—¿Estaba enferma?
—Bueno, nunca estaba enferma. Supongo que fue algo pasajero. Se despertó un rato después y yo estaba en el cuarto de estar temiendo el momento. Por fin entré en su habitación y me senté en el borde de la cama.
—Continúe.
—Se quedó como paralizada —prosiguió—. Paralizada y asustada. Se dio la vuelta y se tapó la cabeza con el edredón. Bueno, ¿qúe puedes decir cuando te enteras de algo así? En los días siguientes no exteriorizó demasiado sus sentimientos; fue más bien como si sufriera en silencio. Ada quiso que llevara flores a la casa, pero se negó. Tampoco quiso asistir al entierro.
—¿Asistieron usted y su mujer?
—Sí. Ada estaba molesta porque Annie no quiso ir, pero yo intenté explicarle que es muy duro para una niña asistir a un entierro. Annie solo tenía catorce años. No saben qué decir, ¿verdad?
—Mmm —murmuró Sejer—. Tal vez visitara la tumba más adelante.
—Sí, sí. Varias veces. Pero jamás volvió a ir a la casa del niño.
—Pero tuvo que haber hablado con los padres, tratándose de un niño a quien había cuidado con tanta frecuencia…
—Supongo que sí. Se había relacionado mucho con la familia, sobre todo con la madre. Por cierto, se marchó del pueblo. Se separaron al cabo de un tiempo. Debe de ser muy difícil volver a encontrarse después de una tragedia así. De alguna manera hay que empezar la relación de nuevo. Y ninguno de los dos está como antes. —Se olvidó de la conversación. Era como si hablara consigo mismo, como si no hubiera nadie más—. Solo Sølvi es la misma. Me asombra que pueda seguir siendo la misma después de todo lo sucedido. Pero claro, ella es especial. Habrá que aceptar a los chicos como son, ¿no cree?
—¿Y Annie? —intervino nuevamente Sejer.
—Bueno, Annie —murmuró—, Annie nunca volvió a ser la misma. Creo que se dio cuenta de que todos acabamos muriendo. Recuerdo cuando era pequeño y murió mi madre, lo peor fue eso. No que ella hubiera muerto y desaparecido, sino que yo también me moriría. Y mi padre, y todos aquellos a los que conocía.
Su mirada era distante y Sejer lo escuchaba con las manos apoyadas en la mesa.
—Tenemos más cosas de que hablar, Eddie —dijo por fin—. Pero primero he de contarle algo.
—No sé si tengo fuerzas para enterarme de más cosas.
—No puedo ocultárselo, de verdad que no puedo.
—¿De qué se trata?
—¿Recuerda si Annie alguna vez se quejaba de dolores?
—No, no lo recuerdo. Excepto antes de usar zapatillas que amortiguaran los golpes. Entonces sí que le dolían los pies.
—Me refiero en concreto a si Annie tenía dolores en el bajo vientre.
Holland lo miró, inseguro.
—Nunca me comentó nada. Tendría que preguntárselo a Ada.
—Se lo pregunto a usted porque estaba más unido a ella.
—Sí. Pero esas cosas de mujeres… nunca me comentó nada.
—Tenía un tumor —confesó Sejer en voz baja.
—¿Un tumor? ¿Quiere decir un bulto?
—Un bulto del tamaño de un huevo. Maligno. Con metástasis en el hígado.
Holland se puso completamente rígido.
—Deben de estar equivocados —repuso con firmeza—. Annie tenía una salud de hierro.
—Tenía un tumor maligno en el bajo vientre —repitió Sejer—. Y habría caído gravemente enferma en poco tiempo. Las posibilidades de que la enfermedad fuera mortal eran considerables.
—¿Quiere decir que habría muerto de todos modos? —preguntó Holland en tono agresivo.
—Eso es lo que dicen en el Anatómico Forense.
—¿Debo alegrarme entonces de que se librara de los sufrimientos? —gritó fuera de sí. Una gota de saliva alcanzó a Sejer en la frente. Holland se tapó la cara con las manos—. No, no, no quise decir eso —añadió con voz entrecortada—, pero no entiendo nada de lo que está pasando. No entiendo que haya tantas cosas que no supiera.
—O ella tampoco lo sabía, o se aguantó los dolores negándose a visitar al médico. No hay nada registrado en su historial.
—Supongo que no —dijo Holland despacio—. Nunca tuvo nada. Le pusieron un par de vacunas en el transcurso de los años; eso es todo.
—Hay un par de cosas que quiero que haga —prosiguió Sejer—. Quiero que hable con Ada y le diga que venga aquí, a la comisaría. Necesitamos sus huellas dactilares.
Holland sonrió cansado y se reclinó en la silla. No había dormido en mucho tiempo, y le parecía que la habitación daba vueltas. La cara del inspector jefe oscilaba, lo mismo que las cortinas de la ventana, o tal vez fuera la corriente; no estaba seguro.
—En la hebilla de Annie encontramos dos huellas dactilares. Una era de Annie. Otra puede ser de su mujer. Nos dijo que preparaba a menudo la ropa de la chica por las mañanas, así que pudo haber dejado sus huellas en la hebilla. Si no es de ella, puede que pertenezca al homicida. Él la desnudó. Tuvo que tocar por fuerza la hebilla.
Por fin Holland comprendió.
—Dígale a su mujer que venga cuanto antes. Puede preguntar por Skarre.
—Para ese eccema que padece —dijo Holland de repente, señalando la mano de Sejer—, he oído decir que va muy bien la ceniza.
—¿Ceniza?
—Hay que untar con ella las manchas. No hay nada más limpio que la ceniza. Contiene sales y minerales.
Sejer no contestó. Era como si los pensamientos de Holland dieran una vuelta y desaparecieran en su interior. Sejer lo dejó en paz con ellos. La habitación estaba tan silenciosa que podían oír a Annie.
Halvor comió salchichas y col hervida en la encimera de la cocina. Luego lo recogió todo y tapó con una manta a su abuela, que dormitaba en el sofá. Después se metió en su habitación, echó la cortina y se sentó delante de la pantalla. Así pasaba entonces la mayor parte de su tiempo libre. Había probado con gran parte de la música que le gustaba a Annie, tecleando títulos y cantantes que ella tenía en su colección. Luego intentó con títulos de películas, no muy convencido, porque no era el estilo de Annie. La dificultad parecía insalvable. También cabía la posibilidad de que Annie hubiera ido cambiando de clave, como hacían en el ministerio de Defensa para los secretos militares. Utilizaban claves que cambiaban automáticamente varias veces por segundo. Halvor había leído algo sobre eso en una revista de informática. Una clave que se cambiaba constantemente resultaría casi imposible de encontrar. Intentó recordar en qué fecha aproximadamente Annie y él habían abierto cada uno su archivo, archivos cuyo acceso luego habían bloquedado. Hacía varios meses, había sido en el otoño. La desesperación amenazaba con apoderarse de él cuando pensaba en todas las combinaciones que podían hacerse empleando todos los signos, números y letras del teclado. Pero estaba seguro de que Annie no había escrito algo sin sentido. Habría empleado algo que le hubiera causado impresión, o algo querido y conocido. Él sabía bastante de lo que Annie quería y conocía, por eso continuó buscando, hasta que oyó gritar a su abuela, que ya había dormido la siesta. Entonces Halvor se tomó un descanso para hacerle un café y servirle un par de gofres, si es que quedaban. Luego se sintió moralmente obligado a ver la televisión un rato para hacerle compañía. Pero, en cuanto pudo, volvió disparado a su cuarto. Ella no dijo nada. Halvor se quedó hasta medianoche. Entonces se arrastró hasta la cama y apagó la luz. Escuchó durante un rato mientras le llegaba el sueño. Pero a veces no conseguía dormirse, y entonces se deslizaba hasta la habitación de su abuela y sacaba sigilosamente una pastilla para dormir de su frasco. No volvió a oír pasos fuera. Mientras le llegaba el sueño pensaba en Annie. El azul había sido su color favorito. El chocolate que más le gustaba era Dove con pasas. Tomaba nota de algunas palabras en el subconsciente y las almacenaba allí para usarlas posteriormente. No había que desistir. Cuando por fin encontrara la clave, pensaría en lo evidente que era y se diría a sí mismo: ¡cómo no se me había ocurrido antes!
Fuera, el patio estaba oscuro y silencioso. La caseta del perro, vacía, estaba abierta, como una boca desdentada, pero no se veía así desde la carretera, y un ladrón podría pensar que había un perro dentro. Detrás de la caseta estaba la leñera, donde guardaban un modesto montón de madera, su bicicleta, un viejo televisor en blanco y negro y un montón de periódicos viejos. Nunca se acordaba de ellos cuando había recogida de papel, y tampoco leía el periódico local. Al fondo, detrás de un colchón de gomaespuma, estaba la mochila de Annie.
Había corrido hasta el lago de Bru y había vuelto. Un paseo de trece kilómetros. Intentó llegar al umbral del dolor, al menos en la carrera de vuelta. Elise solía tenerle preparado un vaso de agua mineral helada cuando él salía de la ducha. A veces lo tomaba solo con una toalla atada a la cintura. Ahora no lo esperaba nadie. Excepto el perro, que levantó la cabeza expectante cuando Sejer abrió la puerta y dejó salir el vapor. Se vistió en el cuarto de baño y fue a buscar una botella de agua, le quitó la chapa contra el canto de la encimera de la cocina y se la llevó a la boca. El timbre de la puerta sonó cuando había bebido la mitad de la botella. El timbre de Sejer no sonaba muy a menudo, por eso se extrañó un poco. Levantó un dedo amonestador al perro y fue a abrir. Allí estaba Skarre, junto a la barandilla, con un pie en la escalera, como indicando una rápida retirada si la visita no era oportuna.
—Pasaba por aquí… —se excusó.
Su aspecto era diferente. Los rizos habían desaparecido; se había cortado el pelo al rape y se le veía más oscuro, lo que le hacía parecer mayor. Además, tenía las orejas ligeramente de soplillo.
—Bonito peinado —exclamó Sejer—. Entra.
Kollberg llegó saltando, como de costumbre.
—Es algo exhibicionista —dijo Sejer resignado—. Pero es un bonachón.
—Más vale que lo sea con ese tamaño. Parece un lobo, tío.
—La intención era que pareciera un león. Es lo que pretendió el hombre que creó el primer leonberger mezclando razas. —Sejer entró en el cuarto de estar—. Venía de la ciudad alemana de Leonberg, y tenía la intención de hacer una mascota de la ciudad.
—¿León?
Skarre estudió el enorme animal y sonrió.
—No, no tengo tanta imaginación. —Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el banco del teléfono—. ¿Conseguiste hablar a solas con Holland?
—Sí, lo conseguí. ¿Qué has hecho tú?
—Visité a la abuela de Halvor.
—¿Ah, sí?
—Me sirvió café y gofres, y toda la miseria de la vejez. ¿Sabes? —prosiguió en voz baja—, ya sé qué es hacerse mayor.
—¿Y qué es?
—Una decadencia gradual. Un proceso insidioso, casi imperceptible, que solo descubres en repentinos y estremecedores momentos. —Skarre suspiró como un anciano y sacudió la cabeza muy preocupado—. Disminuye el proceso de división de las células, de eso se trata. Todo va cada vez más lento, hasta que uno empieza a encogerse. De hecho, es la primera fase del proceso de putrefacción; comienza alrededor de los veinticinco años.
—Vaya, entonces tú ya estás en ello. Por cierto, no pareces estar muy en forma.
—La sangre se queda estancada en las arterias. Nada sabe ni huele como debe. También es corriente la desnutrición. No es de extrañar que nos muramos al hacernos viejos.
Ese comentario hizo sonreír a Sejer. Luego pensó en su madre, que estaba en una residencia, y se puso serio.
—¿Qué edad tiene?
—Ochenta y tres. Y no está del todo lúcida, creo —dijo, señalando su propia cabeza rapada.
—Sería mejor que nos muriéramos un poco antes, me parece a mí. Justo antes de cumplir los setenta.
—No creo que los setentañeros estén de acuerdo contigo —repuso Sejer—. ¿Quieres beber algo?
—Sí, gracias.
Skarre se alisó el pelo, como queriendo comprobar que el nuevo peinado solo era un sueño.
—Tienes un montón de discos, Konrad —dijo mirando la estantería que había junto a la cadena de música—. ¿Los has contado?
—Unos quinientos —gritó Sejer desde la cocina.
Skarre se levantó de un salto del sillón para mirar los títulos. Como todo el mundo, creía que los gustos musicales de alguien revelaban cosas importantes sobre esa persona, sobre cómo era en realidad.
—Laila Dalseth, Etta James, Billie Holiday, Edith Piaf… ¡Dios mío! —exclamó mirando los discos sorprendido—. ¡Pero si son todas mujeres!
—No creo, ¿sí?
Sejer echó agua mineral en los vasos.
—¡Solo mujeres, Konrad! Eartha Kitt, Lill Lindfors, Monica Zetterlund, ¿quién es esa?
—Una de las mejores. Pero eres demasiado joven para saberlo.
Skarre volvió a sentarse, bebió y secó el culo del vaso en el pantalón.
—¿Qué dijo Holland?
Sejer cogió el tabaco de debajo del periódico y abrió la bolsa. Sacó un papel y se puso a liar un cigarrillo.
—Annie sabía que Jensvoll había estado en la cárcel. Tal vez supiera también el motivo.
—¡Sigue!
—Y uno de los niños a los que ella solía cuidar murió en un accidente.
Skarre buscaba sus cigarrillos.
—Ocurrió en noviembre, más o menos en la época en la que empezaron las dificultades. Annie no quiso volver a aquella casa. No quiso llevarles flores, no quiso ir al entierro y no volvió a cuidar a niños después de aquello. Holland opina que no era de extrañar, pues la chica solo tenía catorce años, y a esa edad uno no sabe enfrentarse a la muerte. —Sejer observaba a Skarre mientras hablaba y vio cómo cambiaba su expresión, cada vez más alerta—. Después de eso dejó el balonmano, rompió durante un tiempo con Halvor y se encerró en sí misma. Sucedió en este orden: murió el niño y Annie se apartó de su entorno.
Skarre encendió el cigarrillo y miró a Sejer, que chupaba su cigarrillo liado.
—La muerte del niño se debió aparentemente a un trágico accidente, y entiendo que a una adolescente un suceso semejante le causara una fuerte impresión. Conocía bien al niño y a los padres. Pero…
Se detuvo para encender el cigarrillo.
—¿Y eso explica su cambio?
—Posiblemente. Además, tenía cáncer. Aunque ella no lo supiera, pudo haberla hecho cambiar. Pero en realidad yo esperaba encontrar otra cosa, algo que pudiéramos utilizar.
—¿Y Jensvoll?
—Me cuesta creer que alguien cometa un asesinato con el fin de ocultar una violación consumada once años antes, por la que, además, ya ha cumplido condena. Por otra parte, podría pensarse que quiso intentarlo otra vez y le salió mal.
—¡Ostras! —exclamó Skarre asombrado—. ¡Si estás fumando!