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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Desde luego, se equivocaba. Los puyazos de José y la sangre brotada del cuerpo de
Impulsivo
no habían mejorado su defectuosa visión, como ocurría algunas veces, ni alterado su tendencia a derrotar con el pitón izquierdo. Esto representaba un evidente peligro para un hombre resuelto a salir de Las Ventas a hombros de la multitud o en una ambulancia. Y también era real el peligro que podía percibir a través de las delgadas suelas de sus zapatillas, la arena húmeda y pegajosa. Había cesado de llover, pero, más allá del recinto de la plaza, podía ver una masa amenazadora de negras nubes acumulándose sobre el horizonte. Iba a torear a
Impulsivo
en circunstancias difíciles; pero comprendía que éstas podían hacerse insuperables cuando llegase la hora de lidiar a su segundo toro. Si tenía que impresionar al exigente público madrileño, tenía que lograrlo ahora, con su primer toro.

Había llegado a la última fase de la lidia, al momento precedente de entrar a matar. Era el momento que todos esperaban, el enfrentamiento del hombre con el bruto, los minutos durante los cuales el diestro debía tratar de exhibir lo mejor de su arte, de su valentía y de su capacidad de dominio, todo ello apoyado en el denuedo y la confianza.

Normalmente, El Cordobés se habría visto inclinado a empezar su faena con uno de los peculiares muletazos que eran como el marchamo de su estilo. En ellos citaba al toro desde lejos, giraba sobre sus pies en el momento de la embestida para quedar de espaldas a los cuernos al pasar el bicho, o recibiéndole de rodillas. Sin embargo, había jurado hacer ante el público madrileño una demostración auténtica y sin tremendismos de su inteligencia y de su valor. No permitiría que sus detractores le acusaran de emplear artimañas para engañarles.

Lo mismo que había hecho con la capa, lo haría ahora con la muleta. Torearía a
Impulsivo
en los medios, el terreno más peligroso de la plaza. Allí permanecería a treinta metros de distancia de quienes podían socorrerle, treinta metros de arena mojada que habrían de recorrer sus peones cargados con el peso del capote; carrera en la que acaso emplearían diez segundos, durante los cuales él se encontraría a merced de los ávidos cuernos de
Impulsivo
.

El Cordobés llevó al toro a los medios mediante dos rápidos y eficaces muletazos. Después, sacudió los hombros con orgullo, se irguió y afirmó los pies en el suelo. Indicaba claramente con esta actitud su decisión de ligar allí toda su faena. Un largo rumor de entusiasta aprobación surgió del público.

Extendió al máximo la muleta. Lenta y casi imperceptiblemente, la meció con un movimiento de muñeca para que
Impulsivo
fijara los ojos en la franela. La adelantó unos centímetros; después se paró y empezó a retirarla lentamente hacia atrás. En el silencio de aquel instante, veintiséis mil personas oyeron la voz que había vibrado antaño en los pastizales de don Félix iluminados por la luna: «¡Eh, toro!»

La maciza cabeza de
Impulsivo
pareció estremecerse. Después, con clara embestida, obedeció al mandato de la roja franela que tenía ante los ojos.

Capítulo 10

Madrid (II)

P
ara Manuel Benítez fue un triste y melancólico otoño. Cuando salió del hospital, estaba a punto de terminar la temporada de las capeas. Sin embargo, participó en cuantas pudo, para exorcizar la imagen de Manuel Gómez muriendo junto a él en la cama del hospital, para demostrarse a sí mismo que su valor continuaba intacto. Pero de poco le servía esta demostración, puesto que a los demás parecía no importarles un ardite. Nadie parecía reparar en la triste figura que renqueaba detrás de las últimas vacas de otra mortífera temporada de capeas. El joven médico que le había hecho la primera cura en Loeches le reconoció en una de ellas. Remangó el pantalón de Manolo y señaló la herida todavía sin cicatrizar del todo.

—Estás loco —le dijo.

Manolo se encogió de hombros.

—Mataré toros o los toros me matarán a mí —dijo.

Y se volvió tranquilamente hacia la res que le estaba esperando.

Sin embargo, lo único que aquel otoño amenazó con matarle fue su propia desesperación. La temporada que, según se había jurado Manolo, tenía que abrirle las puertas de la lidia, había llegado y terminado ya. Él se había puesto el traje de luces y había toreado con éxito una corrida. Había visto morir a un hombre de una cornada, y su afán se había impuesto a esta impresión. Su frenética ambición conservaba toda la fuerza del día en que había emprendido la persecución del espejismo de Currito de la Cruz. Pero su esperanza, su instintiva confianza en sí mismo, se había extinguido. Aquel otoño comprendió que el tiempo estaba a punto de dejar atrás todos sus sueños. No sería torero. Tendría que aprender otro oficio.

Pero, fuese cual fuere su nuevo oficio, no sería el de albañil en los tajos de Luis López López. Agobiado por dificultades económicas, el pequeño contratista se creyó obligado a reducir su mano de obra. Entre los trabajadores que resolvió despedir se encontraba el muchacho de largos brazos cuya ambición le había costado sesenta y cinco mil pesetas.

Sólo uno de los hombres que, en el mes de agosto, le habían acompañado a Talavera, se avino a tender una mano a Manolo: don Celes, el ladrillero. Don Celes le proporcionó algunas chapuzas y proveyó a su sustento con las sobras de su bar. El valor del muchacho le había impresionado. Y emprendió una campaña por su cuenta para encontrarle un apoderado. Dondequiera que fuese, con tal de que hallase allí un puñado de aficionados competentes, les preguntaba por un apoderado experto, por un apoderado dispuesto a encargarse de un muchacho temerario.

«Lo presentaba como un ramo de flores a cuantos podía encontrar —recordaba más tarde—. Pero nadie lo quería. No era más que un gitanillo hambriento y sin esperanzas».

Había docenas como él aquel otoño, y todos los otoños, relegados a su anónima miseria, sin más consuelo que su hambre y sus sueños rotos. Cuando la temporada tocaba a su fin, acudían a las últimas corridas, las últimas capeas, buscando desesperadamente un apoderado que les diese al menos una vaga promesa para la temporada siguiente, una esperanza que les ayudase a pasar el invierno. Juan Horillo era uno de ellos. Había vuelto a empezar cuando lo licenciaron del Ejército, y volvía a recorrer los caminos de Andalucía que conocía ahora palmo a palmo.

Aquel otoño, su último viaje le llevó a los pagos de Jerez de la Frontera y a la plaza de toros de amarillos ladrillos de la capital del renombrado vino. Había resuelto jugarse allí el todo por el todo y conseguir un apoderado con un contrato a punto de firmar. Sería un espontáneo de los buenos. Y había elegido para su exhibición, no una novillada de segunda clase, sino una corrida de primera, con toros de una de las más famosas ganaderías de España, la de doña Concepción de la Concha y Sierra.

Aun desde lo alto de las veinte filas de la plaza de Jerez, a Hornillo el primer toro le pareció descomunal. A pleno día, los toros se le antojaban mucho más grandes que a la luz de la luna. De pronto, dando un tirón a los pliegues de la muleta arrollada a la cintura, inició la ardua tarea de abrirse paso entre los espectadores hasta la barrera.

Llegó a la primera fila de asientos sobre el callejón en el momento en que era arrastrado el segundo toro. En cuanto se abrieron las puertas del toril para dar salida al tercer toro de la tarde, saltó raudo al ruedo. Se desabrochó la camisa y sacó la muleta liada a su cuerpo. Citó inmediatamente al toro y éste embistió con clara acometida. Animado, le dio otro pase, y otro más. Al tercer muletazo, un alentador «¡Olé!» brotó de la multitud. Era la recompensa que esperaba. Seguro de que en algún lugar del graderío se hallaba un apoderado que saldría en pos de él con un contrato en la mano, Horillo resolvió hacer una demostración de todo su repertorio. Recogiendo la muleta detrás de su espalda, trató de conseguir que el toro pasara ante su pecho descubierto. No lo logró, para su desgracia. Las astas del bicho golpearon el tórax de Horillo y lo derribaron. La res volvió a embestir antes de que pudiesen intervenir los peones. Una tremenda cornada perforó el brazo izquierdo de Horillo, que lanzó un grito de dolor.

Cuando Horillo se despertó en el hospital, recibió la primera visita. Sin embargo, no era la de un apoderado con un contrato para la firma, sino la de un cabo de la Guardia Civil. Y traía algo para Horillo, algo que le ataría más que un contrato: un par de esposas. Sin pronunciar palabra, sujetó una de sus muñecas a uno de los barrotes de la cabecera de la cama. El salto de Horillo al ruedo de la plaza de Jerez había estado a punto de costarle la vida; esto, empero, no le libraría del rigor de la justicia. Quedó, en calidad de detenido, en su cama del hospital.

Era uno de los pisos de un viejo edificio de ladrillos, sobre el Café Amacon, en la calle de Vallehermoso, de Madrid. Todos los muebles de la sala de estar parecían despedir el frío y rancio olor de cigarros apagados. El suelo, las mesas, incluso la repisa de la chimenea, estaban colmados de revistas y periódicos taurinos, lo que revelaba la única afición del hombre que allí vivía.

Una mañana de invierno, a primeros del año 1960, sonó en el piso el timbre del teléfono. Era más de mediodía cuando la llamada rompió el pesado silencio de la estancia. El teléfono repiqueteó varias veces antes de que un hombre gordo, envuelto en una bata de seda azul, entrase soñoliento en el salón y descolgase, irritado, el auricular.

Al otro extremo de la línea estaba la última persona a quien don Celes había ofrecido el despreciado ramo de flores, los no codiciados servicios de Manuel Benítez. Era un vendedor de jerez llamado José Rodríguez y pariente lejano del hombre de la bata azul. Éste, mientras Rodríguez hablaba, cogió de un cenicero un cigarro a medio fumar y empezó a chuparlo con enojo. Tenía mejores maneras de emplear su tiempo, le respondió a su primo vendedor de jerez, que atender a todos los delincuentes que se creían capaces de lidiar un toro.

Sin embargo, añadió que, en consideración a los olvidados tío o tía determinantes de su parentesco, otorgaría al fenómeno de Rodríguez los minutos precisos para consumir una taza de café en el bar de abajo.

En cuanto hubo colgado el teléfono, Rafael Sánchez
El Pipo
se arrepintió de lo que consideraba muestra de su generosidad característica. «La gente —pensó el hombre cuyo genio había mantenido abastecido al 1.
er
Regimiento de Artillería Pesada en Pueblonuevo del Terrible— trata siempre de abusar de mi buen carácter».

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ELATO DE
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Cuando terminó la guerra yo era millonario. Un millón de pesetas en efectivo. La guerra me había convertido en un hombre rico. Puedo asegurarles que en 1939 no había en España muchas personas que pudieran disponer de un millón de pesetas. Ahora bien, siempre he dicho que con el dinero pueden hacerse dos cosas: quedarse sentado y pillar un resfriado contemplándolo, o gastarlo. Yo prefiero gastarlo.

Mi padre quería que trabajase para él en nuestras marisquerías, pero yo tenía otras ideas. Había trabajado mucho para ganar mi millón de pesetas. Nadie me había regalado nada. Ahora era el momento de divertirme un poco.

Y lo hice, siguiendo a mi amigo Manolete. Aquel año, mi nuevo Studebaker President fue muy visto en las carreteras españolas. Cuando cruzaba los pequeños pueblos andaluces, la gente corría a la puerta para ver pasar mi flamante coche. Todas las plazas de toros importantes de España tuvieron aquel año ocasión de admirar mi automóvil. Dondequiera que fuese mi amigo Manolete, allí iba yo también. Podía meter mi coche en el patio de caballos de todas las plazas de España. Me bastaba tocar el claxon para que se abriesen las puertas.

Todos me conocían por mi coche y mi sombrero. Éste lo había dibujado yo mismo, con el ala muy ancha para resguardarme los ojos cuando conducía. Rubio, el mejor sombrerero de Madrid, me confeccionó doce de una vez. En aquellos tiempos de después de la guerra, me di muy buena vida.

Manolo y yo teníamos de todo; Manolo, porque se estaba convirtiendo en un torero famoso; yo, porque tenía dinero. Muchas cosas eran difíciles de encontrar, pero nosotros frecuentábamos lo mejor: los mejores Hoteles, los mejores restaurantes, los mejores clubs nocturnos. En aquellos tiempos, no había un cabaret flamenco en España donde no conociesen a Rafael Sánchez
El Pipo
y su sombrero de ala ancha, y no le diesen en seguida la mejor mesa del local. En aquellos tiempos, raro era el día en que no amanecía cuando yo volvía a mi Hotel. Pero ninguna tarde dejaba de ocupar mi sitio en la plaza cuando toreaba mi amigo.

Esto duró un año, un año que nunca olvidaré. Fueron días magníficos. Al terminar aquel año, estaba sin un real, arruinado. Pero no me importó. Lo había pasado bien. Créanme, me había divertido.

Como mi millón se había esfumado, tenía que comenzar de nuevo. Volví a Córdoba y observé cómo andaban las cosas por allí. «¿Qué necesita esa gente?», me pregunté. Bueno, la ciudad estaba tan sucia, tan llena de bichos y de ratas, que me respondí: «Lo que Córdoba necesita es un desinfectante». Vendí mi Studebaker y resolví convertirme en el rey de los desinfectantes.

Lo malo fue que había pensado en todo menos en una cosa: todo el mundo necesitaba desinfectantes, pero nadie tenía dinero para comprarlos. Los chinches, arañas y escarabajos que los cordobeses mataron con mis desinfectantes habrían cabido en uno de mis sombreros y aún habría sobrado sitio. Al cabo de un año, seguía tan arruinado como a mi llegada. Vendí mi negocio y resolví probar fortuna con otra cosa en Madrid.

Abrí un restaurante en la calle del Amor de Dios. Resolví llamarlo El Puerto, a semejanza de las tascas andaluzas con las que había hecho mi fortuna durante la guerra. Bueno, aquellos negocios y el actual sólo se parecieron en el nombre. Mi suerte con el restaurante fue la misma suerte que había tenido con los desinfectantes. Tuve que entregarlo a mis acreedores.

Cuando cedí el restaurante, me quedé pobre como las ratas, pueden creerme. Rafael Sánchez
El Pipo
, el hombre que se había alojado en los mejores Hoteles de España, vagaba por las calles de Madrid sin llevar en el bolsillo las perras necesarias para tomar una taza de café.

Tres semanas más tarde murió mi padre, dejándome su negocio de mariscos. Este suceso me salvó. Regresé a Córdoba y resolví ampliar el negocio. En Andalucía conocían a mi padre por el rey de los mariscos. Antes de mucho, llamaban también a Rafael Sánchez el rey de los mariscos, pero no sólo en Andalucía, puesto que mi reino se extendía a toda España. Actué en grande. Abrí marisquerías en toda España: en Huelva, en Cádiz, en Sevilla… Tenía cuatro de ellas en Madrid: El Rocío, Las Cancelas, El Regio y La Posada del Mar.

En los meses que había seguido a Manolete hice numerosas amistades —generales, ministros, políticos, la gente que contaba en España— que me sirvieron de mucho. Gracias a estos amigos bien situados, conseguí una especie de monopolio en la venta de mariscos. Para ello, hice que me concedieran el derecho a salar todos los mariscos frescos que entraban en los puertos de Andalucía. Al poco, la mitad de los vendedores de mariscos de España tuvieron que abastecerse por mi mediación.

Poseía un imperio, un imperio construido sobre mariscos. Gané muchísimo dinero, no sé cuánto. Lo importante era que me bastaba para volver a hacer lo que quería. Después de un par de años dedicado a los mariscos, volví a la carretera con Manolete.

Fueron los años dorados de mi vida. Manolo estaba en la cúspide de su carrera. Todo el mundo bullía a su alrededor: políticos, generales, actrices, artistas, extranjeros; y yo, siempre presente, a su lado, compartiendo su existencia. A dondequiera que fuésemos, organizaba grandes banquetes en su honor, fiestas en las que se bailaba flamenco hasta el amanecer. Fue un estupendo período de mi vida. Pero, como todas las cosas, tenía que acabar.

En cuanto me aparté de mis negocios, todo empezó a marchar mal. Las personas a quienes había dejado al frente de aquéllos, empezaron a robarme. Si hubiese sido poco no me habría importado, pero se habían vuelto codiciosos y trataban de arramblar con todo. Una tarde, al despertarme, me encontré con que mi imperio del marisco se estaba derrumbando.

Ya saben ustedes cómo son estas cosas. Cuando uno está arriba, todo le sale a pedir de boca. Cuando está abajo, nada sale a derechas. A mí, todo me fue mal. Al cabo de poco tiempo estaba cubierto de deudas hasta la coronilla. Tuve que liquidar mi imperio. Volvía a estar arruinado.

Tampoco a mi amigo le iban mejor las cosas. Al volver Manolete de una gira por América del Sur, en 1947, anunció que iba a cortarse la coleta. Primero, nadie le creyó. Después, cuando le creyeron, el público se enfadó y se volvió contra él.

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