—Tal vez. ¿Irá usted al entierro?
—Todo el mundo irá. Así sucede siempre en los pueblos pequeños. No se puede ocultar nada. La gente cree que tiene derecho a participar. Resulta difícil mantener un secreto.
—Tal vez sea una ventaja para nosotros —dijo Skarre—, si el asesino es de aquí.
Fritzner se acercó a la barca, cogió la botella y la vació.
—¿Creen que es de aquí?
—Digamos que así lo esperamos.
—Yo no. Pero si es así, espero que lo cojan enseguida. Seguramente en las veinte casas de esta calle ya saben que me ha visitado por segunda vez.
—¿Le molesta?
—Claro. Quiero seguir viviendo aquí.
—No hay razón para creer que no pueda seguir aquí, ¿no?
—Ya veremos. Los solteros siempre estamos algo más expuestos que los demás.
—¿Por qué?
—No es natural que un hombre no tenga mujer. La gente espera que te busques alguna, al menos cuando ya has pasado los cuarenta. Y cuando eso no sucede, tiene que haber una razón.
—Ahora me está pareciendo usted un poco paranoico.
—No sabe lo que supone vivir tan cerca de los demás. Serán tiempos duros de ahora en adelante para muchos.
—¿Piensa usted en alguien en especial?
—En cierto modo sí.
—¿En Jensvoll, por ejemplo?
Fritzner no contestó. Se quedó pensativo un instante. Miró de reojo a Skarre y tomó una decisión repentina. Sacó la mano del bolsillo y le mostró algo.
—Quería enseñarle esto.
Skarre miró. Parecía una goma de pelo, forrada de tela azul, y adornada con perlas.
—Es de Annie —aclaró Fritzner, mirando fijamente al policía—. La encontré en mi coche. Estaba en el suelo, entre el asiento y la puerta. La llevé al centro no hace más de una semana. Supongo que la goma se le caería.
—¿Por qué me la da?
Fritzner respiró profundamente.
—No tenía que haberlo hecho, ¿verdad? Podría haberla quemado en la chimenea sin decir ni pío. Lo hago para mostrarle que juego con las cartas sobre la mesa.
—Nunca he creído lo contrario —señaló Skarre.
Fritzner sonrió.
—¿Piensa usted que soy tonto?
—Posiblemente —contestó Skarre, devolviéndole la sonrisa—. Tal vez intente engañarme. Tal vez sea una persona tan calculadora que ha puesto en escena esta dulce confesión. Me llevo la goma. Y le tengo en cuenta, en mayor grado que antes.
Fritzner se puso pálido. Skarre no pudo reprimir una risita.
—¿De dónde ha sacado el nombre de la barca? —preguntó curioso mirando el bote—. Es un nombre extraño para una barca, ¿no cree? Narco Traficante.
—Fue simplemente una ocurrencia —contestó intentando reponerse tras la advertencia—. Pero suena bien, ¿no le parece? —añadió mirando con preocupación al joven policía.
—¿Nunca ha navegado en ella?
—Jamás —confesó—. Me mareo muchísimo.
El fiscal había emitido su veredicto. Annie Holland tenía que ser enterrada. Eddie Holland miró el reloj y descubrió que habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que la primera palada de tierra seca alcanzó el ataúd. Annie cubierta de tierra. Llena de ramitas, piedras y gusanos. En el bolsillo llevaba un papel arrugado con unas breves palabras que quería leer junto al ataúd, después del sermón. Pero prorrumpió en sollozos y fue incapaz de decir una palabra, y ese hecho le torturaría el resto de su vida.
—Me pregunto si Sølvi padece un pequeño trastorno —dijo—. No aparece en los escáners, pero algo hay. Ha aprendido lo que tiene que aprender, pero es un poco lenta. Algo estrecha de mente, tal vez. No diga nada de esto a Ada —añadió.
—¿Ella lo niega? —preguntó Sejer.
—Dice que si los médicos no encuentran nada, es que todo está bien. Las personas son diferentes, tan solo eso, dice.
Sejer le había citado en la comisaría. Holland se encontraba todavía sumido en una gran oscuridad.
—Tengo que preguntarle algo —dijo Sejer con prudencia—. Si Annie se hubiera encontrado con Axel Bjørk en la carretera, ¿se habría montado en su coche?
La pregunta lo dejó boquiabierto.
—Es lo más monstruoso que he oído jamás —exclamó por fin.
—También se ha cometido un crimen monstruoso. Conteste a mi pregunta. Yo no conozco a la gente implicada tan bien como usted, lo que considero una ventaja.
—El padre de Sølvi —dijo Holland pensativo—. Sí, tal vez. Estuvieron en su casa, en Oslo, un par de veces, de manera que ella lo conocía. Supongo que se habría montado en su coche si él la hubiera invitado. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿Qué clase de relación tiene usted con él?
—Ninguna en absoluto.
—Pero han hablado alguna vez, ¿no?
—Apenas. Ada no dejaba que pasara de la puerta. Decía que era un intruso.
—¿Y qué le parecía a usted?
Holland se retorcía en la silla como si su propia debilidad se hiciera incómodamente visible.
—Me parecía mal. Él no quería perjudicarnos, solo pretendía ver a Sølvi de vez en cuando. Ahora ya no tiene nada. Creo que también perdió su trabajo.
—¿Y Sølvi? ¿Ella quería verlo?
—Me temo que Ada le quitó las ganas. Puede ser bastante dura si se lo propone. Supongo que Bjørk ya se ha resignado. Pero estuvo en el entierro, así que la vería un momento. ¿Sabe?, no resulta fácil llevar la contraria a Ada. No es que le tenga miedo —añadió dejando escapar una risa corta e irónica—, pero se pone completamente fuera de sí. No es fácil de explicar. Se pone tan fuera de sí que no lo soporto.
Volvió a callarse, y Sejer esperó sin decir nada, mientras intentaba imaginarse ese complejo juego que existía entre las personas, cómo miles de hilos se iban entrelazando a través de los años, formando resistentes redes de mallas finas, en las que uno se sentía atrapado. Los mecanismos que se escondían detrás le fascinaban. Y también la intensa aversión de los seres humanos a coger el cuchillo, cortar la red y salir de ella, aunque añoraran tanto la libertad que hasta llegaran a enfermar. Seguramente Holland deseaba salir de la red de Ada, pero un sinfín de pequeñas cosas le retenía. Había hecho su elección, se quedaría para el resto de su vida entre esos hilos viscosos, y esa determinación le pesaba tanto que toda su figura se había encorvado.
—¿No tienen nada todavía? —preguntó por fin.
—Desgraciadamente no —contestó Sejer de mala gana—. Lo único que tenemos es una larga lista de personas que hablan muy bien y con mucho afecto de Annie. Los hallazgos técnicos son muy pocos y no nos han conducido a nada, y no existen motivos visibles. No abusaron sexualmente de Annie ni recibió otra clase de malos tratos. No se ha observado ese día nada en las cercanías de la colina que pueda facilitarnos alguna pista, y todos los que pasaron por allí en coche ese día se han presentado ante nosotros y han sido excluidos del caso. Bien es verdad que hay una excepción, pero ese coche ha sido descrito tan vagamente que no nos lleva a ninguna parte. El motorista visto junto a la tienda de Horgen ha desaparecido de la faz de la tierra. Tal vez fuera un turista de paso. Nadie vio la matrícula; quizá fuera extranjero. Hemos buceado en la laguna en busca de la mochila de Annie, pero sin ningún éxito, razón por la cual suponemos que está en poder del homicida. Pero no tenemos cargos por sospecha contra nadie, así que tampoco podemos proceder al registro de ninguna casa. Ni siquiera tenemos una teoría concreta. Tenemos tan poco que solo podemos imaginarnos cosas. Existe la posibilidad, por ejemplo, de que Annie se hubiera enterado de alguna información delicada, tal vez por pura casualidad, y que alguien la matara para asegurarse su silencio. En ese caso tendría que haberse tratado de información altamente comprometedora, ya que dio lugar a un asesinato. Estaba desnuda, pero nadie la había tocado, lo que podría significar que el homicida quería guiarnos hacia el móvil sexual, posiblemente con el fin de desviar la atención del verdadero motivo. Por todo esto —concluyó— estamos tan interesados en el pasado de Annie.
Se detuvo y se rascó el dorso de la mano, donde tenía una mancha roja y agrietada del tamaño de una moneda de veinte coronas.
—Usted es una de las personas que mejor la conocía. Y tendrá miles de pensamientos en la cabeza. Tengo que preguntarle de nuevo si hay algo, cualquier cosa, en el pasado de Annie, sucesos, amistades, declaraciones, impresiones, que le hayan extrañado. No piense en cosas muy especiales, solo en algo que le sorprendiera. Desentierre los detalles más minúsculos, aunque le parezcan tonterías; lo único importante es que le hayan sorprendido. Una reacción inesperada, comentarios, alusiones, gestos que se le hayan quedado grabados. Annie sufrió una alteración de conducta. Tengo la impresión de que se trataba de algo más que de los cambios normales de la pubertad. ¿Puede usted corroborarlo?
—Ada dice…
—Pero ¿y qué dice usted? —Sejer seguía mirándole a los ojos—. Dejó a Halvor, abandonó el equipo y se encerró en sí misma. ¿Ocurrió algo en esa época que se saliera de lo corriente?
—¿Han hablado ustedes con Jensvoll?
—Sí.
—Bueno, es que… se oyeron algunos rumores, pero no creo que sean ciertos. Los rumores corren muy deprisa en nuestro pueblo —añadió, perplejo y ruborizado.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Algo que Annie mencionó, que había estado en la cárcel hace mucho tiempo. No sé por qué.
—¿Annie lo sabía?
—Entonces ¿es verdad que estuvo en la cárcel?
—Sí, es verdad. Pero yo ignoraba que alguien lo supiera. Estamos investigando a toda la gente del entorno de Annie para comprobar si tienen coartada. Hemos hablado con más de trescientas personas. Pero desgraciadamente nadie ha destacado como sospechoso en este caso.
—Arriba, en el camino de la colina vive un tipo —murmuró Holland— que no es del todo normal. Dicen que ha intentado acercarse a las chicas.
—También hemos hablado con él —repuso Sejer pacientemente—. Él fue quien encontró a Annie.
—Sí, ya lo había oído.
—Tiene coartada.
—Espero que la coartada sea fiable.
Sejer pensó en Ragnhild y no dijo a Holland que la coartada era una niña de seis años.
—¿Por qué cree usted que Annie dejó de cuidar niños?
—Supongo que se hizo mayor y ya no le apetecía.
—Pero tengo la impresión de que le gustaba especialmente. Por eso me resulta un poco extraño.
—Durante varios años no hizo otra cosa. Primero los deberes, y luego salía a la calle para ver si algún crío necesitaba una vuelta en el cochecito. Y cuando había peleas y problemas en la calle, ella aparecía y siempre conseguía que las aguas volvieran a su cauce. El pobre que hubiera tirado la primera piedra tenía que confesar. Luego recibía el perdón y todo acababa siempre felizmente. Annie era una buena mediadora. Tenía autoridad y todos la obedecían. Los chicos también.
—¿Era diplomática, en otras palabras?
—Exactamente. Le gustaba poner orden. Odiaba los conflictos no resueltos. Cuando ocurría algo con Sølvi, por ejemplo, siempre nos buscaba alguna solución acertada. Era una especie de intermediaria. Pero en cierta manera —añadió despacio—, también en ese aspecto perdió el interés, dejó de implicarse en las cosas.
—¿Cuándo? —preguntó Sejer.
—Durante el otoño pasado.
—¿Qué ocurrió el otoño pasado?
—Ya se lo he contado. No quiso seguir con el balonmano, ni quería estar con la gente como antes.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé —contestó Holland afligido—. Le estoy diciendo que nunca lo entendí.
—Intente mirar más allá de usted mismo y de su familia, más allá de Halvor, del club y de los problemas con Axel Bjørk. ¿Sucedió algo en el pueblo en esa época, algo que no necesariamente tuviera que ver con ustedes?
Holland extendió los brazos.
—Sí, ocurrió algo, pero no tiene nada que ver con esto. Uno de los niños a los que Annie solía cuidar murió en un trágico accidente. Desde luego, no mejoró el estado de las cosas. Annie ya no participaba en nada. Lo único que le interesaba era ponerse las zapatillas de deporte y correr, alejarse de la casa y de la calle.
Sejer notó que su corazón empezaba a latir más deprisa.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó, apoyando los codos en la mesa.
—Un niño al que Annie cuidaba a menudo murió en un accidente. Se llamaba Eskil.
—¿Ocurrió mientras Annie lo estaba cuidando?
—¡No, no! —Holland lo miró espantado—. ¡Está usted loco! Annie era extremadamente prudente cuando se hacía cargo de los hijos de otras personas. No apartaba la vista de ellos ni un momento.
—¿Y cómo ocurrió el accidente?
—En casa del niño. Tenía poco más de dos años cuando sucedió. Annie lo sintió muchísimo. Bueno, todos nosotros, que también los conocíamos.
—¿Y cuándo fue eso?
—Ya se lo he dicho, en el otoño pasado. Cuando ella lo dejó todo. En realidad sucedieron muchas cosas, no fue una buena época para ninguno de nosotros. Halvor llamaba, Jensvoll llamaba. Bjørk se puso muy pesado con lo de Sølvi y Ada estaba inaguantable. —Se calló de repente; parecía avergonzado.
—¿Exactamente cuándo sucedió esa muerte, Eddie?
—Creo que fue en noviembre, pero no recuerdo la fecha.
—¿Ocurrió antes o después de que Annie abandonara el club?
—No me acuerdo.
—Entonces intentaremos averiguarlo. ¿Qué clase de accidente fue?
—El niño se atragantó con algo y no pudieron sacárselo. Creo que estaba comiendo solo en la cocina.
—¿Por qué no me ha contado esto antes?
Holland lo miró apenado.
—Porque usted está investigando la muerte de Annie —susurró.
—Eso es lo que estoy haciendo. Descartar posibilidades es igual de importante.
Hubo una larga pausa. La ancha frente de Holland sudaba y él se frotaba los dedos constantemente, como si hubiera perdido la sensibilidad en ellos. Una serie de imágenes estúpidas aparecían constantemente en su mente, imágenes de Annie con un traje rojo y gorro de graduación, y de Annie vestida de novia. De Annie con un bebé en los brazos. Imágenes, fotos, que jamás podría hacer.
—Hábleme de cómo reaccionó Annie.
Holland se enderezó en la silla e intentó recordar.
—No recuerdo la fecha, pero sí aquel día, porque nos despertamos tarde por la mañana. Yo tenía el día libre. Annie perdió el autobús, y además volvió pronto del colegio porque no se encontraba bien. No se lo conté inmediatamente. Se acostó, dijo que quería dormir un poco.