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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Capítulo 11

La corrida (VI)

I
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cubrió los cinco metros que le separaban de El Cordobés en tres ágiles zancadas. El Cordobés permaneció inmóvil, como petrificado. Sólo se movieron sus muñecas, aferradas a la muleta. Tenía piernas y pies tan juntos, que casi podía sentir la presión de un muslo contra el otro, como sienten los esquiadores la presión de las rodillas en una curva bien lograda.

Al llegar el toro a su jurisdicción, El Cordobés, erguido el pecho, alzó la muleta y la movió con suavidad, tirando templadamente de la res y haciendo pasar sus pitones a la altura de la axila. Con expresión impávida, vio cruzar las astas del toro por debajo de sus ojos y azotó el aire con la muleta al acabar de pasar
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por debajo de ella, tratando de resucitar el celo que acababa de sustraerle.

El torero dio media vuelta con una serie de pases rápidos y suaves e hizo pasar de nuevo al toro, esta vez por el otro lado. Estos pases fueron los ayudados por alto, y habían sido elegidos deliberadamente por El Cordobés como pórtico clásico de su faena.

Aquel bicho no era ya la agresiva mole, rebosante de poder, que había salido por las «puertas del miedo» diez minutos antes. Entonces, era capaz de lanzarse contra cualquier objeto que llamase la atención. Sus embestidas habían sido instintivas, espontáneas reacciones de un animal cuya fuerza no había sido todavía puesta a prueba. Ahora sentía plenamente los efectos del fuerte puyazo de Sigüenza. La pica había abatido un poco la fiereza de
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. Su cabeza, desafiante cuando había salido al ruedo, parecía ahora menos provocativa; su poderosa testuz pesaba sobre los debilitados músculos del cuello. Ahora se había vuelto receloso, y sus embestidas no eran ya tan claras para el torero.

Se había hecho, en suma, infinitamente más peligroso de lo que era cuando salió a la arena. Sus embestidas eran más cortas e inciertas, y el torero tenía que exponerse mucho para «embarcarlo» en la muleta. Ésta es una de las paradojas del extraño rito: aunque la muerte es el final ineluctable del toro, el tiempo juega a su favor. A cada pase, a cada minuto que transcurre, el toro aprende un poco más, hasta que, al fin, si la faena se prolonga demasiado, acaba por resabiarse hasta el máximo. Y entonces también él puede matar.

Los tres pases ayudados por alto de El Cordobés tenían por objeto consentir a su enemigo para que embistiera con mejor «son».

Al rematarlos, El Cordobés dejó refrescar al toro unos momentos. Después, con grandes precauciones, avanzó de nuevo hacia el bicho. Llevaba la muleta en la diestra, casi arrastrando sus pliegues, estirado el brazo de manera que el borde de la tela quedase por debajo de su cadera. Doce palmos, diez palmos, ocho palmos; poco a poco, sus felinos pasos le fueron acercando a la res, a la invisible frontera que no debía cruzar, al punto más allá del cual
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embestiría como mecánicamente. Al comenzar la lidia, había estado quizás a treinta metros del bicho; ahora, la distancia era sumamente limitada. Dentro de poco, se reduciría a unos pocos palmos, sería tan escasa que cualquier error de cálculo por parte de El Cordobés podía costarle una cornada.

La frontera invisible delimitaba el «terreno del toro». Este terreno variaba según el toro y casi a cada minuto de la lidia. En cambio, las consecuencias de su violación eran siempre las mismas. Una vez cruzada la frontera, el toro embestía, no obedeciendo al mandato del hombre, sino en defensa propia. Y entonces era la fiera y no el hombre quien mandaba en el ruedo.

Mientras avanzaba lentamente hacia
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, tanteando su camino hacia aquella frontera, como un hombre buscando una pared de apoyo en la oscuridad, El Cordobés concentraba toda su atención en una cosa. No en las cárdenas y amenazadoras astas, sino en lo único que podía reflejar la menguada inteligencia bovina: los turbios ojos castaños de
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.

Estos ojos eran la clave de la lidia, la clave de todo lo que el diestro esperaba realizar en el ruedo. Ojos que le avisarían cuándo había que detenerse; que le advertirían su llegada a esa línea invisible trazada en la arena de Las Ventas, que separaba el mundo del toro del suyo propio.

No hubiera podido describir en aquel instante esta señal, marcada por el cambio que se producía encías brillantes pupilas de color castaño, del tamaño de un huevo de gallina. Sólo podía intuirla. Es la única advertencia que tiene el torero de la inminencia de una embestida, y, si la experiencia no le enseña a descubrirla, los toros acabarán echándole de los ruedos. A veces, bien lo sabía El Cordobés, «uno veía aquellos turbios ojos negros desviarse de la muleta y fijarse en el cuerpo». Entonces, no cabía más que un recurso: «agitar la muleta con la mayor fuerza posible, a fin de que aquella mirada volviese adonde debía; porque, si no, en pocos segundos, uno se encontraría con un cuerno clavado en la tripa».

Se detuvo a unos dos metros de
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, con la impresión de que estaba a punto de cruzar la raya y entrar en su terreno. Cautelosamente, giró hasta quedar de perfil delante del toro, expuesto el cuerpo a su mirada, sujetando con la diestra el puño del estoque y el palo que sostenía la muleta, de manera que aquél diese mayor anchura a la franela. Al acercarla El Cordobés al hocico del toro, los bordes de la muleta rozaban la arena.

En su burladero, apretando la capa en sus manos y dispuestos a correr en ayuda del espada, Paco Ruiz observaba con tensa fascinación. «El toro dará buen juego —se decía el banderillero—, el toro dará buen juego. Manolo conseguirá triunfar en Madrid».

Y como si obedeciera al pensamiento de Paco,
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arrancó, con la cabeza humillada, buscando la tela que El Cordobés deslizaba ante sus cuernos con atormentadora lentitud. El toro se revolvió bruscamente al terminar el pase, buscando el blanco ilusorio que acababa de serle escamoteado. Y allí estaba, apenas a tres palmos de sus astas. También estaba El Cordobés, perfilado junto al bicho, dentro del terreno de
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, pero ahora los ojos del toro permanecían fijos en lo único que reconocía: la flámula escarlata. El torero la agitó, con brusco ademán de bailarín, y el toro embistió de nuevo, tratando frenéticamente de enganchar con los pitones la serpenteante tela. Volvió a pasar y a girar sobre sus patas, y allí estaba de nuevo la tela, a menos de dos palmos, y, detrás de ella, el hombre al cual no podía ver porque tenía clavada la mirada en el trapo. Otro movimiento de la muñeca de El Cordobés y otra embestida obediente de
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contra la muleta, esta vez con acompañamiento de un ruidoso «¡Olé!» surgido del graderío.

Pero no era bastante. El Cordobés lo atrajo una vez más con su dominador engaño. Y una vez más embistió
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. Casi tocando el suelo con el hocico, lanzaba su enorme mole hacia delante, como encadenado a la roja franela que brillaba a pocos centímetros de su cabeza. Una, dos, tres veces se pasó El Cordobés el toro por la faja, incitándole con un movimiento de muñeca cuando parecía perder empuje, acercándose más y más, hasta que, en el último pase, el hombre y la res parecieron confundirse. El toro rozó al diestro con el costillar, manchándole de sangre el flamante terno color tabaco y oro. Y El Cordobés, tambaleándose sobre la mojada arena, tuvo que apoyarse en el lomo del animal para no perder el equilibrio. Después, con una última sacudida de la muñeca, despidió al bicho lejos de él.

La multitud rugió entusiasmada. Una frenética explosión de «¡Olés!» invadió el ruedo.

El Cordobés se alejó de
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, a fin de que el aturdido animal recobrase el aliento. Una amplia sonrisa iluminaba su rostro. Al mirarle, Paco Ruiz se tranquilizó por unos segundos y también sonrió. «Lo va a conseguir —pensó—. Va a salir a hombros de la plaza».

El diestro volvió al terreno donde acababa de dar los tres derechazos a
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. Al extender la franela para iniciar una nueva serie de muletazos, sintió caer una gota de lluvia sobre su cabeza; después, otra, y otra. Las nubes de tormenta que había percibido cuando salía al encuentro de
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soltaban su carga antes de lo que había presumido. En pocos segundos, la lluvia volvió a caer copiosamente sobre el ya enfangado albero de Las Ventas.

Enjugándose el agua y apartándose los mechones de la frente con un movimiento de la mano, El Cordobés volvió a empezar: otros tres derechazos, coreados ahora por los estentóreos «¡Olés!» de los abarrotados graderíos.

A cada muletazo hacía pasar a
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más cerca de su cuerpo, hasta que, después del último, su traje de luces quedó convertido en una enorme mancha de sangre, salpicada por el barro levantado del ruedo por las pezuñas de la res. De nuevo remató la serie con un gallardo pase de pecho. Satisfecho, dejó a su enemigo recobrar el aliento una vez más.

Observando ansiosamente desde su burladero, Paco Ruiz se preguntó lo que iría a hacer ahora. No tuvo que esperar mucho para saberlo. Emocionado, vio cómo el torero se pasaba la muleta a la mano zurda. Los dedos de Paco se cerraron con fuerza sobre el borde de la capa que mantenía apretada contra el pecho. Altanero, retador, el diestro inició su marcha hacia
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, arrastrando ahora los pliegues de la muleta por su lado izquierdo.

Con este simple movimiento, el paso de la franela de la derecha a la zurda, El Cordobés había reducido a la mitad el engaño que ofrecía a
Impulsivo
. El estoque no abría ya los pliegues del trapo. Éste teñía ahora menos de un metro de ancho, una anchura poco mayor que la existente entre los pitones que dentro de poco intentarían destrozar a Manolo. El muletazo que el torero se disponía a realizar con la mano izquierda era el pase natural, el más clásico de la lidia, uno de los de mayor belleza y riesgo. Pocos pases exponían tanto el cuerpo del torero, pues ofrecían más claramente a la res la alternativa entre el hombre y la muleta. La medida del peligro que entraña nos la da la circunstancia de que más de las tres cuartas partes de los pases que el espada suele dar durante la faena son realizados con la derecha.

Al observar cómo El Cordobés se acercaba a
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, arqueada la espalda y llamando al animal con su voz ronca, Paco Ruiz sintió que un sudor frío corría por su espina dorsal. Sabía el peligro a que se exponía el diestro. Sin duda, en otra plaza, y casi en cualquier otra circunstancia, se habría negado a arriesgarse de este modo. Hoy no podía elegir. Madrid, se dijo Paco, «tenía que tener sus naturales». El bullicioso y exigente público, enronquecido ahora, no se contentaría con menos.

Esto significaba que el toro, a cada pase, tendría el peligroso cuerno izquierdo muy cerca del cuerpo de El Cordobés. Durante los angustiosos segundos de cada uno de estos pases, un elemento casual intervendría en la lucha empeñada por el diestro. Porque, durante aquellos segundos, el cegato ojo izquierdo de
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pasaría también junto al cuerpo del torero. No habría engaño capaz de hacer que aquel ojo enfilara la dirección deseada por el matador; el toro no vería más que un bulto informe en el que se fundirían hombre y muleta. Y el bicho tendería a desviarse hacia la izquierda, hacia el cuerpo del torero, para tirarle una cornada, como la que mató a Joselito en Talavera de la Reina.

El Cordobés citó al animal meciendo con suavidad el engaño. Apenas si se hallaba a un metro y medio de
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. Sólo un factor debía imperar en aquel instante entre las astas del toro y el cuerpo del torero: el temple y el mando que su muñeca izquierda pudiese imprimir a los vuelos de la muleta. En un movimiento de tanteo, avanzó hacia aquellos ojos turbios y castaños, tratando de adivinar el momento de la embestida. Cuando ésta se produjo, retiró la franela arrastrándola a ras del suelo, de la cara del astado. Ante la embestida, El Cordobés se ladeó, alargando el brazo izquierdo por delante de los pitones y a pocos centímetros de ellos. Con fría determinación, hizo pasar éstos junto a su cuerpo. Después, inclinándose, siguió la curva marcada por la embestida del toro, hasta que, con una rápida sacudida de la muñeca, dirigió la franela hacia el ojo sano del bicho y consiguió que éste se ladeara hacia la derecha.

Cinco veces repitió este pase, arrimándose cada vez más al toro. En los dos últimos muletazos, los pitones pasaron tan cerca de su ingle que habría bastado con que el bicho desviara la cabeza sólo tres o cuatro centímetros para que hubiera destripado al torero. Cuando, después del quinto pase, el toro, embarcado en la muleta de El Cordobés, se ladeó hacia la derecha, Paco Ruiz lanzó un hondo suspiro de alivio.

La plaza de Las Ventas era como una inmensa caja de resonancia. La mitad del público se había puesto en pie y rugía de entusiasmo frenético. En millares de bares y cafés de toda España, la gente gritaba, chillaba, se golpeaba la espalda, derramaba la bebida y se dejaba llevar por el entusiasmo provocado por el espectáculo que estaba presenciando a través de la televisión.

Plantado en los medios, en olor de multitud, El Cordobés aparecía como transfigurado por la emoción. Estaba cubierto de sangre y de barro. Pero el clamor de la muchedumbre le hacía sentirse «casi borracho de alegría». En aquel instante, «pletórico de la indomable energía que infunden los “¡Olés!”», se sintió capaz de lograr cuanto se le antojara.

Pero no siempre era así. El Cordobés sabía tan bien como cualquier otro torero que la enfervorizada multitud podía cambiar de talante y ensañarse con el diestro que no lograra complacerla. Era una tremenda experiencia. En tales momentos, El Cordobés, aun desde los medios, «podía oír cada uno de los insultos, cada maldición que brotaba de los graderíos». La reacción que esto producía en el torero era «como si talasen un árbol joven y éste se secase de pronto. Uno se quedaba sin alma».

Ahora, apoyado por la aprobación del público, El Cordobés se pasó de nuevo la muleta a la diestra y fue otra vez al encuentro de
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. Inició una nueva serie de derechazos, los mejores de su vida. Una, dos, tres veces pasó el toro muy cerca de él, aproximándose tanto que El Cordobés sintió en la cara el candente aliento del bicho. Cada pase era subrayado por el clamor de la multitud. Las entusiastas ovaciones eran para él un señuelo tan irresistible como el de su muleta para el toro. Continuaría aún la faena con otro pase más. Esta vez, tiró del astado dentro de un círculo que se reducía cada vez más, ciñéndoselo a su cuerpo erguido, mientras
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jadeaba con furia tras el escurridizo engaño. Al final de este emocionante pase circular, la pala de un pitón golpeó las piernas de El Cordobés, que tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no acusar el varetazo y rodar por la arena.

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