió en el asiento. Cerró un instante los ojos y permaneció muy quieto, esperando que algo le hiciera dar la vuelta y regresar sin haber realizado su cometido, pero nada ocurrió.

Por fin abrió los ojos y miró a su alrededor. Era un lugar muy hermoso. El gran edificio reposaba en el paisaje como una gran piedra plana, enmarcada por resplandecientes praderas verdes. Miró los estrechos senderos, donde las tumbas se alineaban en filas simétricas. Árboles frondosos con enormes copas. Consuelo. Silencio. Ni una persona, ni un sonido. Salió vacilante del coche y cerró la puerta ruidosamente con el débil deseo de que alguien lo oyera y saliera por la puerta del crematorio para preguntarle qué quería, para hacérselo fácil, pero nadie salió.

Empezó a caminar por los senderos. Leyó algún nombre, pero sobre todo se iba fijando en los años, como si buscara a alguien que no hubiera muerto de viejo, que tal vez tuviera solo quince años, como Annie, y sí, encontró varios. Comprendió por fin que muchos habían pasado ya por eso, solo que ya habían llegado un poco más lejos. Habían tomado ya una serie de decisiones; por ejemplo, que su hijo o hija fuera incinerado, qué clase de piedra pondrían sobre la urna, qué plantarían. Habían elegido flores y música para el funeral y habían informado al sacerdote de cómo había sido su hijo o hija para que la homilía tuviera un carácter lo más personal posible. Le temblaban las manos y se las metió en los bolsillos. Llevaba una vieja gabardina con el forro roto. En el bolsillo derecho palpó un botón, y se le ocurrió en ese instante que llevaba años allí. El cementerio era bastante grande, y en un extremo, cerca ya de la carretera, divisó a un hombre con una gabardina de nailon azul que caminaba lentamente entre las tumbas. Podría ser un empleado del lugar. Holland se volvió imperceptiblemente en dirección al hombre, esperando que fuera un tipo hablador. Él no tenía mucha iniciativa, pero tal vez el hombre se detuviera e hiciera algún comentario sobre el tiempo. Siempre quedaba el tema del tiempo, pensó Eddie. Miró el cielo y vio que había pocas nubes; la temperatura era agradable y soplaba una suave brisa.

—¡Muy buenas!

La gabardina azul marino se detuvo.

Holland carraspeó.

—¿Trabaja usted aquí?

—Sí —contestó señalando hacia el crematorio—. Soy lo que llaman el encargado.

El hombre tenía una sonrisa simpática, como si no temiera nada en este mundo y hubiera visto todo lo que había que ver de las debilidades humanas.

—Llevo veinte años trabajando aquí. Es un sitio bonito para pasar los días. ¿No te parece?

El tipo le tuteaba. Resultaba informal y agradable. Holland asintió.

—Pues sí, yo ando por aquí meditando —balbuceó Eddie—, sobre el futuro y todo eso. —Soltó una risa nerviosa—. Antes o después acabaremos todos bajo tierra. Es algo que no puede evitarse.

Cerró las manos dentro de los bolsillos y palpó el botón.

—Así es. ¿Tienes familia aquí?

—No, aquí no. Están enterrados en el cementerio de mi pueblo. Allí la incineración no es muy común. En realidad no sé muy bien en qué consiste —añadió—, ser incinerado, quiero decir. Tal vez, al fin y al cabo, no haya tanta diferencia entre ser enterrado o incinerado. Pero hay que tomar una decisión. No soy tan mayor, pero se me ha ocurrido que debo decidir pronto…, si deseo ser enterrado o incinerado, quiero decir.

El otro ya no sonreía. Miró atentamente al hombre grueso de la gabardina gris y entendió lo que había supuesto para su orgullo hacer esa pregunta. La gente tenía muchos motivos para caminar entre las tumbas, y él nunca se arriesgaba a equivocarse.

—Es una decisión importante, creo yo, a la que hay que dedicar algo de tiempo. La gente debería pensar más en su propia muerte.

—¿Verdad que sí? —Holland pareció alentado. Sacó las manos de los bolsillos para airearlas un poco—. Pero uno siempre teme hacer preguntas —le extrañaron sus propias palabras—, y también que le tomen por chiflado. O no del todo normal tal vez…, cuando quiere enterarse del proceso de la incineración y de cómo se lleva a cabo.

—La gente tiene derecho a saberlo —contestó el encargado con naturalidad, dando unos pasos liberadores—. Lo que pasa es que nadie se atreve a preguntar. O no quieren saberlo. Pero entiendo muy bien que algunos quieran informarse. ¿Entramos y te explico un poco?

Holland asintió agradecido. Se sentía muy bien en compañía de ese hombre tan amable. Un hombre de la misma edad que él, delgado y con poco pelo. Caminaron lentamente por los senderos; la gravilla crujía suavemente bajo sus pies y la brisa le rozaba la calva como una mano consoladora.

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