...O llevarás luto por mi (34 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Habían vacilado algún tiempo antes de decidirse. En la práctica, su empresa les había parecido de pronto mucho menos fácil de lo que resultaba en la pantalla del Cine Jerez. Hicieron un hatillo con sus trapos y penetraron en el agua helada. Río abajo, podían ver la armazón metálica de un puente, del único puente que daba acceso a los pastos que se proponían invadir. Una pareja de la Guardia Civil, con los cuellos levantados para protegerse del frío, vigilaba la entrada. Con pasos inseguros, tanteando el fondo del río con los pies, buscando rocas a las que agarrarse, los dos muchachos avanzaron con agua hasta el pecho. Llegaron jadeantes a la otra orilla, sin poder dominar sus temblores de frío y de miedo.

Permanecieron largo rato acurrucados bajo un naranjo, esperando que la luna se elevase sobre la sierra. Cuando apareció, echaron a andar, agachándose lo más posible para que sus siluetas no llamaran la atención de los mayorales. A cada ruido, el zumbido de un saltamontes, el grito de un pájaro, el sordo croar de una rana, se quedaban inmóviles, aguzando los oídos para percibir el remoto galope del caballo de un vaquero.

De pronto, sus oídos captaron un sonido nuevo y extraño. Era el ruido que estaban esperando: el apagado retintín de la esquila de un buey castrado. Como la boya que anuncia un banco de arena, aquel sonido indicaba la presencia de una parte de la manada de don Félix. Muy despacio y con gran cautela, los dos muchachos caminaron sobre la hierba mojada en dirección a aquel ruido. La intensidad de éste fue en aumento. Y también aumentaron el miedo y la excitación de Manolo, hasta que el corazón le pareció saltársele del pecho y el temor hizo que olvidara incluso el hambre de su estómago.

Después, de pronto, se hallaron frente a los toros. Éstos se encontraban a menos de quince metros de distancia, sobre un terreno llano en la cima de una pequeña elevación. Habría una docena de ellos. Posiblemente, no tendrían más de dos años, pero, para los petrificados jóvenes que se hallaban por primera vez con unos toros bravos al alcance de la mano, eran las más enormes y terribles criaturas que jamás hubieran visto. Las sombras y los grises e inciertos rayos de la luna borraban sus siluetas y exageraban sus ya de por sí temibles dimensiones. Manolo fue el primero en reaccionar. Había llegado el momento tan anhelado por él. Desplegó suavemente la manta que había hurtado a su hermana, y la abrió en silencio con dos palos que le había dado Adolfo Santaflor, el carpintero que dio la alarma desde el campanario de la iglesia de Palma el día en que él pueblo fue conquistado por los nacionales. Después, con la bayoneta colgando de su mano izquierda y llevando en la diestra la improvisada muleta, avanzó prudentemente de puntillas hacia uno de los bichos, que se había quedado un poco rezagado de los otros. Ahuyentó de su mente la idea de que aquella res tenía fuerza suficiente para abrirlo en canal de una cornada, como a un cerdo. El momento era demasiado importante para hacerse reflexiones de este género. Iba a gozar del privilegio que le habían negado los ganaderos de Palma en sus tientas, e iba a hacerlo precisamente en la finca de un hombre al que le habían enseñado a odiar y a temer.

Lleno de entusiasmo, al encontrarse de pronto frente a un toro bravo, Manolo se aferró a lo poco que recordaba su excitada mente de las instrucciones de Luis Rodríguez. A diez metros del toro, se detuvo. Se irguió, arqueó la espalda y extendió tiesamente la muleta. Nerviosamente, agitó la tela. Su seca garganta emitió una aguda y vacilante llamada:

—¡Eh, toro!

El bicho levantó la maciza y negra cabeza y fijó sus turbios ojos en el paño. Manolo apretó mentalmente las articulaciones de sus rodillas para atajar su temblor y tensó todavía más los ya tirantes músculos de su estómago. Repitió, ahora con mayor firmeza, su cita al toro que tenía ante él. Horillo, agazapado al pie de un roble achaparrado, observaba la escena lleno de terror. Una vez más, agitó Manolo los pliegues de la manta y, adoptando la actitud de su héroe Currito de la Cruz, esperó el milagro de la embestida del toro.

Sin embargo, otro milagro estaba previsto para aquella noche de luna. Al segundo cite de Manolo, el bicho se estremeció ligeramente, como preparándose para lanzarse contra el engaño. Pero no lo hizo, sino que dio media vuelta y trotó hacia la manada.

Manolo lo vio alejarse, demasiado asombrado para hacer el menor movimiento. En aquel instante, tuvo una de las más extraordinarias revelaciones de su vida. A duras penas había sido capaz de plantarse frente al toro. Sin embargo, el orgulloso heredero de la casta de los Cara de Tomate había huido ante la oscilación de la muleta teñida. Le invadió una confianza casi histérica, y le desapareció instantáneamente el miedo. Años más tarde, convertido ya en ídolo del toreo, recordaba todavía su pavor de aquel momento y se preguntaba si, de haber reaccionado el toro de otra manera, no habría echado a correr, volviendo para siempre a las calles de Palma del Río.

En realidad, el precipitado alejamiento del animal no se había debido al miedo. En su afán de lucha, los dos aprendices de torero habían olvidado las condiciones necesarias para provocar la embestida de un toro. Esta embestida es una acción defensiva. El toro ataca cuando se siente amenazado e inseguro. Tranquilizado a la sazón por la presencia de su manada a pocos metros de distancia, el Cara de Tomate de don Félix Moreno no había sentido aquella noche ninguna necesidad de arremeter contra el trapo que le mostraba Manolo.

Para lograr que un toro ataque en campo abierto, es preciso separarle de su rebaño y atraerlo, a veces durante varios kilómetros, hasta que se halla psicológicamente presto para la lucha. Pero, agotados por la emoción de su primer encuentro con un toro, Manolo y Horillo se sentían demasiado cansados para realizar ahora aquella maniobra.

Se tumbaron bajo las ramas teñidas de luna de un olivo y se quedaron dormidos. Cuando se despertaron, amanecía ya sobre los campos y la manada de toros había desaparecido detrás de alguna distante colina. Su iniciación en el mundo de Currito de la Cruz tendría que esperar a la noche siguiente.

La persecución del toro se convirtió en una desenfrenada y jadeante correría por la azul inmensidad de los campos. Sólo el ruido de su respiración entrecortada, el chirrido de los grillos y el redoble de las pezuñas del toro turbaban el silencio de la noche iluminada por la luna. Empleando sus propios cuerpos como cebo, Manolo y Horillo llevaron al torete cada vez más lejos, hasta que, prendido en el juego, el bicho olvidó la distancia que le separaba de su manada.

El juego terminó cerca de un bosquecillo de sauces, a cuatro kilómetros del lugar donde Manolo y Horillo habían encontrado a las reses. Eran las tres de la madrugada. El toro se percató de pronto que se hallaba lejos de la tranquilizadora presencia de su manada. Levantó su enorme cabeza, como si su miedo y su enojo le impulsaran a cornear una de las estrellas que brillaban en el cielo.

Manolo le miró fijamente. Durante veinticuatro horas había vivido la tensa excitación del muchacho al cual han prometido un nuevo juguete. Ahora, el juguete se encontraba ante él.

—Ya es mío, ya es mío —murmuró a Horillo.

Horillo observó a su amigo. Manolo parecía «haberse vuelto loco de repente. Su cuerpo se estremecía y temblaba de excitación». Sin pronunciar palabra, Horillo se retiró hasta el borde del bosquecillo de sauces, dejando a Manolo a solas con el bicho.

Ningún ruido se oía en el pastizal. Tan silencioso estaba que Manolo podía oír la respiración cansada y jadeantes del toro que tenía ante sí. El huesudo perfil del negro animal se confundía con la oscuridad, dando la impresión de un terrible aumento de tamaño. Sólo los cuernos, recortándose en la noche como las grisáceas costillas de un esqueleto, y el brillo apagado de los ojos, parecían reales a Manolo. Más confiado que la noche anterior, desplegó la manta de su hermana. Sacudiéndola ligeramente, se acercó al negro bulto. El bulto se movió. Con súbita arremetida, el toro salió de la penumbra y se lanzó sobre él. Manolo afirmó los dedos de sus pies descalzos en la hierba mojada de rocío. Fijó su mirada en el bicho. Muy despacio, tal como le habían enseñado a hacer, deslizó la muleta delante del toro, pasándola junto al muslo y sumergiéndola en el vacío que quedaba a su espalda. Y la cosa ocurrió. Como le habían dicho, como aseguraban los cánones, la negra masa pasó junto a su cuerpo tembloroso, embebido en la muleta. Manolo se entusiasmó. Giró sobre sus talones y, antes de que la res pudiese volver a la sombra, la citó de nuevo, una y otra vez. A cada pase que daba, el entusiasmado muchacho veía reproducirse el milagro de la muleta. Le invadió una gozosa y exultante sensación de triunfo. Y prosiguió, haciendo girar al toro, enroscándolo a su cintura y dando a Horillo, que le estaba observando, la impresión de que «se hallaba en trance». Horillo contemplaba boquiabierto el espectáculo: el cuerpo desnudo y sudoroso de Manolo brillando a la luz de la luna; la negra forma del toro girando a su alrededor, hasta darle la impresión de que los dos cuerpos se rozaban.

Por último, Manolo se detuvo y se alejó del bicho. Se dejó caer exhausto junto a Horillo. Apoyó los hombros en el tronco de un árbol y echó la cabeza atrás, jadeante, tembloroso el cuerpo de excitación y entusiasmo. Una y otra vez, repitió entre jadeos una palabra única, una palabra que resumía, para el adolescente, el trascendental y mágico momento por el cual acababa de pasar:

—¡Fenomenal! ¡Fenomenal! ¡Fenomenal!

Las dudas que Manuel Benítez hubiese podido abrigar sobre el toreo se desvanecieron después de aquel su primer encuentro nocturno con los toros. Cambió la línea de su vida. Ahora pertenecía a los campos. Sus ya poco frecuentes visitas al orfanato de don Carlos se fueron espaciando hasta que su sitio en el banco de madera quedó permanentemente vacío.

El sacerdote observaba pesaroso su alejamiento. El chico de la húmeda nariz tenía una inteligencia muy despierta. Con un poco de suerte, pensaba don Carlos, habría podido sacar partido de su intelecto. Aunque no mucho, bien lo sabía, puesto que carecía de medios y dentro de pocos meses, muy pocos, Manolo tendría que trocar las clases por el trabajo. Sin embargo, había confiado en poder ofrecer a su inteligencia un pequeño regalo de despedida, algo que le ayudase a levantarse, por poco que fuera, sobre la desesperante pobreza en la que había nacido.

Pero el sacerdote comprendía el señuelo que alejaba al muchacho de sus clases. Él mismo era aficionado. Más importante aún, había estado en la choza de Benítez las suficientes veces para que se diera cuenta de la penuria y la miseria en que vivía la familia. Don Carlos había dedicado su vida a dar a los pobres un motivo de esperanza, pero su labor había enseñado al buen sacerdote a comprender la desesperación. Conocía, pues, muy bien los sentimientos que impulsaban a los jóvenes como Manolo Benítez a lanzarse al pastizal en busca de los toros.

Sea como fuere, no había habido manera de detener a Manolo. Éste se deslizaba por la puerta trasera del orfanato y cruzaba el sucio patio de recreo en dirección al río, antes de que las monjas se dieran cuenta de ello. Era como «una sardina deslizándose a través de las mallas de una red». Los recuerdos escolares que se llevó Manolo de su esporádica asistencia a las clases del orfanato fueron muy escasos. Sabía contar y leer un poco, recitar de memoria unas cuantas oraciones y máximas de las monjas de don Carlos, pero era incapaz de escribir su propio nombre. Se marchó, recordaba tristemente el sacerdote, «sabiendo las cinco vocales y muy pocas cosas más».

En cuanto a Manuel Benítez, el encanto de su primer encuentro nocturno con los toros fue muy pronto remplazado por la brutalidad y los sufrimientos de los encuentros sucesivos. Pocos eran los bichos que se mostraban dispuestos como el primero a seguir el imperativo de la muleta.

Para sus corridas nocturnas, Manolo y Horillo preferían las vacas bravas a los toros. Era una muestra de respeto a la norma que establece que un toro no debe ser lidiado antes de salir al ruedo. La mayoría de las vacas de los pastos de don Félix habían sido ya toreadas, en las tientas o por otros arrapiezos en los mismos pastizales y de noche. Conocían las reglas del juego y hacían pagar dolorosamente a Manolo y a Horillo sus lecciones.

Las noches en los pastizales iluminados por la luna se convirtieron en cruentas ordalías. En invierno y a comienzos de la primavera, les torturaba el frío. Las heladas aguas del Guadalquivir casi paralizaban sus pulmones cuando vadeaban el río. Después, el viento batía sus ropas húmedas sobre la piel, poniéndoles la piel de gallina y haciendo que ésta les doliese al menor contacto.

Iban descalzos, corriendo en la oscuridad sobre matas, cardos y boñigas de vaca. Se herían las plantas de los pies con las aristas de las piedras, se golpeaban los dedos y se torcían los tobillos al tropezar con terrones u hoyos invisibles.

Después, estaban los bichos. A veces, un golpe en la boca del estómago les cortaba la respiración. A menudo, era un varetazo en los órganos genitales lo que los dejaba paralizados de dolor. La plana superficie de los cuernos golpeaba sus costillares y sus riñones. En ocasiones, daban de cabeza contra alguna piedra del prado y se levantaban tambaleándose y mareados, para volver a ser derribados por la furiosa res.

Horillo recordaba que había noches en que ningún lance parecía salir bien, en que los bichos los zarandeaban de tal modo que «acababa doliéndonos todo el cuerpo». Otras veces, el animal que apartaban de la manada resultaba tan resabiado que echaban a correr presa de pánico. Horillo recordaba una vez en que uno de los bichos zarandeó a Manolo hasta que éste no pudo tenerse en pie. Andando a gatas, su amigo se alejó de la vaca hasta llegar a unos matorrales de mostaza. Allí vomitó su primera papilla y se derrumbó, medio inconsciente, sobre la hierba mojada por el vómito.

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