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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (6 page)

BOOK: No mires atrás
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El que estaba de guardia hacía de enlace con el exterior, y requería mucha flexibilidad y paciencia al policía que estuviera de turno. Los habitantes de la ciudad llamaban día y noche en una cadena casi ininterrumpida de casos de bicicletas desaparecidas, perros perdidos, robos y vandalismos. Padres iracundos de los mejores barrios de chalets llamaban para quejarse de los conductores imprudentes del vecindario. De vez en cuando no se oía más que una voz jadeante, pobres intentos de denunciar abusos o violaciones ahogados en la desesperación, que dejaban tras ellos la señal para marcar y nada más. Raramente las llamadas trataban de asesinatos o desapariciones.

Entre ese continuo goteo de llamadas estaba esperando Skarre. Sejer sabía que llegaría tarde o temprano y notó cómo se iba poniendo más tenso conforme pasaba el tiempo y la tarde se convertía en noche.

Cuando el teléfono sonó de nuevo era casi medianoche. Estaba dormitando en el sillón con el periódico sobre las rodillas. En sus venas la sangre fluía ligera, diluida con unas gotas de whisky. Pidió un taxi y veinte minutos más tarde estaba en el despacho.

—Llegaron en un viejo Toyota —dijo Skarre agitado—. Los padres… Los esperé fuera.

—¿Qué les dijiste?

—Seguro que todo lo que no debía decir. Me sentía abrumado. Primero llamaron por teléfono, y media hora más tarde llegaron en su coche. Ya se han ido.

—¿Al Anatómico Forense?

—Sí.

—¿Tan seguros estabais?

—Traían una foto. La madre sabía exactamente cómo iba vestida la chica. Todo coincidía, desde la hebilla del cinturón hasta la ropa interior. Llevaba un sujetador especial, para hacer deporte. Hacía mucho deporte. Pero el anorak no era suyo.

—¿Cómo?

—Sorprendente, ¿verdad?

Skarre no podía remediarlo; aunque estaba horrorizado, sintió que le brillaban los ojos.

—El asesino nos ha regalado una huella. En el bolsillo había una bolsa de caramelos y una placa fosforescente en forma de búho, de esas que se ponen en la oscuridad. Nada más.

—Dejar su propio anorak… No lo entiendo. Por cierto, ¿quién es ella?

—Annie Sofie Holland —respondió Skarre, tras leerlo en los papeles.

—¿Annie Holland? ¿Y el medallón?

—Es de su novio. Se llama Halvor.

—¿De dónde era la chica?

—De Lundeby. Viven en Krystallen, en el número veinte. De hecho, se trata de la misma calle en la que durmió anoche Ragnhild Album. Curiosa coincidencia.

—Y los padres, ¿cómo estaban?

—Aterrorizados —contestó en voz baja—. Muy buena gente, gente bien. Ella hablaba sin parar; él estaba casi mudo. Se marcharon con Siven. Podrías sentarte —añadió—. Yo aún estoy temblando.

Sejer se metió una pastilla de regaliz en la boca.

—Tenía solo quince años —prosiguió Skarre—. Estudiante.

—¿Quince? Creía que era más mayor. ¿Están ya las fotos?

Sejer se alisó el pelo cortado al cero y se sentó.

Skarre le dio una carpeta del archivo. Las fotos estaban ampliadas a veinte por veinticinco, excepto dos, que eran aún más grandes.

—¿Has visto alguna vez un asesinato sexual?

Skarre negó con la cabeza.

—Esto no parece un asesinato sexual. Esto es distinto. —Hojeó el montón—. Está colocada de una manera demasiado bonita, tiene un aspecto demasiado bonito, como si la hubieran acomodado y tapado. No hay señales ni arañazos, ningún indicio de resistencia. Incluso el pelo parece arreglado. Los delincuentes sexuales no se comportan así, muestran su poder. Dejan tiradas a las mujeres.

—Pero está desnuda.

—Pues sí, sí.

—¿A ti qué te dicen estas fotos así sin más?

—No sé. Ese anorak tan decorosamente colocado sobre su hombro…

—¿Como si alguien pretendiese cuidarla?

—Mira las fotos. ¿No te lo parece?

—Sí, estoy de acuerdo. Pero entonces ¿de qué estamos hablando? ¿De una especie de asesinato por eutanasia?

—Al menos ha habido sentimientos. Quiero decir, en medio de todo lo demás, habrá sentido algo por ella. Buenos sentimientos. De modo que tal vez la conociera, que es lo que suele ocurrir.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en pasarnos el informe?

—Voy a dar un toque a Snorrason. Es una pena que hubiese tan pocas ramas en aquel sitio. Unas huellas inútiles y una píldora. Por lo demás, ni una colilla, ni un simple palo de helado.

Mordió ruidosamente la pastilla y se acercó al lavabo para llenar de agua un vaso de cartón.

—Mañana nos llegaremos a Granittveien. Tenemos que hablar con los que salieron a buscar a Ragnhild. Con Thorbjørn, por ejemplo. Tenemos que enterarnos de a qué hora pasaron por la laguna de la Serpiente.

—¿Y Raymond Låke?

—Con él también. Y con Ragnhild. Los niños se fijan en cosas muy curiosas, créeme. Hablo por experiencia —añadió—. Y los Holland, ¿tienen más hijos?

—Una hija mayor.

—Gracias a Dios.

—¿Es eso un consuelo? —preguntó Skarre dubitativo.

—Para nosotros —contestó con aire sombrío.

El joven se palpó el bolsillo.

—¿Te importa si fumo un cigarrillo?

—Está bien.

—Oye —dijo Skarre, echando el humo—. Hay dos maneras de llegar a la laguna de la Serpiente. Por el sendero señalado, que es por el que subimos nosotros, y por un camino para coches por la parte de atrás, el que cogieron Ragnhild y Raymond. Si a lo largo de ese camino vive gente tendremos que llamar mañana a sus puertas, ¿no?

—Ese camino se llama camino de la colina. Me parece que hay pocas casas por allí, solo alguna que otra granja; lo comprobaré en un plano que tengo en casa. Pero claro, si la llevaron en coche a la laguna, tuvieron que ir a la fuerza por ese camino.

—Lo siento por su pobre novio, cuando venga aquí.

—Ya veremos qué clase de chico es.

—Si un tío se carga a una chica —dijo Skarre—, metiéndole la cabeza bajo el agua hasta que muere, y luego la saca del agua y se dedica a colocarla bien, me imagino algo así como: «En realidad no quise matarte, pero tuve que hacerlo». Casi parece una manera de pedir perdón, ¿verdad?

Sejer vació el vaso de cartón y lo estrujó hasta dejarlo plano.

—Mañana hablaré con Holthemann. Quiero que trabajes en este caso.

Skarre pestañeó sorprendido.

—Me ha puesto en la Caja de Ahorros —tartamudeó—. Con Gøran.

—¿Te apetece?

—¿Si me apetece un caso de asesinato? Sería como un regalo de Navidad, un gran reto, quiero decir. Claro que me apetece.

Se sonrojó al instante y cogió el teléfono, que estaba sonando coléricamente. Escuchó y volvió a colgar.

—Era Siven. La han identificado. Annie Sofie Holland, nacida el tres de marzo de 1980. Pero dice que no podrá ser interrogado hasta mañana.

—¿Ringstad está en su sitio?

—Acaba de llegar.

—Entonces debes irte a casa. Mañana será un día duro. Me llevo las fotos —añadió.

—¿Vas a examinarlas en la cama?

—Así es. —Sonrió con tristeza—. Prefiero las fotos de papel. Las que pueden meterse después en un cajón.

Krystallen era, como Granittveien, un callejón sin salida. Acababa en un matorral tupido e impenetrable, donde algunos vecinos incívicos habían tirado su basura aprovechando la oscuridad de la noche. Las casas estaban muy juntas, veintiuna en total. Desde lejos parecían casas adosadas, pero al observarlas más de cerca se descubría un estrecho pasaje entre cada una de ellas, lo justo para que pudiera pasar un hombre. Las casas eran de tres plantas, altas, puntiagudas, e idénticas; le recordaban las casas del muelle de Bergen, pensó Sejer. Los colores variaban, pero estaban conjuntados: rojo oscuro, verde oscuro, marrones y grises. Una sobresalía entre todas las demás; estaba pintada de color naranja.

Probablemente algunos vecinos habían visto el coche de policía que había aparcado junto a los garajes y a Skarre, que iba de uniforme. Pronto se propagaría la noticia. El silencio estaba cargado.

Ada y Eddie Holland vivían en el número veinte. Sejer tuvo la sensación de que los vecinos le estaban mirando la nuca cuando se detuvo delante de la puerta. Algo ha sucedido en el número veinte, pensarían, en casa de los Holland y de sus dos hijas. Intentó normalizar su respiración, que iba más deprisa que de costumbre debido a ese umbral que pronto debería atravesar. Eso le resultaba tan difícil que ya hacía tiempo que había preparado una serie de frases hechas, que en aquel momento, tras años de entrenamiento, sabía recitar con firmeza.

Era obvio que los padres de Annie no habían hecho absolutamente nada desde que habían vuelto a casa la noche anterior. Tampoco habían dormido. El impacto recibido en el Instituto Anatómico Forense había sido como un estridente timbal que todavía seguía vibrando en sus cabezas. La madre estaba sentada en un rincón del sofá, el padre sobre el brazo. Parecía entumecido. Ella no había asumido aún la catástrofe. Miró a Sejer sin comprender del todo, como si no pudiera imaginarse qué estaban haciendo de repente dos policías en su cuarto de estar. Era una pesadilla, pronto se despertaría. Sejer tuvo que cogerle la mano.

—No puedo devolverles a Annie —dijo en voz baja—. Pero espero averiguar por qué murió.

—¡Nosotros no queremos saber el por qué! —chilló la madre—. ¡Queremos saber quién fue! ¡Tendrán que averiguarlo y encerrarlo! Es un enfermo.

El marido le acarició torpemente el brazo.

—No sabemos aún —repuso Sejer— si esa persona está enferma o no. No todos los que matan están enfermos.

—¡Las personas normales no van por ahí matando a muchachas! ¡No lo dirá usted en serio!

La mujer respiraba deprisa, jadeando. El marido se encerró en sí mismo.

—Sea como sea —contestó Sejer prudentemente—, siempre hay una razón. No siempre una razón que podamos entender, pero sí una razón. Pero antes que nada tendrán que confirmarnos que realmente alguien le quitó la vida.

—Si usted cree que ella se suicidó, se equivoca —replicó la madre en tono tajante—. Ni hablar, Annie no.

Eso dicen todos, pensó Sejer.

—Necesito hacerles unas preguntas. Contéstenme lo que puedan. Si luego creen que se han equivocado en alguna cosa u olvidado algo, llámenme. También si van recordando cosas conforme pasa el tiempo.

Ada Holland desvió la mirada, olvidándose de Skarre y de Sejer, como si estuviera escuchando el timbal vibrante y quisiera saber de dónde venía el sonido.

—Necesito saber qué clase de chica era. Cuéntenmelo como mejor puedan.

¿Qué pregunta es esa?, pensó Sejer en el mismo instante, ¿qué podían contestar? La mejor de todas, claro, la más guapa, lo más querido para nosotros. Annie era Annie.

Empezaron a llorar. La madre soltando un doloroso gemido que surgió desde la profundidad de su garganta; el padre en silencio, sin lágrimas. Sejer reconoció en él los rasgos de la hija. Una cara ancha, con la frente alta. No era muy alto, pero sí fuerte y robusto. Skarre escondió el bolígrafo en la mano; tenía la mirada clavada en el bloc.

—Empecemos desde el principio. Me duele tener que molestarles, pero el tiempo es muy valioso para nosotros. ¿A qué hora salió de casa?

—A las doce y media —contestó la madre sin levantar la vista.

—¿Adónde iba?

—A casa de Anette. Una amiga del colegio. Estaban haciendo un trabajo en común, eran tres. Tenían el día libre para trabajar juntas.

—¿No llegó a casa de su amiga?

—Llamamos para preguntar por ella anoche a las once. Anette ya se había acostado. Solo había acudido la otra chica. No podía creérmelo…

Escondió la cara entre las manos. Había pasado el día entero sin que ellos supieran nada.

—¿Y por qué no llamaron sus amigas aquí para preguntar por ella?

—Pensaron que no le apetecía ir —dijo llorosa—. Que había cambiado de idea. Si piensan así, no conocían bien a Annie. Se tomaba muy en serio todo lo del colegio. Se lo tomaba todo en serio.

—¿Pensaba ir a pie?

—Sí, son cuatro kilómetros andando; su bicicleta estaba averiada, pues suele usarla mucho. No hay autobús.

—¿Dónde vive Anette?

—En Horgen. Sus padres tienen una granja y una tienda de ultramarinos.

Sejer asintió con la cabeza, mientras oía el bolígrafo de Skarre raspar el papel del bloc.

—¿Tenía novio?

—Halvor Muntz.

—¿Desde hace mucho tiempo?

—Aproximadamente dos años. Él es mayor que ella. Han roto algunas veces, pero ahora todo iba bien, según creo.

Era como si a Ada Holland le sobraran las manos: se buscaban, abriéndose y cerrándose. Era casi tan alta como su marido, grande y angulosa, con un rubicundo tono de piel.

—¿Saben ustedes si mantenían relaciones sexuales? —preguntó.

La madre le miró escandalizada.

—Solo tiene quince años.

—Recuerde que yo no la conocía —dijo Sejer con expresión compungida.

—Nada de eso —insistió la madre con firmeza.

—Supongo que no sabemos mucho sobre ese tema —intentó por fin decir el padre—. Halvor tiene dieciocho años. No es una chiquilla.

—Yo lo sé —interrumpió ella.

—No creo que te lo contara todo.

—¡Lo habría sabido!

—¡Pero no se te da muy bien hablar de esas cosas!

El ambiente estaba tenso. Sejer sacó sus propias conclusiones y vio en el bloc de Skarre que él estaba haciendo lo mismo.

—Si iba a hacer un trabajo del colegio, puede que llevara mochila.

—Una mochila marrón de cuero. ¿Dónde está?

—No la hemos encontrado.

Lo que significa que tendremos que bucear para buscarla, pensó Sejer.

—¿Tomaba alguna medicina?

—En absoluto. No padecía de nada.

—¿Qué clase de chica era? ¿Abierta? ¿Habladora?

—Antes —contestó el marido con aire sombrío.

—¿Y últimamente? —preguntó Sejer mirándolo.

—Cosas de la edad —intervino la madre—. Estaba en una edad difícil.

—¿Quiere usted decir que había cambiado? —Sejer volvió a dirigirse al padre para excluir a la madre. No lo logró.

—Todas las chicas cambian a esa edad. Están a punto de hacerse adultas. Con Sølvi ocurrió lo mismo. Sølvi es su hermana —añadió.

El marido no contestó. Seguía entumecido.

—¿De manera que no era una chica abierta y alegre?

—Era silenciosa y modesta —dijo la madre con orgullo—. Escrupulosa y justa. Llevaba una vida ordenada.

—Pero ¿antes era más alegre?

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