No mires atrás (23 page)

Read No mires atrás Online

Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: No mires atrás
7.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No —repuso Sejer en voz baja.

Hubo una pausa. Él esperó a ver si ella la llenaba.

—¿Qué quiere usted saber? —preguntó por fin.

Sejer seguía mirándola en silencio. Poseía una figura delicada y delgada, y tenía los ojos oscuros. Todo lo que llevaba encima era de punto; una gran publicidad de su sector. Un precioso traje de chaqueta, de falda estrecha y chaqueta entallada, de un rojo intenso, con bordes verdes y mostaza. Zapatos bajos negros. Una melena lisa y sencilla. Lápiz de labios del mismo color que la ropa. Puntas de flechas de bronce en las orejas, parcialmente escondidas entre el pelo oscuro. Un poco más joven que él, con las primeras señales de líneas finas junto a los ojos y la boca, y bastante mayor que el hombre con quien había estado casada. Su hijo Eskil debió de haber nacido casi al final de su juventud.

—Solo quería charlar con usted —dijo—. No estoy buscando nada en especial. ¿De modo que iba a su casa a cuidar de Eskil?

—Varias veces a la semana. Nadie más quería hacerse cargo de Eskil; no era fácil de tratar. Las demás chicas preferían a otros niños. Pero supongo que ya ha oído todo esto antes.

—Bueno, algo he oído —mintió Sejer.

—Era muy activo, casi en el límite de lo anormal. Hiperactivo creo que se llama. No paraba de moverse, nunca se estaba quieto. —La mujer sonrió con desesperación—. No resulta fácil admitirlo; espero que lo entienda. Pero era un niño difícil. Annie lo manejaba mejor que nadie. —Se detuvo y pareció reflexionar—. Y venía bastante a menudo. Henning y yo estábamos agotados; era como una bendición cuando Annie aparecía por la puerta, sonriente, dispuesta a cuidarle. Metíamos al niño en el cochecito, y solíamos darles dinero para que bajaran al centro a comprarse algo. Golosinas, helados y cosas así… Solía estar fuera una o dos horas. Creo que se retrasaba a propósito. A veces cogían el autobús hasta Oslo y pasaban todo el día fuera. Subían en el trenecito de la plaza. Yo, en esa época, hacía guardias de noche en la Residencia de Ancianos Enfermos, y a menudo tenía que dormir de día. De manera que la ayuda de Annie me venía muy bien. La verdad es que tenemos otro hijo, Magne, pero él era demasiado mayor para andar por ahí empujando un cochecito de niño. No le apetecía mucho. Y se libró, como ocurre a menudo con los chicos.

Ella volvió a sonreír y cambió de postura en la silla. Cada vez que se movía, Sejer notaba ese aroma a vainilla en la habitación. Ella vigilaba constantemente la puerta, pero nadie entró. Era como si hablar de su hijo pusiera en marcha una especie de intranquilidad en ella. Su mirada se posaba en todo menos en el rostro de Sejer; volaba como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña, por los estantes de lana, por la mesa, la tienda…

—¿A qué edad murió Eskil?

—A los veintisiete meses —susurró sacudiendo la cabeza.

—¿Sucedió mientras estaba con Annie?

Ella levantó la vista.

—No, por Dios. He estado a punto de decir afortunadamente; habría sido terrible. La muerte del niño ya fue bastante dolorosa para la pobre Annie para encima haberse sentido responsable de ella.

Nueva pausa. Sejer respiró, y volvió a tomar impulso.

—Pero… ¿qué ocurrió en realidad?

—Creía que usted había hablado con Henning —dijo sorprendida.

—Sí, he hablado con él —mintió—. Pero no entramos en detalles.

—Se atragantó con la comida —dijo en voz baja—. Yo estaba acostada en la planta de arriba. Henning estaba en el cuarto de baño afeitándose y no oyó nada. Aunque supongo que no podía gritar porque se había atragantado. Estaba en su silla, atado —susurró—. Una silla de esas especiales para los niños de esa edad, de las que no pueden caerse. Estaba sentado desayunando.

—Conozco esas sillas; tengo hijos y nietos —dijo Sejer.

Ella tragó saliva y continuó:

—Henning lo encontró colgando de la correa de protección, con el rostro azulado. La ambulancia tardó veinte minutos en llegar, y cuando por fin apareció ya no había ninguna esperanza de salvarlo.

—¿Llegaron desde el Hospital Central?

—Sí.

Sejer miró hacia la tienda y descubrió a una señora que estaba mirando un jersey en el escaparate.

—¿De manera que sucedió por la mañana?

—Por la mañana temprano —susurró—. El siete de noviembre.

—¿Y usted estuvo dormida todo el tiempo?

De pronto, la mujer le miró fijamente.

—Creía que iba a hablarme de Annie.

—Estaría bien que me dijera algo de Annie —dijo Sejer, que en ese mismo instante sintió un leve pinchazo bajo la camisa.

Pero la mujer ya no dijo nada más. Se enderezó en la silla y se cruzó de brazos.

—Supongo que ya ha hablado con todos los vecinos de Krystallen.

—Así es.

—Entonces ya sabe todo esto.

—Pues sí, en cierto modo. Pero lo que no entiendo es la reacción de Annie ante el accidente —contestó Sejer con sinceridad—, que se lo tomara tan a la tremenda.

—No me parece tan extraña —dijo ella en tono cortante—, cuando un niño de dos años muere de esa manera. Un niño al que conocía mucho. Estaban muy unidos, y precisamente Annie se sentía muy orgullosa de ser la única que podía con él.

—Tal vez no sea de extrañar. Lo que pasa es que yo intento averiguar quién era, cómo era.

—Ya se lo he dicho. No pretendo ser desagradable, pero no resulta fácil hablar de esto —añadió mirándolo fijamente—. Pero están ustedes buscando a un violador, ¿no?

—No lo sé.

—¿No? Fue lo primero que se me ocurrió al leer en el periódico que la encontraron sin ropa. Ya sabe, en la prensa casi todo trata de sexo. —Se sonrojó y no paraba de mover los dedos—. ¿Qué otra cosa podía ser?

—Esa es la cuestión. No lo sabemos. Nos consta que no tenía enemigos. Y si el móvil no fue sexual, ¿cuál pudo ser?

—Esa gente no actúa con mucha lógica, supongo. Los locos, quiero decir. No piensan como los demás.

—Tampoco sabemos si está loco o no. En este momento somos incapaces de entender el porqué. ¿Cuánto tiempo estuvo usted casada con Henning Johnas?

Ella volvió a sorprenderse.

—Quince años. Estaba embarazada de Magne cuando nos casamos. Es algo más joven que yo —se apresuró a añadir, como para confirmar algo que pensaba que había despertado su curiosidad—. En realidad, Eskil fue el resultado de largos debates, pero estuvimos de acuerdo, eso sí.

—¿Un hijo tardío?

—Sí.

La señora Johnas clavó su mirada en el techo, como si de él colgara algo de interés.

—¿De manera que el mayor tiene ya cerca de diecisiete años?

Ella asintió.

—¿Mantiene el contacto con su padre?

Lo miró escandalizada.

—¡Pues claro! Va a menudo a Lundeby a visitar a los viejos amigos, pero es complicado, después de todo lo que pasó.

Sejer dijo que lo entendía.

—¿Visita usted a menudo la tumba de Eskil?

—No —confesó—. Pero Henning se ocupa de ella. A mí me resulta un poco difícil, pero sabiendo que está bien cuidada, resulta más soportable.

Sejer pensó en la tumba descuidada pero no dijo nada al respecto. La puerta de la calle se abrió de repente y un joven entró en la tienda. La señora Johnas echó un vistazo.

—¡Magne! ¡Estoy aquí dentro!

Sejer se volvió y miró al chico. Se parecía mucho a su padre, pero conservaba todo el pelo y tenía un cuerpo mucho más musculoso. Saludó con la cabeza y se detuvo en la puerta. No parecía tener ningunas ganas de hablar. La expresión huraña de su cara y sus rasgos duros hacían juego con el pelo negro y los enormes músculos de sus brazos.

—Me marcho ya, señora Johnas —dijo Sejer levantándose—. Tendrá que perdonarme si vuelvo, pero a veces no nos queda más remedio.

Saludó a los dos con la cabeza, y pasó al lado del muchacho, que seguía en la puerta. La señora Johnas dirigió a su hijo una mirada atormentada.

—Está investigando el asesinato de Annie —le susurró la madre—. Pero solo quería hablar de Eskil.

Sejer permaneció un instante fuera de la tienda. Había una moto aparcada junto a la puerta; tal vez perteneciera a Magne Johnas. Una gran Kawasaki. Apoyada en la moto, con el culo sobre el asiento, había una joven. Ella no lo vio; estaba ocupada con sus uñas. Tal vez se hubiera hecho un pequeño corte en una de ellas y estuviera intentando salvarla limándola con otra uña. Llevaba una chaqueta corta de color rojo, llena de tachuelas, y una nube de pelo rubio que le recordaba el espumillón dorado que solían poner en el árbol de Navidad cuando era pequeño. De repente levantó la vista. Él sonrió y se abrochó la chaqueta.

—Buenas tardes, Sølvi —dijo, y cruzó la calle.

Iba conduciendo lentamente por la autovía, organizando sus pensamientos en ordenadas filas. Eskil Johnas. Un niño difícil del que solo Annie quería hacerse cargo. Un niño que murió de repente, completamente solo, atado a una silla, sin que nadie pudiera ayudarlo. Pensó en su propio nieto y se estremeció, mientras se dirigía hacia la curva de Lundeby, a casa de Halvor.

Halvor Muntz estaba en la cocina pasando por agua fría espaguetis recién hervidos. Constantemente se olvidaba de comer y se sentía mareado y aturdido, además de pesado y torpe por la pastilla para dormir que se había tomado la noche anterior. No oyó el coche que paró delante de la casa. Pero al instante oyó a su abuela abrir y cerrar la puerta. Murmuraba algo para sus adentros, y entró calzada con unas zapatillas Nike con rayas negras. Tenía un curioso aspecto. Sobre la encimera había un bol con queso rallado y una botella de ketchup. De repente recordó que se había olvidado de echar sal a los espaguetis. La abuela gritó desde el cuarto de estar.

—¡Mira qué he encontrado en la leñera, Halvor!

Se oyó un golpe de algo que caía al suelo y fue a mirar.

—Una vieja mochila —exclamó la abuela—. Con libros. Es divertido mirar viejos libros de texto. No sabía que los hubiera guardado.

Halvor dio dos pasos antes de pararse en seco. De la hebilla de la mochila colgaba un abridor con publicidad de Coca-Cola.

—Es de Annie —susurró.

Se había salido la tinta de una pluma y había traspasado el tejido de la mochila, dejando pequeñas manchas azules en el bolsillo de la cremallera.

—¿Se la dejó aquí?

—Sí —contestó—. Voy a guardarla en mi cuarto mientras tanto y luego se la llevaré a Eddie.

La abuela lo miró, y una expresión de preocupación se dibujó en su rostro arrugado. De repente, una figura conocida emergió de la entrada semioscura. Halvor notó cómo se le aceleraban los latidos del corazón, se puso tenso y se quedó como petrificado, con la mochila colgando de una correa.

—Halvor —dijo Sejer—, tendrás que venir conmigo.

Halvor se tambaleó y tuvo que dar un paso hacia un lado para no caerse.

Fue como si el techo se le desplomase encima, y pronto fuera a ser aplastado contra el suelo.

—Entonces podéis entregar de paso la mochila de Annie —dijo la abuela nerviosa, dando vueltas sin parar a la alianza que le quedaba demasiado grande.

Halvor no contestó. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, sudaba a chorros y temblaba con la mochila en la mano. No pesaba mucho, porque Annie la había vaciado. Dentro estaba la biografía de Sigrid Undset
El corazón de los seres
, el libro
La corona
y un cuaderno, además de su cartera, con una foto de él, del verano anterior, cuando estaba muy moreno y bien, con el pelo casi blanco. No como en ese momento, con sudor en la frente y pálido de miedo.

El ambiente era tenso. Por regla general no solía tener problemas para llegar hasta el final, improvisando sobre la marcha, pero en ese momento se sentía sobrecogido.

—¿Entiendes que esto es necesario? —preguntó Sejer.

—Sí.

Halvor levantó un pie y estudió la zapatilla de goma, los cordones deshilachados, y las suelas, que estaban a punto de despegarse.

—La mochila de Annie ha sido encontrada en tu leñera, lo que te relaciona directamente con el asesinato. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí, pero se equivoca.

—Como novio de Annie, estás siendo vigilado, naturalmente. El problema era que no podíamos acusarte. Ahora tu abuela ha hecho el trabajo por nosotros. Con esto no habías contado, ¿verdad, Halvor? Está tan mal de las piernas… y de repente se le ocurre ordenar la leñera. ¡Quién se lo habría imaginado!

—No tengo ni idea de dónde ha venido. Ella la encontró en la leñera, eso es todo lo que sé.

—¿Escondida detrás de un colchón de gomaespuma?

Halvor tenía el rostro desencajado y más pálido que nunca. De vez en cuando se le estremecía la comisura de la boca, como si quisiera librarse después de mucho tiempo.

—Alguien intenta culparme.

—¿Qué quieres decir?

—Que alguien la puso ahí. Oí pasos cerca de la ventana una noche.

Sejer sonrió tristemente.

—Puede reírse todo lo que quiera —prosiguió Halvor—, pero es cierto. Alguien la puso ahí, alguien que quiere echarme la culpa, que sabe que estábamos juntos. Entonces fue alguien que la conocía, ¿verdad?

Miró desafiante al inspector.

—Yo siempre he pensado que él la conocía —dijo Sejer—. Creo que la conocía bien. ¿Tal vez tan bien como tú?

—¡No fui yo! ¡Créame! ¡No fui yo!

Se secó la frente e intentó tranquilizarse.

—¿Crees que deberíamos hablar con alguien al que hemos olvidado?

—No lo sé.

—¿Un nuevo novio, por ejemplo?

—No había nada de eso.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Me lo habría dicho.

—¿Crees que las chicas van corriendo a confesarse cuando sus sentimientos cambian de rumbo? ¿A cuántas has conocido, Halvor?

—Me lo habría dicho. Usted no conocía a Annie.

—No la conocí, es cierto. Y entiendo que era diferente. Pero algunas cosas tendría en común con las demás chicas, ¿no crees, Halvor?

—No conozco a otras chicas.

El muchacho se encogió en la silla. Metió un dedo entre la goma y la lona de la zapatilla y empezó a moverlo hacia los lados.

—¡Que investiguen las huellas de la mochila!

—Claro que lo haremos. Pero no es difícil borrar esas huellas. Sospecho que tan solo encontraremos las tuyas y las de tu abuela.

—Yo no la había tocado hasta ahora.

—Ya veremos. El hallazgo de la mochila nos proporciona la oportunidad de registrar tu moto, el traje y el casco. Y la casa en la que vives. ¿Quieres decir algo antes de que sigamos?

Other books

Ever Unknown by Charlotte Stein
The Worth of War by Benjamin Ginsberg
Unintentional by Harkins, MK
Soul Food by Tanya Hanson
War of the Mountain Man by William W. Johnstone
Jack by Daudet, Alphonse
Momentum by Imogen Rose