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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (55 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Incapaz de perder su tiempo con los santos si podía apelar al propio Dios, El Pipo acudió directamente al carirredondo empresario conocido por El rey de Andalucía, Antonio Canorea. Canorea había estado tan alejado de la fiesta brava como su colega y competidor en Madrid, don Livinio Stuyck. Canorea era banquero de profesión y aficionado a la pelota vasca. Se había hecho empresario taurino a requerimiento de su suegra, que era coja. El marido de ésta había sido empresario de la plaza de toros de Sevilla y, al morir, su viuda había llamado a su yerno, que ocupaba un cargo en el Banco Central de Madrid, y le había informado de que debía convertirse en empresario taurino. Canorea obedeció, sumiso, compensando su ignorancia de los toros con su sentido común de banquero, y se erigió un pequeño imperio propio. Seguía llamando respetuosamente madre a su suegra, mientras ésta le llamaba por el apellido. Ahora controlaba, amén de la plaza de Sevilla, otros doce cosos taurinos, todas las plazas importantes de Andalucía, con más de ciento cincuenta corridas al año, y formaba, con Stuyck y otros dos empresarios, el cuarteto que controlaba el negocio de la fiesta brava.

Canorea conocía bien al genial charlatán del cigarro apagado en la boca que, una mañana de abril, entró sin ser invitado a su despacho, junto con la diaria multitud de pedigüeños y haraganes. Canorea tenía menos tiempo que de ordinario para despachar a esta muchedumbre; la Feria era su temporada de más trajín. En cuanto a El Pipo, no podía dedicarle un solo minuto. Ni en sus pequeñas plazas provincianas había sitio para su fenómeno, le dijo. Y con un ademán le señaló el patio lleno de maletillas. Había docenas de muchachos parecidos, le dijo, ante las puertas de cada una de sus plazas. Además, el propio Canorea había ingresado recientemente en el campo de actividades de El Pipo. Había elegido entre las hordas de muchachos que asediaban sus plazas de toros, a los seis que le habían parecido más prometedores, de los cuales se hizo apoderado. Las vacantes en los carteles de sus plazas serían ocupadas por sus protegidos, no por los de El Pipo.

Fracasado una vez más, El Pipo se retiró al vestíbulo del Hotel Colón, amplísima estancia parecida a un granero y que, durante la Feria de Sevilla se convertía en capital provisional de la fiesta de los toros. Allí, sorbiendo interminables tazas de café y copas de jerez, trató de encontrar algún empresario de tercera clase que estuviera dispuesto a dar una oportunidad a Manolo.

El Pipo conocía muy bien las dificultades de la delicada tarea de lanzar a un torero desconocido. Aquel año, los diez primeros espadas se repartirían una tercera parte de todas las corridas que se celebrarían en España. Los doscientos restantes se disputarían las sobras, contentándose algunos de ellos con un par o tres de corridas en toda la temporada. Menos de una docena de nombres se añadirían a la lista antes del otoño. La mayoría de éstos serían protegidos de los cuatro empresarios más importantes, o jóvenes en los cuales, por alguna amistad o parentesco, tenían especial interés. En general, los empresarios provincianos pedían una compensación para incluir en sus carteles a un torero desconocido, y, a veces, una cantidad de dinero efectivo. En circunstancias normales, El Pipo habría estado dispuesto a realizar una de estas inversiones; pero, desgraciadamente, en aquel momento el dinero brillaba por su ausencia en el bolsillo de El Pipo. La astucia era lo único de que andaba sobrado aquella primavera.

Una tarde, irritado por su imposibilidad de encontrar un contrato para Manolo, El Pipo yacía en la cama de su habitación, en una pensión de segunda clase, prolongando la siesta mientras pasaba revista a sus apuros. Lo que necesitaba, se dijo, no era una plaza de toros, sino una corrida. Si no una plaza, encontraría un pueblo ansioso de organizar una corrida y convencería a su alcalde de que alquilase uno de esos ruedos portátiles que pueden levantarse como un circo en un espacio despejado. Ahora bien, ¿qué pueblo se dejaría persuadir mejor que aquel donde había nacido el aspirante a torero? Temblando de entusiasmo por la brillantez de su idea, El Pipo se vistió y corrió al teléfono.

La llamada de éste resonó en un cavernoso edificio que había sido antaño caballeriza árabe y que se hallaba adosado a la muralla morisca de Palma del Río. Era la fábrica de hielo de la localidad, y fue su dueño, Antonio Caro, quien se puso al aparato. Caro era secretario del Ayuntamiento y, como tal, se encargaba de la organización de los pocos festejos públicos que el pueblo podía permitirse. Su última intervención en la fiesta brava había sido como presidente de la corrida improvisada por don Carlos Sánchez. El desordenado espectáculo le había dejado pocas ganas de presenciar nuevas corridas en Palma. Por esto le dijo a El Pipo que, sintiéndolo mucho, tenía que declinar su ofrecimiento.

Con toda la elocuencia de que era capaz, El Pipo se refirió al fenómeno cuya carrera empezaría en Palma del Río, el muchacho que había maravillado a Salamanca y que heredaría las muletas de Joselito, Belmonte y Manolete. Después, poniendo en sus palabras el énfasis final de un vendedor ambulante, declaró que aquel prodigio había nacido en Palma del Río.

Cuando Caro oyó pronunciar el nombre del fenómeno, se le cortó la respiración. La única vez que el vecindario de Palma se había sentido agradecido a El Renco, le dijo a El Pipo, había sido el día en que se había marchado para siempre del pueblo. Ningún vecino de Palma, añadió, se gastaría una peseta para ver torear al incorregible ladrón de naranjas, y él, como secretario del Ayuntamiento, no iba ciertamente a gastar cuarenta mil pesetas en el alquiler de una plaza.

El Pipo insistió, empleando todos sus recursos de charlatán. Caro se avino, mal de su agrado, a someter la idea a la Corporación municipal y llamar después por teléfono a El Pipo. Cuando lo hizo, su respuesta fue negativa. El día en que las autoridades municipales resolvieran gastarse algún dinero para Manuel Benítez, dijo, sería «para comprarle una cárcel, no para alquilarle una plaza».

Esta respuesta llenó a El Pipo de desesperación. Vio desvanecerse su última oportunidad de lanzar a Manolo. Frenéticamente, repitió todos sus argumentos a Caro. Después, instintivamente y sin pensarlo, dijo que él pagaría el alquiler de la plaza. Caro vaciló. Viendo ganada la partida, El Pipo gritó:

—¡Y los toros también!

Esto era demasiado para Caro. El Ayuntamiento de Palma del Río, dijo, patrocinaría oficialmente el debut del fenómeno de El Pipo, como primera atracción de la Fiesta de Mayo, que había de celebrarse dentro de dos semanas.

El Pipo, aliviado y agradecido, colgó el aparato y se dejó caer en una silla. De pronto, palideció. Empezaba a darse cuenta del lío en que se había metido, arrastrado por su entusiasmo.

—¡Dios mío! —jadeó—. ¿De dónde voy a sacar el dinero?

A pesar de que era mediodía, la ostentosa lámpara de cristal tallado suspendida del techo desparramaba su luz por toda la estancia. Las cortinas habían sido corridas, y cerrados los postigos, no para dar a la reunión un aire misterioso, sino para preservar la fresca habitación del agobiante calor que reinaba en las calles de Córdoba. Los ocupantes de la estancia se hallaban sentados alrededor de la enorme mesa ovalada cuyas tablas de caoba habrían sido testigos de todos los triunfos y todas las tragedias de la familia Sánchez. Los banquetes de boda de los jóvenes se habían servido sobre estas mismas tablas, así como los dulces y el café ofrecidos a los amigos en los velatorios. Todas las decisiones importantes de la familia Sánchez habían sido debatidas, sopesadas y tomadas en esta habitación, y ahora, concienzudamente situados alrededor de la mesa, los parientes de Rafael Sánchez
El Pipo
discutían solemnemente un nuevo problema.

Todos estaban presentes. Allí se encontraba el hermano de El Pipo, director de la marisquería familiar de la calle de la Plata; el tío José, primer varón de la familia que trabajó en la cadena de tiendas de mariscos montada en Andalucía antes de la guerra; las tres hijas casadas de El Pipo, con sus respectivos maridos. Tías, tíos, primos, toda la copiosa progenie del clan Sánchez había acudido a la llamada del jefe de la tribu, quien sentado ahora a la cabecera de la mesa se enjugaba el sudor de la frente con su pañuelo multicolor.

El Pipo habló durante casi diez minutos. Su monólogo fue un resumen de los altibajos de su errante carrera. Como es fácil comprender, hizo hincapié en sus momentos de auge, en detrimento de los menos gloriosos, como el que ahora estaba atravesando. Recordó que había sido generoso con su dinero en los períodos afortunados de su carrera, y que los beneficios de su generosidad habían favorecido principalmente a las personas que hoy se sentaban a su alrededor.

Ahora, explicó, se disponía a realizar la última y más dramática apuesta de su vida. Iba a apostar por un inexperto albañil que quería ser torero. Repitiendo la solemne promesa que había hecho a la mitad de los empresarios de España, aseguró a la noble asamblea que su desconocido albañil revolucionaría un día el arte del toreo. Él, Rafael Sánchez
El Pipo
, estaba resuelto a lanzarlo, y para ello necesitaba doscientas mil pesetas. Esta suma representaba el precio del alquiler de una plaza portátil, por un día, y de los seis toros más baratos que podían suministrar las ganaderías andaluzas. En cuanto a si el joven a favor del cual se disponía a apostar aquella suma era buen torero o no, lo ignoraba y le tenía sin cuidado, dijo. Sólo estaba seguro de una cosa: llegaría un día en que sus ganancias llenarían las arcas de todos los bancos de Córdoba.

Terminado su breve discurso, El Pipo paseó dramáticamente su mirada por la estancia, fijándola sucesivamente en cada uno de los reunidos. Ante él, en medio de la mesa y sobre el mantel de encaje allí dispuesto para la ocasión, había una caja de zapatos vacía. Clavó en ella los ojos, y todos siguieron la dirección de su mirada. Después, El Pipo se volvió a su hija mayor, Elena, y señaló su mano izquierda. Una sortija con una esmeralda brillaba en uno de sus dedos. El Pipo le había traído aquel anillo al regresar de un viaje a América del Sur con Manolete. Con voz seria y grave, le pidió ahora que se lo devolviese.

El Pipo, con la instintiva psicología de un subastador, había escogido a su hija mayor para su primera petición. Sabía que ella no podía negarle nada.

—Estás loco, papá —dijo Elena en un murmullo.

Pero se quitó la sortija del dedo y se la entregó.

El hombre la hizo rodar un momento entre los dedos, haciéndola brillar a la luz de la lámpara, a fin de que todos los presentes, comprendiesen el valor de lo que acababa de hacer su hija. Después, separando ceremoniosamente los dedos, la dejó caer en la caja de zapatos. Levantó los ojos y contempló los rostros asombrados a su alrededor. Esta vez, su ávida mirada se posó en los puños de la camisa de su hermano. Los llevaba sujetos con un par de gemelos de oro y perlas. También era producto de la generosidad de El Pipo en tiempos mejores. Los señaló con su rollizo índice.

—Los gemelos, Pepe —dijo—. Necesito tus gemelos. No temas, los recuperarás.

Su hermano movió tristemente la cabeza. Luego, se desabrochó los gemelos sin decir palabra y los arrojó a la caja de zapatos.

Y de esta manera los codiciosos dedos de El Pipo fueron recogiendo, alrededor de la mesa, el broche de una tía anciana, el collar de perlas de una hija, el alfiler de corbata de un yerno. Cuando alguna figura espartana no lucía alguna muestra de la largueza de El Pipo, éste se detenía a pensar. Y siempre recordaba alguna chuchería, algún recuerdo ofrecido antaño y cuya devolución reclamaba ahora. El propietario era cortésmente enviado a su casa a buscar el objeto, y volvía al cabo de un rato para depositar su contribución sobre el montón de joyas que iba creciendo en el interior de la caja de zapatos.

Por fin, ésta quedó casi llena de un surtido de monedas, medallas, sortijas, brazaletes, collares y relojes de pulsera. Entonces, El Pipo lanzó un profundo suspiro, se quitó su propio reloj de pulsera y, con majestuoso ademán, lo depositó en la caja. A continuación, arrancó laboriosamente de su mano derecha una enorme sortija de oro en la que había grabado dos «S» flanqueando un par de perros que atacaban un oso salvaje. Aquel anillo había pertenecido a su padre y a su abuelo. Era, en cierto sentido, su anillo episcopal, el sello de su categoría como cabeza de la familia Sánchez. Con postrero y ceremonioso ademán, alargó el brazo y dejó caer el anillo en la caja de zapatos, junto al resto de las joyas familiares. El Pipo se levantó. Hizo una breve reverencia y, en pocas palabras, agradeció a sus parientes los votos de confianza depositados, aunque a regañadientes, en la caja que tenía ante él.

Recogió el arca del tesoro y se la puso bajo un brazo. Después, envuelto en una nube de humo de cigarro, el hombre que había visto morir a Manolete se dirigió a la casa de empeños, definitivamente resuelto a alquilar una plaza de toros para el fenómeno cuya admisión no había podido lograr en ningún coso respetable de España.

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