...O llevarás luto por mi (31 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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La hija predilecta de El Renco no podía dejar solos a sus hermanos el tiempo necesario para ir a Málaga y traer a su padre a casa. Envió en su lugar a su hermana Encarna, la cual se había puesto ya a servir en Córdoba. Una monja guió a la niña de quince años a través de las oscuras salas del Hospital Provincial de Málaga hasta una enorme estancia que parecía un dormitorio de cuartel. Con pasos vivos y apresurados, condujo a Encarna a una de las literas; había docenas de ellas al amparo del alto techo de piedra. Encarna contempló la figura que dormía en el catre. Era un hombre viejo. Su respiración era un largo y estertoroso jadeo. Al ver aquellas mejillas hundidas y aquellos huesos que se marcaban bajo la pálida piel, pensó que la monja se había equivocado. No era su padre, no era aquel hombre joven y vigoroso en cuyos brazos hallaba consuelo cuando era pequeña. Se volvió, confusa, a la monjita. Ésta captó la desorientación de su mirada.

—Sí, hija mía —le dijo, acariciándole un hombro—. Lo siento, pero es tu padre.

Encarna se echó a llorar. Vacilando, acercó una mano a la figura postrada y casi repelente. Le tocó, y él se despertó. La miró un instante, y también él se echó a llorar.

—Encarna, Encama —dijo su padre—, has venido para llevarme a casa…

La dirección del hospital dejó salir inmediatamente a Benítez. Necesitaban su cama para otros. La monja dio a Encarna las cosas del enfermo y le dijo que éste tenía tuberculosis. Encarna ignoraba lo que era la tuberculosis. Sólo sabía que «le hacía a uno escupir sangre y le pudría los pulmones».

El viaje de regreso fue muy penoso, tanto para el padre como para la hija. Cuando llegaron a Córdoba, El Renco había agotado sus fuerzas. Demasiado débil para seguir andando, se derrumbó en el camino de la estación a la parada del autobús. Dos transeúntes ayudaron a Encarna a llevarlo al hospital. Allí pasó una hora suplicando la admisión de su padre a una enfermera indiferente que le respondía:

—No tenemos camas para los muertos.

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ELATO DE
E
NCARNA
B
ENÍTEZ

Al fin pude hablar con un médico, y permitieron su ingreso. Lo colocaron en una sala muy grande. Era la sala de los tuberculosos, de los casos más graves. A los que tenían esperanza de curación los llevaban a un sanatorio de la montaña. A los otros, a los que estaban como mi padre, los ponían en aquella vieja sala. Y allí se estaban hasta que morían.

Yo iba a verle todos los días, a la hora de la siesta. Una tarde —era el día de la Virgen del Pilar— le encontré muy mal. Estaba tan débil que no podía moverse ni incorporarse en la cama. Casi se ahogaba con su propia sangre, porque no tenía fuerzas para toser. Cuando trataba de hablar, su voz sonaba como un gorgoteo, como si viniese de debajo del agua.

—Esto se ha terminado, Encarna —me dijo—. Voy a morir.

Me eché a llorar. Salí corriendo de la sala, en busca de un médico. Ninguno de ellos quiso venir. Todos me dijeron que mi padre estaba acabado.

Volví sola. Llorando.

—Encarna —murmuró mi padre—, no llores, no llores.

Pero yo no podía contenerme. Como no quería que él me viese llorar, me coloqué detrás de la cama. Él se durmió, y permanecí allí, cogiéndole la mano y llorando.

Estuve mucho rato, quizá dos horas. Entonces llegó el momento de volver al trabajo. Besé a mi padre. Y él me dejó. Antes, no había querido nunca que lo hiciera, pues decía que podía contagiarme la tuberculosis.

—Adiós, papá —le dije, y salí de la habitación sin mirar atrás.

Sólo llevaba unos minutos trabajando cuando sonó el teléfono. El señor de la casa donde yo trabajaba respondió a la llamada. Un poco más tarde, su esposa entró en la cocina. Me abrazó.

—¡Pobre pequeña! —me dijo—. Tu padre ha muerto.

El cementerio de Córdoba está a las puertas de la ciudad, junto a la carretera de Sevilla, mirando a la muralla almenada y rodeada del foso de la fortaleza de los antiguos califas. Como la mayoría de los cementerios andaluces, está cercado por una tapia. El interior está plantado de jazmines y cipreses, tristes y majestuosos guardianes de sus enarenadas avenidas, que alzan sus ramas al cielo como suplicando la salvación de los españoles que yacen enterrados a sus pies.

Los creyentes lo conocen por el nombre de cementerio de Nuestra Señora de la Salud. Los menos reverentes lo llaman cementerio de los toreros. Tres de los grandes matadores de toros de Córdoba, Lagartijo, Guerrita y Manolete, están enterrados en él. Como príncipes árabes, descansan en la magnificencia de sus mausoleos de mármol, dominando incluso en la muerte a las pobres y míseras masas que los rodean, de cuya pobreza se libraron merced a su brío y a su valor, pero apresurando el viaje hacia el lugar de su eterno descanso.

Enjugándose las lágrimas con el borde de su pañuelo, Encarna Benítez pasó corriendo ante los suntuosos sepulcros de los toreros hacia el más remoto rincón del cementerio. Ni siquiera muerto podría El Renco volver al pueblo que tanto había anhelado ver por última vez. Su hija apretaba en la mano izquierda un grasiento fajo de billetes de a peseta: había trescientas setenta y cinco. Esta suma representaba, para la joven Encarna, algo más de su sueldo de seis meses. Demasiado pobre para hacer trasladar el cadáver de su madre a Palma, demasiado orgullosa para confiarlo a la caridad de manos impersonales, Encarna había pedido prestada aquella suma a sus señores para ofrecer a su padre un modesto obsequio de despedida: el entierro más humilde que podía efectuarse en Córdoba.

En el último rincón del cementerio, encontró un agujero recién cavado en el montículo de tierra de la fosa número 4. Era el agujero que pronto recibiría el ataúd de su padre.

Encarna miró la hoya durante largo rato. Por ser mujer, las rígidas costumbres rituales andaluzas le prohibían seguir al féretro de su padre hasta el cementerio. Cuando su cadáver saliese del hospital, no volvería a verlo más. Con triste ademán, se santiguó sobre el abierto agujero. Después dio media vuelta y corrió a la caseta del administrador del cementerio.

Allí contó cincuenta pesetas de su precioso fajo y las entregó al funcionario. Representaban el alquiler por diez años de aquel agujero sobre el cual acababa de murmurar Encarna una última oración. Con cansada indiferencia, el administrador inscribió en su registro el nombre de su nuevo inquilino: José Benítez, de cuarenta y cinco años, último ocupante del número 54 de la fosa 4, excavada en el rincón más barato del cementerio de Nuestra Señora de la Salud. Después hizo una segunda anotación, ésta detrás del nombre de una mujer cordobesa desconocida, Dolores Pavul. Hasta hacía unas horas, había ocupado el número 54 de la fosa 4. Las palabras del administrador eran un burdo recordatorio de que incluso la eternidad podía ser una cosa fugaz para los pobres de Andalucía: «Exhumada después de diez años por falta de pago —escribió—. Vuelta a enterrar en la fosa común».

Momentos más tarde, Encarna entró en la improvisada capilla ardiente del hospital, un cuarto húmedo, de paredes de piedra, contiguo a la cocina. Los empleados habían depositado ya el cadáver de su padre en una caja de madera de pino, hecha con tablas sobrantes de una carpintería próxima.

Encarna se sentó y permaneció un rato sentada allí, hasta que oyó el ruido de unas sandalias deslizándose sobre las losas. Era el sacerdote, que venía a llevarse a su padre. Detrás de él, en la puerta del depósito, esperaban cuatro viejos. Su presencia era testimonio de la soledad en que había muerto José Benítez. Eran sepultureros que, por unas cuantas pesetas, llevaban a la tumba a los muertos pobres y sin amigos. Colocaron el ataúd de José Benítez sobre un par de varas y lo cargaron sobre sus hombros con toda naturalidad. El sacerdote se puso una raída estola, se caló las gafas y hojeó su libro de oraciones. Después se volvió a Encarna y la bendijo. Por último, abrió la puerta de la cocina del hospital y salieron todos rápidamente. Aquel día tenían otras personas a quienes enterrar. Y así fue como José Benítez El Renco, tranquilo camarero del café de Niño Vallés, se dirigió a su tumba, sin acompañamiento alguno, cruzando las calles de una ciudad a la que sólo había conocido como preso, sobre los hombros de cuatro hombres a sueldo.

Encarna le vio marchar, observando cada movimiento, como queriendo grabar para siempre en su memoria esta última visión de su padre que le permitía la sociedad. Lentamente, el ataúd se alejó hasta desaparecer en los callejones que llevaban a las puertas de la ciudad.

Cuando el cortejo pasó bajo estas puertas, un grupo de cordobeses se volvieron a mirar el espectáculo. Con los brazos abiertos, flotando a su espalda el pañuelo negro, una niña corría frenéticamente detrás del ataúd. Desafiando todas las costumbres andaluzas, Encarna Benítez había resuelto acompañar a su padre hasta el recinto prohibido del cementerio, pues «no había nadie en toda Córdoba que conociese a mi padre, y no podía permitir que fuese solo hasta su tumba, sin un amigo que le llorase».

Ahora, el aislamiento y la soledad de los niños Benítez eran completos. En otros tiempos, o en otros lugares, algún vehículo de asistencia social les hubiera proporcionado al menos los elementos precisos para su subsistencia. La España de posguerra no podía siquiera compadecerse de ellos. En todos los pueblos había casos parecidos. Era uno entre los miles que constituían la herencia del desastre del cual trataba España de recobrarse.

Encarna volvió a Palma y acompañó a Angelita en sus diarias y humillantes caminatas por las calles del pueblo para pedir la limosna de unas horas de trabajo. Pepe, el hermano mayor, empezaba a torcerse hacia una existencia de vagabundo. Carmelo y Manolo, los más pequeños, eran llevados diariamente al orfanato de don Carlos. El cura pasaba de vez en cuando por su casa para llevar a Angelita unas palabras de consuelo y unos mendrugos de pan. Según él, eran «la familia más pobre del pueblo, los más humildes entre los humildes», salvo «los pocos gitanos errantes que cruzaban Palma del Río».

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ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ

No puedo pensar en aquellos tiempos sin echarme a llorar. Entonces lloraba como una Magdalena. Todavía tengo lágrimas en las mejillas de lo mucho que lloré entonces.

No teníamos amigos. Vivíamos en compañía del hambre. Siempre estaba allí, junto a nosotros, como una cigüeña que soñé cuando era chica, una enorme cigüeña que estaba en mi cuarto y se disponía a llevárseme en su pico. Nuestra hambre era como esta cigüeña, dispuesta siempre a llevarnos consigo.

No teníamos nadie que cuidara de nosotros, salvo Dios y nosotros mismos. Yo tenía que hacerlo todo. Nadie me ayudaba; ni siquiera mi abuela, que vivía en la casa de enfrente. No se lo reprocho. Era natural. También ella tenía sus preocupaciones, porque los tiempos eran malos para todos. Ya sabe usted cómo estaba España después de la guerra. Era terrible tener que buscar algo para comer cuando no había nada, ni siquiera en Madrid.

Poco a poco, fuimos vendiendo todo lo que había sido de mi madre, salvo la cama y dos sillas. Teníamos que hacerlo para comer cuando estábamos sin trabajo. Vivíamos en la misma casa, en la casa donde había muerto mi madre. Dormíamos todos juntos en la cama, salvo Manolo. Como éste era pequeño, juntábamos las dos sillas y dormía encima de ellas.

Todos los días yo salía en busca de trabajo. Iba a todas partes. En la temporada de las patatas, iba a los campos de don Félix a arañar la tierra en busca de las patatas que los recolectores habían pasado por alto. Don Félix nos daba la mitad de lo que encontrábamos. Cuando se acababan las patatas, tenía que buscar trabajo donde fuese. A veces, era la siega; otras, la aceituna, pero ahora era yo lo bastante mayor para que me confiasen un árbol a mí sola.

El trabajo del campo era el mejor, cuando lo había. Trabajábamos desde el amanecer hasta la noche. Los hombres cobraban cinco pesetas, o cinco y media. Como yo era una chica, me daban tres o cuatro. En el pueblo era peor. En el pueblo no pagaban con dinero. Le daban a una las sobras de la comida, y una las llevaba a casa en el delantal.

De todos modos, entre los campos, la aceituna y el encalado de paredes, yo tenía trabajo casi siempre. Cuando se tiene mucha hambre, se encuentra trabajo. Porque, si no, es la muerte. Para ahorrar alimentos, comíamos una vez al día. Comíamos por la noche; garbanzos, arroz o mendrugos de pan remojados. Poníamos lo que teníamos en agua y hacíamos sopa.

La estación seca era la peor. A veces faltaba absolutamente el trabajo durante un mes o más. Entonces nos quedábamos sin nada. Nos acostábamos hambrientos y nos dormíamos llorando, esperando que por la mañana encontraríamos algo que comer. En ocasiones, don Carlos nos daba un trago de café o unos caramelos. Manolo era el que más padecía, porque era el más pequeño. Cuando lloraba de hambre, yo le daba lo que tenía. Si no tenía nada, le dejaba llorar.

No tenía dinero para comprar ropa. Nos vestíamos con harapos. Era todo cuanto teníamos, y los guardábamos en un montón, sobre el suelo de nuestra casa. Cada mañana, cogía cada uno del montón aquello que necesitaba. Cuando el montón se hizo demasiado pequeño, salí a mendigar ropa.

Así pasaba nuestra vida. Todos los días eran iguales, días de trabajo y de hambre. Nunca sabíamos el día que era; a veces, ni siquiera el mes. Sólo sabíamos el hambre que teníamos.

Mi peor recuerdo es el de Navidad del año siguiente a la muerte de mi padre. En Navidad, todo el mundo quiere hacer algo por su familia. Yo quería hacer algo por los míos. Quería comprarles algo. Solía soñar en la carne que habíamos comido de los toros de don Félix. Ansiaba comprar carne como aquélla para la Navidad. Los pequeños, Carmela y Manolo, no sabían siquiera el gusto que tenía. Todos los días me iba al mercado y contemplaba las tajadas de carne colgadas en las paradas, preguntándome si podría ahorrar dinero bastante para comprar un poco para la Navidad.

La Navidad de aquel año fue amarga y fría, pero en ningún hogar de Palma fue tan fría y tan amarga como en la choza de los Benítez. A pesar de las esperanzas de Angelita, aquella Navidad no habría carne roja sobre la mesa de la familia Benítez. No habría nada sobre la mesa, ni siquiera mendrugos suficientes para hacer una sopa clarita. Hacía tres semanas que Angelita estaba sin trabajo.

La familia pasó aquel día de Navidad en completa soledad, detrás de las puertas cerradas de su cubil. Ninguna mano amiga, ningún pariente caritativo llamó a aquella puerta. Sin un bocado que comer, los cinco niños pasaron el día acurrucados en el suelo, mirándose desconsolados los unos a los otros, esperando que pasaran las horas y llegara la noche. Años más tarde, Angelita recordaba todavía con amargura aquel día de Navidad, «en que éramos como caracoles encogidos dentro de su cáscara, tratando de ocultarnos y de ocultar nuestra miseria al resto del mundo».

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