Jensvoll asintió con la cabeza.
—Voy a cerrar la puerta del cuarto de la lavadora —explicó, haciéndoles una seña para que entraran.
El entrenador desapareció un momento y volvió enseguida. Miró preocupado a Skarre, que sacó su bloc de notas del bolsillo. Jensvoll era mayor de lo que habían pensado; debía de rondar los cincuenta. Un tipo corpulento, pero con los kilos bien repartidos; su cuerpo era duro y firme. Parecía sano y bien nutrido, lucía un buen color de cara, un abundante pelo rojo, y un elegante y bien cuidado bigote.
—Supongo que se trata de Annie —dijo.
Sejer asintió.
—¡Qué horror, he recibido el golpe más duro de mi vida! Porque la conocía bien; creo que tengo razones para afirmar que la conocía muy bien, aunque dejara el club hace ya algún tiempo. Por cierto, aquello fue una tragedia, nadie pudo sustituirla. Ahora tenemos en la portería a una gorda que se agacha cada vez que le llega el balón. Pero, bueno, al menos llena la mitad de la portería.
Detuvo la verborrea y se sonrojó ligeramente.
—Pues sí, aquello debió de ser una gran tragedia —repuso Sejer con un poco más de acritud de la que había pensado mostrar—. ¿Hacía mucho que no la veía?
—Como le acabo de decir, dejó el club. Fue en el otoño pasado, en el mes de noviembre, creo —contestó, mirando fijamente a Sejer.
—Perdone, pero me resulta un poco extraño —dijo Sejer—. Vivía en esta misma cuesta, a unos doscientos metros de aquí.
—Bueno, sí, supongo que de vez en cuando me habré cruzado con ella en el coche. Creía que me preguntaba cuándo estuve con ella la última vez, en el entrenamiento, quiero decir. Claro que la he visto, claro que sí, en el centro, en la tienda…
—Entonces le haré la pregunta de otra manera: ¿cuándo vio a Annie por última vez?
Jensvoll tuvo que pensárselo.
—No me acuerdo. Hace algún tiempo.
—No tenemos prisa.
—Un par… de semanas, quizá. En la oficina de Correos, creo.
—¿Hablaron?
—Solo nos saludamos. Ella no hablaba mucho.
—¿Por qué dejó Annie la portería?
—Ojalá alguien pudiera explicármelo —contestó encogiéndose de hombros—. Me temo que me puse muy pesado para que cambiara de idea, pero de nada sirvió. Estaba harta. Bueno, eso fue lo que dijo, pero yo nunca la creí. Quería correr en lugar de jugar al balonmano. Y creo que eso hizo: corría a todas horas. A toda mecha, piernas largas, zapatillas caras. Holland no escatimaba nada tratándose de la chica.
Jensvoll seguía esperando que le lanzaran el fantasma; no tenía ninguna esperanza de poder librarse de él.
—¿Vive usted solo?
—Me divorcié hace algún tiempo. Mi mujer se marchó y se llevó a los niños, así que ahora estoy solo, y me siento a gusto. No me sobra mucho tiempo, con el trabajo y el entrenamiento. También tengo un equipo de alevines, y además juego en el de los veteranos. Me paso el día entrando y saliendo de la ducha.
—¿Usted no la creyó cuando le dijo que estaba harta? ¿Cuál piensa que pudo ser la verdadera razón?
—No lo sé. Pero tenía un novio, y esas cosas requieren su tiempo. Él no era un tipo muy atlético, por cierto; más bien un enclenque de piernas delgaduchas. Pálido y débil como un fideo. Alguna vez venía a los partidos, se sentaba en la primera fila y no decía ni pío. Se limitaba a seguir la pelota con la vista, de un lado para otro. Al marcharse, la chica ni siquiera le dejaba que le llevara la bolsa. Ese muchacho no le pegaba nada; ella tenía muchas más agallas que él.
—Pues seguían juntos.
—¿De verdad? Bueno, bueno…, hay gustos para todo.
Sejer miró al suelo y se guardó para sí sus pensamientos.
—La rutina me obliga a preguntarle: ¿dónde estuvo usted el pasado lunes entre las once y las dos?
—¿El lunes? ¿Quiere decir… ese día? Trabajando, naturalmente.
—En el almacén de materiales de construcción podrán confirmarlo, ¿verdad?
—Espero, aunque paso mucho tiempo en el coche. Entregamos pedidos en las casas.
—Así que iba usted en el coche… ¿Solo?
—Pasé parte de la mañana en el coche. Llevé dos armarios a una casa en Rødtangen, allí podrán corroborarlo.
—¿A qué hora estuvo usted allí?
—Tal vez entre la una y las dos.
—Sea un poco más preciso, Jensvoll.
—Mmm…, más cerca de las dos, creo.
Sejer hizo cálculos mentalmente.
—¿Y antes de esa hora?
—Bueno, fui de un lado para otro. Me levanté un poco más tarde que de costumbre, y robé media hora para el solarium. Hasta cierto punto, podemos organizarnos nuestro tiempo. Otras veces tenemos que hacer horas extra, y no me las pagan, así que no tengo mala conciencia. El mismo jefe tiene cierta tendencia a…
—¿Dónde estuvo usted, Jensvoll?
—Llegué un poco tarde ese día —carraspeó—. Había salido con un amigo el domingo. Ya sé que es estúpido salir un domingo por la noche, sabiendo que hay que levantarse temprano a la mañana siguiente, pero así fue. Creo que llegué sobre la una y media.
—¿Con quién estuvo?
—Con un compañero, Erik Fritzner.
—¿Fritzner? ¿El vecino de Annie?
—Sí.
Sejer sacudió la cabeza y miró fijamente al entrenador, su pelo ondulado y su rostro bronceado.
—¿Annie le parecía una chica atractiva?
Jensvoll captó la indirecta.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Contéstela, por favor.
—Claro que sí. Supongo que habrá visto fotos suyas.
—Así es —contestó Sejer—. No solo estaba de buen ver, sino que también era bastante mayor para la edad que tenía. Madura, por así decirlo, más de lo que suelen serlo las adolescentes. ¿Está usted de acuerdo?
—Bueno, sí. Pero a mí me interesaban más sus habilidades en la portería.
—Claro, es lógico. ¿Y por lo demás? ¿Tuvo usted alguna vez problemas con las chicas?
—¿Qué clase de problemas?
—De cualquier tipo —contestó Sejer secamente.
—Claro que los tuve. Las adolescentes son bastante conflictivas. Pero era lo de siempre. Nadie quiso sustituir a Annie en la portería, nadie quería estar en el banquillo. Eran épocas de risas irrefrenables y novios en la tribuna.
—¿Y Annie?
—¿Qué pasa con Annie?
—¿Tuvo usted alguna vez problemas con Annie?
Jensvoll cruzó los brazos y asintió con la cabeza.
—Pues sí, los tuve. El día que me llamó para decirme que lo dejaba. Creo que solté algunos disparates que debería haberme ahorrado. Tal vez ella los tomara como un cumplido, quién sabe. Dio por terminada la conversación, colgó y entregó el traje al día siguiente. Eso fue todo.
—¿Esa fue la única vez que ustedes dos tuvieron un altercado?
—Así es. La única vez.
Sejer miró a Skarre y le hizo una seña. La conversación había concluido. Se encaminaron hacia la puerta, Jensvoll los siguió. Una considerable cantidad de frustración acumulada estaba a punto de salir a la superficie.
—Francamente —dijo irritado, en el instante en que Sejer abrió la puerta para salir—, ¿por qué se comporta como si no supiera nada de mis antecedentes? No soy tonto y sé muy bien que eso es lo primero que investigan ustedes. Por eso están aquí, sé cómo piensan. —Sejer se volvió y lo miró fijamente—. ¿Tiene usted idea de lo que será de mi equipo si esa historia llega a oídos del pueblo? A las chicas las encerrarían en sus cuartos. ¡El club deportivo se derrumbaría como un castillo de naipes y el trabajo de todos estos años se iría a pique! —Iba levantando la voz conforme hablaba—. Y si hay algo que este pueblo necesita es su club deportivo. La otra mitad se pasa el día en la taberna comprando droga. Es la única alternativa, que le quede claro. Lo digo para que lo sepa antes de divulgar sus descubrimientos. ¡Además, hace once años de aquello!
—No he mencionado ni una palabra sobre ese tema —observó Sejer tranquilamente—. Y si baja un poco la voz, tal vez podamos impedir que se entere todo el vecindario.
Jensvoll cerró la boca, se puso rojo como la grana y retrocedió inmediatamente hacia el interior de la casa. Sejer cerró la puerta.
—Vaya —dijo— un explosivo con pelo y bigote. Si hubiéramos tenido gente suficiente —continuó—, habría puesto a alguien a seguirle.
—¿Por qué? —preguntó Skarre asombrado.
—Solo para fastidiar, supongo.
Fritzner estaba tumbado boca arriba en la barca, bebiendo una cerveza. Tras cada trago, daba una calada al cigarrillo, a la vez que su cerebro se ocupaba del libro que tenía sobre las rodillas. Un constante flujo de cerveza y nicotina iba entrando lentamente en sus venas. Al cabo de un rato dejó la cerveza, se levantó y fue hasta la ventana, desde donde podía ver la del dormitorio de Annie. Aún no era tarde, pero las cortinas estaban echadas, como si su cuarto no fuera ya un simple cuarto, sino un lugar sagrado que nadie podía ver. Una luz tenue salía de una lámpara solitaria, tal vez la que estaba sobre el escritorio, pensó. Echó un vistazo a la carretera y descubrió de repente el coche de la policía junto a los buzones. Allí estaba aquel joven agente de pelo rizado. Tal vez se dirigieran a casa de los Holland para informarles sobre la marcha del caso. Ese joven no parecía muy abrumado por la gravedad del asunto. Caminaba ligero y con la cabeza erguida; una figura delgada con unos rizos negros tan largos que estarían al límite de lo permitido por las autoridades policiales. De repente giró a la izquierda y entró en el patio del propio Fritzner. Este frunció el entrecejo. Miró automáticamente hacia la calle para ver si desde alguna de las casas estaban registrando la visita. Así era. Isaksen estaba quitando hojas de su jardín.
Skarre saludó y se acercó a la ventana, como había hecho Fritzner hacía un momento.
—Desde aquí puede ver el dormitorio de Annie —constató.
—Pues sí, así es. —Fritzner lo siguió hasta la ventana—. En realidad soy un viejo verde, así que solía ponerme aquí a mirar, babeando, con la esperanza de poder verla un instante. Pero no era de esas a las que les gustaba exhibirse. Primero echaba la cortina y luego se quitaba el jersey. Solo podía ver su silueta cuando encendía la luz del techo y no había demasiadas dobleces en la cortina. Y eso no estaba tan mal. —Sonrió al ver la expresión de Skarre—. Para ser sincero —continuó Fritzner—, como se debe ser, nunca he tenido ganas de casarme. Y sin embargo me habría gustado tener un par de críos, para dejar algún legado. Y preferiblemente con Annie. Era esa clase de mujer a la que desearías fecundar… Usted ya me entiende.
Skarre seguía sin contestar. Reflexionaba mientras masticaba una semilla de sésamo que había tenido durante mucho tiempo entre dos muelas y que por fin se había soltado.
—Alta y delgada, hombros anchos, piernas largas. Buena cabeza. Hermosa como una ninfa del bosque de Finnskogen. En otras palabras, un montón de genes de primera.
—¡Pero si solo era una adolescente…!
—Se van haciendo mayores. Bueno, Annie no —se apresuró a añadir—. En serio —prosiguió—, me estoy acercando a los cincuenta, y mi imaginación funciona como la de los demás hombres. Y además estoy solo. Pero algunos privilegios tenemos que tener los solteros, ¿no le parece? No hay nadie rabiando en la cocina mientras yo miro de reojo a las mujeres. Si usted viviera aquí, enfrente de Annie, también habría echado de vez en cuando un vistazo a su casa. Eso no es un crimen, ¿verdad?
—Supongo que no.
Skarre estudió la barca y la cerveza en la borda. Le dio por preguntarse si era lo suficientemente grande para…
—¿Han encontrado algo? —preguntó Fritzner con curiosidad.
—Claro. Tenemos a los testigos mudos. Esas miles de cosas en el entorno, ¿sabe? Todo deja algo.
Skarre miraba a Fritzner mientras hablaba. El hombre tenía la mano en el bolsillo, y a través de la tela el policía podía ver cómo la cerraba.
—Entiendo. Por cierto, ¿saben ustedes que tenemos un idiota aquí en el pueblo?
—¿Cómo dice?
—Uno de esos con lesiones cerebrales, que vive con su padre más arriba, en el camino de la colina. Dicen que le gustan mucho las chicas.
—Raymond Låke. Sí, lo conocemos. Pero no tiene lesiones cerebrales.
—¿Ah, no?
—Tiene un cromosoma de más.
—A mí me parece que más bien le falta algo.
Skarre sacudió la cabeza y volvió a mirar la casa de Holland, y la ventana tapada.
—¿Por qué cree usted que una víbora se mete en un saco de dormir?
Fritzner abrió los ojos como platos.
—Joder, todo lo que saben ustedes. Me hice esa misma pregunta. Pero ya me había olvidado de ello. Fue verdaderamente dramático, se lo aseguro. Pero claro, es una guarida estupenda, ¿verdad? Un magnífico saco, de esos que tienen plumas y todo. Yo estaba sentado aquí en la barca tomándome un whisky cuando ese noviete suyo llamó a la puerta. Supongo que verían luz. Annie estaba en un rincón del cuarto de estar, pálida de miedo. Solía ser bastante dura y valiente, pero en ese momento no. Estaba muy asustada.
—¿Cómo pudo atrapar a la víbora? —preguntó Skarre con curiosidad.
—Por Dios, no fue nada. Cogí el cubo de la fregona, con un punzón le hice en el fondo un agujero del tamaño de una moneda pequeña. Luego me metí en la tienda. La víbora había salido del saco de dormir y estaba enrollada en un rincón. Era grande, la cabrona. La tapé con el cubo y puse el pie encima. Luego eché Baygon por el agujero.
—¿Qué es eso?
—Un insecticida muy venenoso. No se vende en las tiendas. La víbora se atontó enseguida.
—¿Y cómo es que tiene usted acceso a esos productos?
—Trabajo en Anticimex. Lucha contra las alimañas: moscas, cucarachas y todo lo que se arrastra.
—Comprendo. ¿Y luego?
—Ese enclenque se fue a por un cuchillo de cocina y partí a la bestia en dos, la metí en una bolsa de plástico y la tiré al cubo de la basura. Annie me daba mucha pena, de verdad. Luego apenas se atrevía a meterse en la cama. —Sacudió la cabeza al recordarlo—. Pero supongo que no ha venido usted aquí a hablar de mis hazañas de Supermán, ¿verdad? ¿A qué ha venido en realidad?
—Bueno —contestó Skarre apartándose un rizo de la frente—, mi jefe dice que siempre hay que medir dos veces la presión.
—¿Ah, sí? Bueno, la mía es bastante estable. Pero en realidad sigo sin entender que alguien haya podido asesinar a Annie. Una chica tan normal… Aquí, en este pueblo, en esta calle. Tampoco puede entenderlo su familia. Ahora no tocarán su habitación en muchos años, la mantendrán tal y como ella la dejó. He oído hablar de esas cosas. ¿Cree usted que es un deseo inconsciente de que vuelva a aparecer?