...O llevarás luto por mi (25 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Sin embargo, la fortuna es muy voluble, y la buena vida del exartillero Rafael Sánchez duró solamente un verano, el tiempo preciso para derrochar, en seguimiento de Manolete, la fortuna amasada en los pueblos de Sierra Morena desgarrados por la guerra. Cierto que ganaría nuevas fortunas, las cuales derrocharía con igual complacencia, pues Rafael Sánchez era hombre de recursos. Cada vez que se encontraba arruinado, su genial instinto de conservación acudía en su auxilio y le hacía ganar una nueva fortuna. La última y más importante habría de amasarla un día lejano, gracias al hijo de aquella mujer a quien había ofrecido, en el comedor de Pueblonuevo del Terrible, la ocasional limosna de una tableta de chocolate.

Sin embargo, fueron pocos los españoles para quienes la guerra terminó con tan agradables perspectivas como las que se abrieron ante el exabastecedor del 1.
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Regimiento de Artillería pesada. Tal como Rafael Sánchez había pronosticado, la República empezó a desmoronarse lentamente. El 15 de noviembre de 1938, las Brigadas Internacionales salieron de Barcelona, marcando con su partida el casi total aislamiento de la moribunda República española. Los voluntarios internacionales partieron en dirección a la frontera francesa, acompañados por el último y emocionante discurso de la Pasionaria:

«Podéis estar orgullosos —dijo a los hombres que se alejaban—. Sois leyenda. Sois historia. Nunca os olvidaremos». Diez mil miembros de aquella Legión Extranjera, la cuarta parte de los que habían entrado en España, permanecieron en ella, cubiertos para siempre con tierra española.

En adelante, la República sufrió derrota tras derrota. El día siguiente al de la partida de las Brigadas Internacionales de Barcelona, las últimas fuerzas republicanas fueron expulsadas de las orillas del río Ebro, terminando una de las más largas y cruentas batallas de la guerra. Dos días antes de Navidad, los nacionales lanzaron un ataque masivo a lo largo de todo el río, con Barcelona como último objetivo. Un mes más tarde, el 26 de enero de 1939, cayó la ciudad. Y más de cuatrocientas mil personas se lanzaron a las carreteras que conducían a la frontera francesa.

Nada, quizá, en toda la guerra civil, había sido más lastimoso que esta huida. Los caminos y los pueblos próximos a los puestos fronterizos pirenaicos se veían atestados por las harapientas y míseras columnas de fugitivos. Por la noche, hombres, mujeres y niños de todas las edades, temblando de hambre y de frío, se echaban a dormir en las orillas del camino, sobre la tierra húmeda y helada. Con el rostro demacrado por la fatiga, empapados de nieve y de lluvia, cruzaban la frontera, envolviendo su dolor en una capa de dignidad y de silencio. Los niños llevaban una muñeca rota, una pelota desinflada o cualquier otro mustio vestigio de la vida inocente que dejaban atrás. A su lado, muchos padres apretaban en la mano el tesoro más preciado que podía llevar un español a un nuevo país: un puñado de tierra española, arrancada de la plaza de un pueblo antes de emprender el largo viaje hacia el destierro.

El 28 de marzo de 1939, después de dos años, cuatro meses y veintiún días de denodada resistencia, cayó Madrid. Al desfilar las primeras tropas de Franco por las amplias avenidas, los nacionales que habían permanecido ocultos durante aquel largo período, esperando que llegara este día, llenaron los balcones y las aceras de la capital. Una y otra vez repetían a gritos una frase entusiasta, gozosa réplica a la que tantas veces habían tenido que escuchar desde sus escondites: «¡Han pasado! ¡Han pasado!»

Con la caída de Madrid, la victoria de Franco era sólo cuestión de horas. El último Gobierno republicano huyó de Valencia. El frente se disolvió por sí solo, cuando millares de soldados republicanos arrojaron las armas y emprendieron el camino de regreso a los pueblos que con tanta prisa habían abandonado tres años antes. El 31 de marzo de 1939, terminó la lucha comenzada con el vuelo del Dragon Rapide. Almería, Murcia y Cartagena, últimas ciudades en poder de los republicanos, cayeron en manos de los nacionales. Se habían recogido las últimas aceitunas que Franco había previsto en una húmeda habitación de un Hotel de Casablanca. Aquella noche, un ayudante penetró sin ruido en el despacho de Franco para anunciarle que sus ejércitos nacionales habían alcanzado el último objetivo.

—Está bien —dijo Franco, sin levantar los ojos de los papeles que tenía sobre la mesa—. Muchas gracias.

La guerra civil española había terminado.

España había pagado un fuerte precio por la victoria de Franco. Aproximadamente seiscientos mil españoles habían muerto durante el conflicto, y otros dos millones habían quedado mutilados o heridos. Medio millón de hogares habían sido destruidos o gravemente damnificados. Ciento ochenta y tres pueblos habían sido arrasados; dos mil iglesias habían sido pasto de las llamas; una tercera parte de las cabezas de ganado de la nación habían sido sacrificadas, y casi la mitad del equipo ferroviario había quedado destruido
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. Pero era todavía peor el daño moral y espiritual inferido a España por los tres años de guerra. Tendrían que pasar varios lustros para borrar los odios encendidos en el alma española por el conflicto y para eliminar la herencia psicológica de una guerra fratricida cuya ferocidad superó la de la mayoría de las luchas internacionales.

Los vencedores tampoco apresurarían el momento de la reconciliación con ningún gesto de caridad para con los vencidos. En las siguientes semanas serían fusilados cien mil españoles, y otros dos millones metidos en cárceles y campos de concentración.

Ahora, los millones de españoles desplazados por la guerra empezaron a orientarse, a volver a sus casas, a buscar a los seres queridos y perdidos en la confusión del conflicto. Miles de ellos emprendieron el regreso por las mismas carreteras por las que habían huido tres años antes. Para muchos, el viaje de vuelta a casa terminaría ante un portal derruido; para otros, la desesperada búsqueda de un pariente desaparecido acabaría ante la mal grabada losa de una tumba.

Bajo el cielo de cobalto de Levante, Ana Horillo, llevando en brazos a su hijo pequeño, Juan, regresó a Palma del Río por el mismo doloroso camino que había seguido en agosto de 1936. Había pasado la guerra en Murcia, la ciudad en las afueras de la cual había nacido su hijo. Había estado tres años trabajando en una fábrica de municiones.

También Ángeles Benítez emprendió la vuelta a Palma del Río. Temblando de frío, acurrucada en la caja de un camión descubierto, vio alejarse, con emoción, los bombardeados tejados de las casas del pueblo en que se habían esfumado tres años de su vida. Acunaba en sus brazos a su hijo menor, Manolo, el cual estaba ya tan acostumbrado a los rigores de la vida que, según decían sus hermanos, «se había olvidado de llorar».

En una bolsita de cuero atada a su cintura, llevaba la mujer las pocas pesetas que había podido ahorrar en tres años de servicio en el comedor de los oficiales nacionales. Estos modestos ahorros tendrían que servir para su manutención y la de sus hijos en Palma del Río, hasta que encontrase trabajo y su marido volviese a casa…, si es que volvía.

Tanto para Ángeles Benítez como para Ana Horillo, el regreso a Palma del Río era como un salto a lo desconocido, semejante al que habían dado tres años antes, cuando huyeron del pueblo. Como tantas otras mujeres que andaban por las carreteras españolas, Ana Horillo y Ángeles Benítez ignoraban lo que les esperaba en su pueblo natal, y si los maridos que se habían separado de ellas en el verano de 1936 estaban vivos o muertos.

Macilentos, sucios, medio muertos de hambre, algunos cojeando todavía a causa de una herida reciente, los hombres volvían también a sus casas. Algunos se apoyaban en muletas; otros mostraban una manga vacía colgando del hombro, o un rostro mutilado, testimonios de que estos palmeños habían dejado pedazos de su cuerpo ante Madrid, a lo largo del Ebro o en Sierra Morena. Llegaban en camiones encontrados durante el trayecto, o a pie, o en los escasos trenes que se detenían en la estación de Palma. Apaleados y quebrantados, los supervivientes de la milicia de Juan de España contemplaban con mirada ansiosa los acogedores tejados del pueblo. Pero, para muchos de ellos, la confortadora visión de los tejados de Palma sería como una promesa no cumplida.

Las nuevas autoridades aguardaban cada tren que se detenía en Palma. En las afueras de la población abordaban a cualquiera que regresara a Palma ya fuera a pie o en camión. Los que figuraban en la lista de «enemigos del régimen» eran inmediatamente detenidos. Dos veces por día, un viejo autocar llevaba a Córdoba a los hombres así detenidos. Allí los sometían a un juicio sumarísimo. Aquellos cuyos crímenes eran de considerable importancia eran condenados a muerte por un tribunal militar. Los fusilaban en la misma noche del día en que eran juzgados, contra el paredón de la cárcel de Miraflores, en la misma Córdoba. El resto eran enviados a consumir sus fuerzas en los campos de trabajo que la España de Franco había creado para castigar y rehabilitar a sus antiguos enemigos.

José Benítez
El Renco
, el tranquilo camarero del café de Niño Vallés, tuvo suerte. Su nombre no figuraba en la lista de la Guardia Civil. Le dejaron volver a su casa de la calle Ancha, a reunirse con su mujer y sus hijos. Fue un regocijado encuentro, pero la alegría duraría poco. A las cuarenta y ocho horas del regreso de Benítez, fue detenido e incorporado a uno de los interminables convoyes que se dirigían a la cárcel cordobesa de Miraflores. El Renco no regresaría a Palma del Río ni volvería a ver al niño cuyo nacimiento, en víspera de la guerra civil, había traído un fugaz momento de dicha a su vida miserable.

Serían muchos más los que no regresarían, ni siquiera para las breves cuarenta y ocho horas que la Providencia había otorgado a Benítez. Diariamente aumentaba en el tablón de anuncios del Ayuntamiento de Palma la lista de los muertos. Para los supervivientes, la terminación de la guerra había supuesto, al menos, el fin de una incertidumbre que había angustiado sus vidas. Pero hubo mujeres que ni siquiera tuvieron este consuelo y que habían de pasar meses y años esperando noticias del esposo o del padre desaparecidos. Ana Horillo era una de ellas.

Durante dos años, una pareja de la Guardia Civil visitó cada mes su cuchitril de la calle Ancha para asegurarse de que no ocultaba a su marido en su mísero recinto. La respuesta de la mujer era siempre la misma, la única que podía dar: un desesperado encogimiento de hombros. Después, una calmosa tarde, llamó a su puerta otro visitante. Era Adolfo Santaflor, el carpintero que había dado la alarma desde el campanario de la iglesia el día en que los nacionales capturaron el pueblo. Murmuró unas cuantas palabras y, después, se sacó un pequeño sobre del bolsillo y lo alargó a Ana Horillo. En su interior estaba la respuesta a la pregunta que se había estado formulando durante dos años: la cartilla militar de su marido y un puñado de papeles. Entre éstos, había una carta sin terminar.

«Mi querida esposa —decía—: Esta mañana, en una calle, me tropecé con una niñita que se parecía a la nuestra. Pedía limosna, le di cuanto tenía: un pedazo de pan, y la estreché en mis brazos. Pienso mucho en vosotros…». Esto era todo. Juan Horillo no había tenido tiempo de terminar la carta. Ana miró implorante al carpintero que se la había traído.

—Murió el 19 de diciembre de 1936, cerca de Castellón de la Plana —dijo él.

Después le explicó que su marido había pertenecido a la 211.
a
Brigada de Infantería y que, aquella noche de diciembre, los cien hombres de la Brigada habían participado en un ataque contra un monasterio que estaba en poder de las tropas de Franco. Al amanecer, sólo cinco hombres estaban con vida. Juan Horillo no se encontraba entre ellos.

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