Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Las calles de Palma del Río no habían visto nunca una cosa semejante. Se trataba de una vieja camioneta Citroën con un par de enormes altavoces fijados en el techo. Mientras avanzaba por las calles de Palma a la velocidad de una mula cansada, un estruendo surgido de los altavoces parecía sacudir las cortinas de cuentas del trayecto. Era la voz de El Pipo, anunciando con su inagotable caudal de superlativos el sensacional espectáculo que podrían presenciar los vecinos de Palma del Río el día 15 de mayo, en el acto culminante de su Feria: el debut mundial de un joven matador de toros destinado a ser el ídolo de la fiesta brava. Y además, declaró, era un hijo predilecto de esta famosa cuna del toreo que era Palma del Río. «Palmeños —proclamaba con una voz capaz de hacer caer las naranjas de los árboles en la otra orilla del Guadalquivir—, tenéis que venir todos a aplaudirle. Será la mejor corrida de vuestra vida».
Las reacciones producidas por la subsiguiente revelación del nombre del fenómeno oscilaron entre la indiferencia y la hilaridad. En la calle de Pacheco, donde se había recabado la autorización del sargento Monleón para el regreso del desterrado, la reacción dominante fue de desprecio. Don Carlos Sánchez se sintió complacido, y tomó nota mentalmente de indicar al hombre que le había remplazado en su papel de empresario lo muy adecuado y bien visto que sería que destinase una parte de los beneficios a las obras de caridad de la parroquia. El mayoral de don Félix, José Sánchez, recibió la noticia con cierta alarma. Su hija mayor no había encontrado aún un aspirante digno de su mano, y él temía que flaquease en su resolución de olvidar al joven a quien José seguía considerando un delincuente incorregible. Charneca, el dueño del bar, se mostró sorprendido. Jamás había pensado que el chico que contemplaba sus fotos de Manolete llegase a presentarse en una plaza. Sólo podía maravillarse de la tremenda fuerza de voluntad que lo había llevado hasta ella.
Para Antonio Caro, el propietario de la fábrica de hielo, el proyecto se había convertido en su pesadilla. La mitad de los concejales seguían mostrándose irritados por el hecho de que la digna corporación que representaban patrocinase el debut en la plaza de un ladronzuelo de gallinas y naranjas que había estado cuatro veces en la cárcel. El crédito de El Pipo menguaba tanto como arreciaban sus voces.
Cuando los dueños de la plaza portátil alquilada por Caro se enteraron de que era El Pipo y no el Ayuntamiento quien organizaba la corrida, amenazaron con desmontar el tinglado si no recibían el dinero por anticipado. Conocían por experiencia la diligencia de El Pipo en recoger la recaudación y largarse del pueblo si los resultados no correspondían a sus esperanzas.
Angelita Benítez se enteró del regreso de su hermano por una carta escrita por un amigo de éste. Cuando Ana Horillo se la leyó, se echó a llorar. Jamás había creído que su hermano llegara a ser torero. Para ella, su afición a los toros no era más que una manera de librarse de trabajar. Había deseado su retorno al pueblo que lo había expulsado ignominiosamente, casi más que nada en el mundo; más que nada, salvo su regreso en las actuales circunstancias.
Manolo se trasladó a Palma en un viejo Seat propiedad de uno de los fenómenos que El Pipo había resuelto lanzar aquel año. Este joven era el menos dotado de los pupilos de El Pipo, pero tenía coche y le había adelantado veinte mil pesetas a su apoderado para atender a los primeros gastos de la temporada. En la actual situación económica de El Pipo, el dinero tangible contaba mucho más que el valor en el ruedo.
Don Celes fue a despedir a Manolo. Le regaló un suéter y unos pantalones de vaquero de su hijo como obsequio de despedida. Manolo le abrazó antes de subir al coche.
—Le juro, don Celes —le dijo—, que nunca más volveré a coger un pico y una pala.
Para Manolo, el regreso al pueblo que lo había expulsado de su comunidad fue un momento de intensa satisfacción. Volvía en coche, tal como había prometido. Volvía para realizar lo que sus burlones conciudadanos le habían creído incapaz de hacer: lidiar un toro en una corrida formal y con traje de luces, para que sirviera de lección a los que le habían considerado indigno de vivir entre ellos. Lo primero que vio al pasar frente al yugo y las flechas que señalaban la entrada en Palma del Río fue su propio retrato, su retrato en traje de luces sobre la muralla de su pueblo natal. En el cartel se leía una de las frases predilectas de El Pipo: «Solo ante el peligro».
La primera instrucción que le dio El Pipo fue que se dejase ver. El Pipo había contratado a Juan Horillo, curado ya de su cornada de Jerez, para completar la terna. Los dos amigos pasearon juntos por las calles de su pueblo; Manolo, por primera vez en cuatro años. Unas pocas —muy pocas— personas se alegraron de verles. En general, la reacción provocada por su presencia en los cafés y las esquinas de Palma era de indiferencia y desdén. Manolo tardó poco en comprender que su retrato en las paredes de Palma no iba, de la noche a la mañana, a convertirle en un héroe para aquellos lugareños que seguían teniéndole por un joven delincuente.
Tampoco contribuyó su reputación a aumentar el crédito de su apoderado. El Pipo, que llevaba siempre encima el producto de las joyas de su familia, se desprendía de sus preciosas pesetas con ira casi visible. Parecía envolverle una aureola de desconfianza tan perceptible como el olor de su sempiterna agua de Colonia. Tenía que pagarlo todo al contado, desmochando continuamente los fajos de billetes que le dieron en la casa de empeños.
El Pipo tenía sobrada experiencia para caer en el error cometido por Luis López de Talavera. Instaló en las taquillas a dos de sus parientes que tenían joyas valiosas en la casa de empeños de Córdoba; como banderillero exigido por la ley para la lidia, contrató a un ganapán del bar de su hermano, un hombre de cincuenta años, veterano de los toros, que había empezado su carrera cinco años antes de nacer Manolo. En cuanto a los emolumentos por su participación en la corrida, El Pipo los redujo a una sólida comida al terminar la fiesta.
Después de larga y paciente búsqueda, encontró las reses para la corrida en el cortijo de don Francisco Amián. En primer lugar, cinco toros que Amián no había podido colocar en parte alguna. Después, para adaptarse al rígido programa económico de El Pipo, una enorme vaca de siete años destinada al matadero. La costumbre determinaba que el pago de las reses debía efectuarse al ser enviadas éstas a la plaza. Sin embargo, El Pipo había confiado en demorar el pago hasta el momento en que vendiese la carne de los toros. Envió al viejo banderillero a buscarlos con el camión, con el encargo de decirle al ganadero que él había tenido que quedarse en Córdoba y pasaría más tarde a pagar.
Pero el ganadero no se dejó sorprender. Apostó a uno de sus vaqueros, armado de una escopeta, en la puerta del cortijo, con órdenes severas de no dejar marchar al camión sin previo pago de los toros.
Antonio Caro se llevó a Manolo a Córdoba para alquilar el traje de luces. Escogió uno de color azul pálido y oro. En el trayecto de regreso, al propietario de la fábrica de hielo le chocó el absoluto y casi enfurruñado silencio de Manolo. Tratando de entablar conversación, Caro le preguntó por qué deseaba tanto ser torero.
—Porque estoy harto de pasar hambre —le respondió Manuel Benítez.
Y volvió a sumirse en su mundo de silencio.
Durante la ausencia de Manolo, Angelita se había casado, no había sitio para él en el cuchitril de dos habitaciones al que se había trasladado ella con su marido. Manolo pasó la noche en una habitación que le encontró El Pipo detrás de la fábrica de hielo de Caro. Su traje azul y oro fue depositado sobre una caja junto a su camastro. Incapaz de dormir, pasó toda la noche contemplando aquel traje a la luz de la luna que se filtraba por la única ventana de su tabuco. Una y otra vez, alargaba la mano para tocar la sedosa superficie, como si acariciase la pelambre de un gatito. Se levantó en más de seis ocasiones y se puso la chaquetilla, como para asegurarse de que estaba realmente allí, de que no era otro de aquellos sueños que tan a menudo se habían desvanecido al abrir los ojos.
Cerrando los párpados para saborear más intensamente el gozo que sentía embutido en aquel traje, se imaginaba la escena de mañana, el glorioso momento de su reivindicación, cuando aquel inútil al que siempre estaban pegando, saldría al ruedo ante sus paisanos, tembloroso de orgullo en su traje de luces azul y oro, para demostrarles de una vez para siempre que tenía razón y que eran ellos los equivocados; que, detrás de sus naranjas y gallinas robadas, había algo más que el instinto de un ladronzuelo vulgar.
Tan intensa era su emoción aquella noche, que no advirtió un significativo detalle en el traje de torero con el que se disfrazaba en la oscuridad. En una de las perneras se veía aún una mancha oscura, de sangre, dejada allí por su último y desgraciado usuario, un torero mexicano corneado la semana anterior en Córdoba.
En la húmeda quietud de la mañana, una joven caminaba en dirección a Palma del Río. De vez en cuando, se detenía para arrancar un puñado de flores silvestres de los campos que se extendían a ambos lados de la carretera. Cuando llegó al santuario de la Virgen, llevaba entre los brazos un espléndido ramo primaveral. Con amoroso cuidado, Anita Sánchez dispuso las flores en el altar de la Virgen. Era el único miembro de su familia que no asistiría a la corrida. Ahora musitaba a la Virgen que protegiese al joven que había vuelto para cumplir la promesa que le hizo un día, molida la espalda por el garrote de su padre: «Voy a ser torero».
El traje de luces azul y oro yacía sobre la misma cama de la que Manolo había robado la manta de su hermana para hacerse la primera y tosca muleta. Sobre la mesa, había una imagen recién comprada de la Santísima Virgen, flanqueada por un par de mariposas, estriados platitos de hojalata en los que habían sido plantadas dos velas. Angelita había llevado estas velas a la iglesia por la mañana, para que don Carlos Sánchez las bendijera. Después había prestado a su hermano, para que se vistiera de luces, la habitación en que dormían ella y su marido. Y, llorando silenciosamente, se había retirado al otro cuarto, en compañía de tía Carmen, la hermana de su padre.
Un enjambre de ruidosos chiquillos se había reunido en la calleja para escoltar al torero hasta la plaza portátil de Palma. El Pipo, sudoroso y nervioso, se abrió paso hasta la cortina que separaba la casa de la calle, saludó a Angelita con un brusco movimiento de cabeza y penetró en la habitación donde Manolo se estaba vistiendo.
El semblante de El Pipo no traslucía la menor jovialidad. Había arriesgado mucho en aquella corrida para que le quedaran ganas de sonreír. Si hoy fracasaba, no habría segunda oportunidad para el torero ni para su apoderado. Lúgubremente, aconsejó a Manolo que «se acercara a los toros de manera que el público se imaginase que se los ponía por montera». Si le cogían, añadió, tenía que «levantarse y proseguir hasta la muerte».
Antonio Columpio, el viejo banderillero contratado por El Pipo, estaba sujetando la taleguilla del diestro cuando oyó su respuesta:
—Mire usted, don Rafael, mataré mis toros aunque tenga que pasar sobre mis propias tripas.
Después se echó a reír y siguió vistiéndose.
Angelita oyó su risa desde la habitación contigua. Estaba arrodillada en una silla, rezando desesperadamente el Rosario. Aquel ruido la llenó de aprensión. Siempre había oído decir que los toreros estaban serios y graves antes de la corrida. Si él no podía mostrarse así, pensó, «lo menos que podía hacer era guardar silencio y rezar», como hacía ella. Unos minutos más tarde, entre el repique de las cuentas de la cortina, Manolo salió de su habitación.
R
ELATO DE
A
NGELITA
B
ENÍTEZ
Me estremecí al verle. Tenía en el semblante la sonrisa tan amplia como la habitación en que nos hallábamos. Me empezaron a temblar las rodillas. Él se acercó a mí, me abrazó y me dio un beso.
Nunca pensé que saliera nada de todo aquello. Jamás había creído nada de lo que él decía. Y ahora lo veía allí, convertido en lo que había afirmado que sería. Era ya un torero, era ya ese alguien que había querido ser. Me eché a llorar. No hacía más que imaginarme a mi hermano pequeño plantado ante las astas del toro. Las lágrimas que vertí aquella tarde fueron más amargas que todas las que había derramado cuando él era pequeño.
Me rodeó con sus brazos y juntos nos dirigimos a la puerta. Todo el pueblo estaba allí esperando que saliera, gritando y zaradeándose. Pensé que iba a desmayarme.
—Por favor, por favor, Manolo —supliqué—, ¡no vayas!
Él se inclinó y me besó de nuevo, esta vez en los ojos.
—No llores, Angelita —me dijo.
Después se acarició el traje con la mano y añadió:
—Esta noche te compraré una casa…, o llevarás luto por mí.
Después, mi hermano pequeño, vestido con el traje de luces, se encaminó, escoltado por todo el pueblo, a su cita con los toros.