Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Las condiciones económicas de su nuevo negocio eran muy sencillas. Tenía que tener a mano treinta y seis caballos para las corridas con toros bravos, y veinticuatro para las novilladas. A cambio de esto, recibía una cantidad alzada de cuatro mil pesetas por corrida. Esta suma era fija, y no se alteraba por el número de caballos que perdiese en cada corrida, en aquellos tiempos en que aún no se había inventado el peto para proteger al jamelgo contra la embestida del toro.
Cruz compraba los caballos donde podía: en la puerta de los mataderos, en las ferias, a los gitanos ladrones. Cuando viajaba de plaza en plaza, lo hacía por caminos vecinales y compraba caballos viejos a los campesinos. No era raro que, después de una de estas excursiones, llegase al pueblo de destino con media docena de jamelgos renqueando detrás de él. «No me importaba la clase de caballo que compraba —refería más tarde—. Cualquiera me servía, con tal de que pudiera cargar con una silla y mantenerse en pie en la plaza. De todos modos, no iba a salir vivo de allí… Por consiguiente, ¿qué importaba su pinta y lo que le ocurriese? Si podía mantenerse en pie y llevar un hombre sobre el lomo, era buen negocio».
Por cada uno de estos animales quebrantados, que habría acabado inevitablemente en la fábrica de cola, pagaba de tres a cuatrocientas pesetas. Los tenía en un gran pastizal cerca de Huelva. Al principio, procuró tener cien caballos antes de iniciarse cada temporada. Al prosperar su negocio y aumentar su reputación, aquel número se elevó a cuatrocientos.
El transporte de los caballos desde el pastizal hasta las plazas para las que habían sido contratados, lo efectuaba Antonio Cruz a pie. En ocasiones, él y sus mozos recorrían distancias de trescientos kilómetros, durmiendo en las orillas de la carretera y guardando sus cosas en unas alforjas acarreadas por el jamelgo más vigoroso de la manada.
La estabilidad de su imperio ecuestre descansaba sobre frágiles pilares. Cruz procuraba no perder más de un caballo por toro. Si perdía más de diez en una corrida, era para él un verdadero desastre. Significaba que, a cuatrocientas pesetas por caballo, perdía más de las cuatro mil pesetas que cobraba por corrida. En cambio, si un caballo podía resistir los concentrados ataques de un toro y salir al ruedo por segunda vez, Cruz hacía «un buen negocio». Procurar esta segunda salida de sus caballos era la principal ocupación de Cruz durante la corrida.
Los instrumentos que empleaba para ello se hallaban en una bolsa de viaje que siempre llevaba consigo. Él los llamaba sus «instrumentos quirúrgicos». Consistían en un viejo cortaplumas, un par de tijeras, un juego de gruesas pero afiladas agujas esparteras y varios ovillos de bramante. La primera acción de Cruz era dar una buena propina a los monosabios de la plaza, con el fin de que éstos condujeran a toda prisa los caballos al corral al terminar la suerte de varas. Cada caballo que volviese a sus manos, por muy malherido que estuviese, significaría una pequeña propina adicional.
Los enemigos de Cruz, a efectos de negocio, eran los presidentes de las corridas. Éstos podían resolver que un caballo estaba demasiado malherido para volver a la plaza y ordenar que lo mataran para abreviar su sufrimiento. Cruz despreciaba este sentimiento caritativo. Generalmente, le costaba cuatrocientas pesetas. En su opinión, ningún animal era irreparable, si el monosabio podía llevarlo al corral donde esperaba él con su delantal de cuero y sus «instrumentos quirúrgicos».
El tratamiento de urgencia que aplicaba a los caballos heridos era breve y rudimentario. Volvía a «meterle los intestinos en la panza con el puño» y después «cosía ésta con la aguja y un bramante». Si un pedacito de anatomía sobresalía de las presurosas puntadas, Cruz lo cortaba con las tijeras.
Lo máximo que podía conseguir en aquellos tiempos era que un caballo aguantase tres toros. «El hecho de que saliera con vida de dos toros era un milagro», solía murmurar. Si salía por tercera vez, «tenía en la panza más puntadas que piel». Habida cuenta de la imposibilidad de que un caballo corneado por un toro sobreviviese una noche y, menos aún, que pudiese llegar a la siguiente plaza, los animales que reservaba Cruz para el último toro constituían un espectáculo particularmente lamentable. Eran, efectivamente, los que habían sufrido las cornadas más graves durante la lidia. «No emplees nunca un caballo nuevo para el último toro», era regla inquebrantable de la empresa de Cruz.
Cruz estaba orgulloso de su habilidad como cirujano improvisado de caballos. «Ningún veterinario tocó nunca mis caballos —solía decir más tarde—. Yo lo hacía todo. Realmente, entendía mucho de caballos».
Estos conocimientos no impidieron, empero, que Cruz sufriese algún desastre económico. Por ejemplo, el año 1925 representó para el Alcalde de los caballos una catástrofe comercial comparable a la de 1929 para muchos clientes de Wall Street. Aquella temporada, los toros mostraron un singular encono contra sus animales. Perdió seiscientos noventa y cuatro en noventa y siete corridas; fue el peor año de su vida.
Su viernes negro fue el 15 de agosto de 1923, en la ciudad de Badajoz, donde, en una corrida en la que toreaba Juan Belmonte, perdió dieciocho caballos ante los toros de don Pedro Coquilla. Una pérdida tan severa hizo que la reserva de caballos de Cruz para la siguiente corrida fuese muy inferior al obligado mínimo de treinta y seis. Y como sus otros caballos estaban en el pastizal de Huelva, a casi doscientos cincuenta kilómetros de allí, tomó la única resolución que estaba a su alcance.
Después de llenarse los bolsillos de billetes, empezó a recorrer las calles de Badajoz en busca de caballos. El primero lo encontró en las afueras de la ciudad, en un campamento de gitanos, entre clamores de chiquillos y retumbar de calderos y cacerolas.
Montó a lomos del animal, después de pagar por él «un precio que fue un robo», y volvió la espalda a los gitanos, instalados en un prado de margaritas, con los críos chillando más que nunca, silenciosos los calderos y las cacerolas, y contando los hombres los billetes que él acababa de darles por el caballo.
Pero, en aquella bochornosa noche de agosto, no había en las afueras de Badajoz más caravanas de gitanos que pudieran vender sus rocines al Alcalde de los caballos, ni campesinos dispuestos a vender sus viejos animales de tiro para la plaza de toros.
Triste y desalentado, Cruz cabalgó hasta la plaza de toros en el único caballo que había sido capaz de encontrar. Dejó el jamelgo en el corral y alquiló un simón para volver al Hotel. Al meter la mano en el bolsillo para pagar la carrera, tuvo una idea genial. Se inclinó hacia delante y le ofreció al cochero comprarle el caballo enganchado a las varas del carruaje. Para sorpresa suya, el hombre accedió.
Llevado de nuevo entusiasmo. Cruz empezó a recorrer las paradas de simones de Badajoz en busca de caballos.
Cuando encontraba un cochero dispuesto a vender, efectuaba la compra inmediatamente, desenganchando allí el animal. Y así fue recorriendo la ciudad, seguido de una recua cada vez más numerosa, dejando detrás de él en las calles de Badajoz, un rastro de simones abandonados, con las varas apuntando al cielo, lúgubres y esqueléticos recordatorios del paso de Antonio Cruz.
Cuando encontró su decimoséptimo y último caballo, ordenó al cochero que le llevase a la plaza de toros antes de entregarle su animal. Cómodamente arrellanado en el asiento del simón, Cruz regresó triunfalmente a la plaza de toros, con los dieciséis caballos recién adquiridos trotando a su espalda y con su honor comercial de nuevo a salvo.
Pero todo esto terminó con la instauración, en 1928, de los petos protectores. La leyenda popular de que el peto servía únicamente para ocultar las heridas del caballo a la vista del público antes de que aquél muriese en el corral, era pura tontería. Los caballos de Cruz actuaban ahora en setenta y cinco o cien corridas al año. El peto podía mitigar o no el dolor del animal al ser embestido por el toro, pero ciertamente prolongaba su vida. El hombre que había enviado tres mil caballos —más de los que perdió Napoleón en la campaña de Rusia— a morir en las plazas de toros, podía ahora ofrecer a los que habían hecho su fortuna el lujo de morir en el matadero. Algunos de sus caballos aguantaron ahora seis o siete temporadas en el ruedo.
Cruz anotaba las actuaciones de cada uno de ellos en una vieja libreta verde que llevaba sujeta con una cinta elástica. Hacía sus anotaciones con un lápiz cuya punta lamía continuamente para ablandarla. Algunos animales no eran adecuados, por naturaleza, para la tarea que había querido imponerles el Alcalde de los caballos. Percibiendo la presencia del toro, a pesar de llevar el ojo tapado, retrocedían o trataban de evitar la embestida. Algunos empezaban incluso a galopar aterrorizados por el ruedo. Este comportamiento era causa de una nota especial en la libreta verde de Cruz. A las tres notas de esta clase, el animal era retirado del servicio y enviado al matadero, apresurándose de esta manera el final que el caballo había tratado instintivamente de evitar.
Los caballos se habían portado bien con Antonio Cruz; probablemente, mucho mejor de lo que se habrían portado los toros. El hombre acudía diariamente a Los Corrales, sentado al lado de su chófer, en un Mercedes con aire acondicionado. Vivía en un elegante chalet moderno de las afueras de Sevilla y poseía una residencia de verano en la Costa del Sol.
La empresa que dirigía le producía ahora más dinero que nunca. Esto era consecuencia del renovado interés que despertaban las corridas, y se lo debía también a aquel muchacho que trataba ahora de apartar el toro del flanco de uno de sus caballos.
Cruz tenía especial interés en que este caballo aguantase la embestida de
Impulsivo
. Pocos segundos antes del puyazo, había consultado su libreta y comprobado que se trataba de un caballo de cinco años, comprado hacía pocas semanas. Era su cuarta corrida, y su pérdida resultaría sumamente antieconómica.
Cruz metió nerviosamente la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó la petaca en que guardaba el tabaco con que liaba sus cigarrillos. Esta petaca era un talismán especial. Hacía casi cuarenta años que la usaba. Incrustado en ella, llevaba un medallón de oro con la efigie de un caballo herido. Representaba uno de los caballos de Cruz, muerto en la plaza de toros de Sevilla el 18 de abril de 1925, y la petaca había sido confeccionada con piel de aquel rocín.
El Cordobés había acudido en auxilio del apurado picador. Agitando el capote ante la cabeza de
Impulsivo
, trataba de alejar al toro del tambaleante caballo. Pero
Impulsivo
rehuía el engaño y seguía tirando cornadas contra el peto. José había logrado, al fin, introducir la pica en el morrillo del toro, y procuraba aliviar la presión de la res sobre su caballo poniendo toda su fuerza en el puyazo. La multitud aprobaba, clamorosa, el furioso ímpetu de
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.
Por último, fatigado por el esfuerzo y a causa del castigo,
Impulsivo
respondió al cite de la capa de El Cordobés. Éste estimó que la cabeza del toro estaba menos descompuesta en el momento de iniciar la embestida. Pero, ya en el centro de la suerte, la res le lanzó uno de sus violentos derrotes hacia arriba y a la izquierda. El diestro sabía que eran particularmente peligrosos, porque «le pillan a uno en el momento que menos lo espera». Y en el caso de
Impulsivo
tenía motivos para creer que tales resabios eran debidos a la defectuosa visión del ojo izquierdo del animal.
A pesar de este defecto, El Cordobés resolvió correr deliberadamente un riesgo con el toro, un riesgo que había de valerle el inmediato aplauso de la multitud. Quitándose la montera, giró sobre sus talones y dirigió la mirada al palco presidencial. Después, El Cordobés alzó la montera en ademán de ruego.
Paco Ruiz, su peón de confianza, observó por el rabillo del ojo el movimiento del torero. Significaba que El Cordobés pedía al presidente el cambio de tercio, aunque Paco Ruiz sabía muy bien que el bicho sólo había recibido un puyazo eficaz. Paco se quedó sin aliento. Comprendió que el matador se disponía a «correr un terrible riesgo, al lidiar un toro defectuoso de la vista y poco picado».
—¡No, no! —le gritó a El Cordobés—. ¡La última vara no le ha hecho sangrar apenas!
Pero El Cordobés, firme en sus trece, siguió con la montera alzada en dirección al palco presidencial.
Furioso y preocupado, Paco echó a correr en dirección al diestro.
—¡Manolo, Manolo! —le gritó, tratando de hacerse oír sobre el atronador y complacido aplauso de la multitud—. Todavía no. Un puyazo más, por favor. Necesita uno más.
Pero era ya demasiado tarde. Las últimas palabras de Paco quedaron ahogadas por un nuevo ruido: el toque de clarín que ordenaba la retirada de los picadores. Manuel Benítez
El Cordobés
había sido condenado, por su propia voluntad, a torear de muleta a un toro reparado de la vista e insuficientemente picado.
Palma del Río (III)
R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ
L
o primero que tenía que hacer, cuando murió mi madre, era ir a la cárcel de Córdoba, donde estaba encerrado mi padre, a decirle que ella había muerto. Me correspondía a mí el hacerlo, porque era la mayor. Además, yo era la predilecta de mi padre. Hacía siete años que no le había visto. Y ahora tenía que ir a decirle que mi madre había muerto.
Llevé conmigo cuanto pude recoger: un poco de pan moreno y unas cuantas naranjas. Vestía de negro, por la muerte de mi madre. Los días de visita eran siempre los mismos; por consiguiente, aquel día mi padre esperaba a mi madre. Cuando gritaron nuestros nombres y yo me levanté, vestida de negro, mi padre comprendió en seguida. «¡Oh!», dijo solamente. Permanecimos largo rato sentados, mirándonos. Éramos como dos desconocidos. Mi padre apenas me conocía. Para él, yo no era más que un negro mensajero de la muerte, una desconocida que había ido a decirle que su mujer había fallecido.
Mi padre empezó a llorar; poquito y sin ruido. Yo también lloré. Pero él lloraba por su esposa, mientras que yo lloraba por él. Mi recuerdo de antes de la guerra era muy diferente… Entonces era vigoroso y todavía joven. Aquel día, en la cárcel, vi lo que la guerra había hecho de él. Tenía el rostro pálido y envejecido, cargados los hombros y hundido el pecho. Tosía mucho. Apenas me reconocía, y yo era su hija mayor y había sido su predilecta.
Después de aquel día, procuré ir a verle todas las semanas. Le llevaba algo de lo que podía encontrar: una naranja, un puñado de aceitunas, una patata. Apenas hablábamos. Teníamos poco que decirnos. Me preguntaba por el pueblo y por sus otros hijos. Quería saber de Manolo, porque era el más pequeño y el único al que no conocía. Nunca me hablaba de la guerra ni de su vida en la prisión. No le gustaba hablar de estas cosas. La mayoría del tiempo permanecíamos sentados, mirándonos por entre los barrotes de la reja. Un día, mi padre me dijo que le trasladaban de allí. Le enviaban a Málaga, a trabajar en las carreteras. Málaga está a la orilla del mar, muy lejos de aquí. Nos pusimos muy tristes los dos, porque Málaga estaba lejos, demasiado lejos para que yo pudiera ir a visitarle. Cuando le trasladasen, significaría que no podría verle más. Nos miramos largo rato. Después, tocaron la campana y tuve que marcharme. Besé a mi padre a través de los barrotes. Él me dijo, como siempre: «Adiós, Angelita». Esto fue todo. Cuando volví, a la semana siguiente, ya se había marchado.
Pasaron meses sin recibir noticias de él. Después, un día llegó una carta. Era muy breve. Todavía la conservo. La llevé a Ana Horillo y le pedí que me la leyese.
«Querida Angelita —decía—, estoy muy enfermo. Van a soltarme, porque estoy tan enfermo. Temo que voy a morir. Por favor, ven y llévame a casa. Quiero volver a Palma, a morir junto a mis hijos y a que me entierren al lado de mi mujer».