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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (66 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Pero la corrida más memorable de aquella temporada triunfal la brindó El Pipo a su torero el día de Navidad. En un resplandeciente y nuevo Mercedes —su Mercedes—, el huérfano de Palma del Río pasó entre las almenadas torres de un gran palacio próximo a Madrid y se apeó en un espacioso patio. Un hombre bajito y robusto, que vestía uniforme de general, se adelantó a recibirle con una sonrisa que de ordinario reservaba a los jefes de Estado que le visitaban. La corrida iba a celebrarse para solaz del propio Caudillo de España y de unos cuantos invitados cuidadosamente escogidos.

Cuando terminó la fiesta, Franco invitó al raterillo de Palma del Río a tomar el té con él. Durante unos momentos, estuvieron ambos sentados bajo los ricos tapices de Goya del palacio. Preocupado por los riesgos que corría el joven torero al enfrentarse con las reses, Franco le recomendó amablemente que fuese más prudente. El Cordobés, asombrado de que el jefe del Estado se interesara por su bienestar, no encontró palabras para responderle.

La corrida en el Palacio del Pardo no fue la única sorpresa que, aquel invierno, dio El Pipo a su torero. En su deseo de extender su fama lo más posible, El Pipo se las ingenió para hacerle actuar en una película de toros, convirtiéndole en un nuevo Currito de la Cruz que sirviese de inspiración a los boquiabiertos mozuelos en los cines rurales de España. Una noche, en una habitación del Hotel Palace, el jovial apoderado apuntó una cifra en una caja de cerillas y la pasó a El Cordobés sin darle importancia. Aquella astronómica suma representaba el total de las cantidades que calculaba El Pipo que percibiría su torero en la tercera temporada de su actuación conjunta: dieciséis millones de pesetas. A continuación, El Pipo sugirió suavemente la forma en que pensaba que había de repartirse esta enorme suma: un tercio para el torero, otro tercio para él, y el tercio restante para los gastos y la campaña de publicidad que El Pipo se disponía a iniciar. La aritmética de éste reflejaba su deseo de recoger cuanto antes los huevos de oro de la gallina. Sabía lo incierto que era el destino de un torero y lo breve que a menudo era su carrera.

Su excesiva codicia tenía alguna excusa. El Pipo hablaba tan bien que con frecuencia acababa por creer sus propios mitos. Ahora casi creía que era él el héroe de las plazas de toros españolas y que El Cordobés duraría lo que él quisiera y que, si un día resolvía abandonarlo, el torero se derrumbaría como un castillo de naipes.

Manolo, por su parte, rechazó la proposición de El Pipo. Estaba persuadido de que la mayor parte del tercio destinado a publicidad iría a parar a los ávidos bolsillos de aquél. Sin embargo, había otras posibilidades al alcance del apoderado de un torero cuyos conocimientos de matemáticas no le permitían gran cosa más que contar hasta diez. Aquel verano, en más de una ocasión, El Pipo organizó personalmente corridas en las que hizo figurar a un amigo como empresario. En estos casos, convenía una reducción en los honorarios del torero y aumentaba el beneficio destinado a su bolsillo. Su táctica llegó al máximo en la ciudad de Motril, cerca de Granada, donde pagó a Manuel Benítez ocho mil pesetas por corrida, o sea, menos de lo que había ganado, dos años antes, en algunas de sus primeras actuaciones.

La inevitable ruptura se produjo a principios de la siguiente temporada, en Barcelona. El Pipo envió a su secretario a la habitación del diestro, pocos minutos antes de una corrida, para que le transmitiese un ultimátum: o El Cordobés aceptaba repartir las ganancias a partes iguales, o habían terminado. El enviado, al ver a El Cordobés vestirse para la corrida, perdió su valor y no se atrevió a formular el ultimátum. Al rato, El Pipo llamó furiosamente por teléfono a la habitación y preguntó a su secretario si le había dado su recado al torero. El Cordobés oyó sus voces irritadas a través del aparato. Arrancó el teléfono de las manos del tembloroso secretario. Entre un torrente de maldiciones andaluzas, Manolo le dijo al rey de los mariscos que era un bandido y que dejase de considerarse apoderado suyo. Cuando hubo terminado, se volvió al secretario de El Pipo.

—¿Quieres ser mi nuevo apoderado? —le preguntó.

El enfurecido Pipo presentó una demanda judicial contra su exrepresentado, reclamándole dieciocho millones de pesetas. Sin embargo, sus años de trato constante con El Pipo habían enseñado algo a El Cordobés sobre las leyes de supervivencia en la jungla taurina en que vivía. Tomó como asesor jurídico a uno de los abogados más prestigiosos de España, Serrano Suñer, cuñado de Franco. Serrano Suñer, indignado por los términos draconianos del contrato de El Pipo con Manolo, hizo reducir las pretensiones de aquél a un millón de pesetas.

Pero no sería ésta la única pretensión de El Pipo que había de fracasar aquel verano. El Pipo erró también en sus agoreros pronósticos de lo que iba a ocurrirle a su torero si no contaba con su mano que le guiase. El Pipo había olvidado que, si su astucia comercial había lanzado al diestro, era el valor y el atractivo brutal de Manolo lo que mantenía fija en éste la mirada del público. Aquella temporada, los éxitos de El Cordobés superaron los que había cosechado bajo la tutela de El Pipo, y, al terminar aquélla, era el diestro más famoso y más bien pagado de España.

El súbito auge del torero andaluz provocó una tormenta emocional en la fiesta brava. Con frecuencia, sus actuaciones terminaban en tumulto. La fuerza pública, que tan a menudo le había perseguido, tenía que defenderle ahora de la histérica adulación de sus entusiastas partidarios. En Valencia, los guardias tuvieron que poner fin a una lucha callejera y llamar a un coche de la Policía para salvarle de la multitud.

Las controversias se cernían sobre su cabeza como nubes de tormenta. Por cada uno de sus histéricos admiradores, parecía tener un iracundo detractor. Su estilo heterodoxo, sus toscos ademanes, su absoluto desprecio a las formas y a la tradición, le valieron tantos enemigos como amigos tenía, y, en alguna ocasión, los gritos de la multitud que corría detrás de él eran más hostiles que amistosos. En Pamplona, ante una irritada y ebria multitud, actuó con desdeñosa indiferencia y provocó una bronca como raras veces se había visto en la vieja plaza de toros navarra. Pero dondequiera que fuese despertaba interés. Los críticos que cinco años antes lamentaban la muerte lenta del toreo, se regocigaban ahora con la resurrección de la fiesta. Fuese cual fuere su técnica, atraía a las multitudes en número siempre creciente y, sobre todo, hacía una cosa: arrimarse más, y más a menudo, al toro, que cualquier otro torero de su tiempo y, quizá, que cualquier otro torero de la historia.

Al ver que proseguía su ascensión, los más poderosos empresarios y apoderados de España empezaron a disputarse la vacante de El Pipo. Sus representantes se deslizaban por los pasillos de los Hoteles donde se alojaba el diestro para murmurarle al oído la última proposición de sus respectivos patronos. Y el inculto joven sólo hacía una pregunta a los representantes de los hombres que antaño le habían ahuyentado de la puerta de sus plazas: «¿Cuánto?»

La mejor respuesta se la dio, en febrero de 1963, un desabrido empresario vasco, Pablo Chopera. Le garantizaba quinientas veinticinco mil pesetas por corrida, extraordinaria cifra que convertía al inculto huérfano en el torero mejor pagado de la historia.

Así, pues, la solitaria figura que se erguía hoy en el centro del ruedo de Las Ventas lo tenía todo. Viajaba en un Mercedes blanco, uno de los tres que tenía, conducido de plaza en plaza por Andrés Jurado, el hombre que, en la plaza de Córdoba, había hecho el juramento de que no se perdería ninguna de sus corridas. El setenta y cinco por ciento de las postales vendidas aquel año en las puertas de las plazas de toros de España llevaban su retrato. Podía, según había prometido al renuente sastre de Córdoba, tirar el traje de luces después de cada corrida. Pero, sobre todo, se había cumplido ya la remota profecía de Rafael Sánchez
El Pipo
: las pesetas ganadas a raudales por el escurridizo fantasma de los campos fluían a millones en las arcas de los Bancos de Córdoba y de Madrid. Trazando con dificultad las únicas palabras que sabía escribir, torpes rasgos que le había enseñado un cura de Salamanca, Manolo había empezado a firmar cheques para invertir su fortuna en los únicos bienes que podía codiciar su mentalidad campesina: tierras pardas y rocas.

Ahora podía robar naranjas de sus propios árboles y lidiar sus propios toros en los remotos rincones de sus vastas haciendas. Era dueño de quince mil olivos en Jaén y poseía otra finca de mil doscientas hectáreas en la falda de la Sierra, entre Córdoba y Palma. Allí criaba sus propios toros de lidia, y, cuando enviaba estas reses a las poblaciones de cuya cárcel había sido huésped, podía leer su nombre en las paredes de las plazas precedido de un tratamiento honorífico: «Don Manuel Benítez». Aconsejado por un número creciente de asesores financieros, hizo también otras inversiones: un garaje para cien coches, tres casas de pisos en Madrid y más de cien clases diferentes de acciones y obligaciones.

Sin embargo, ninguna de estas inversiones era tan simbólica como la adquisición de un pedazo de tierra en las montañas del norte de la ciudad cuyo nombre había adoptado. Allí, en un bosquecillo de encinas y olivos, se alzaban las ennegrecidas ruinas de una antigua casa de campo. Avanzadilla nacional en el verano de 1936, había servido breve tiempo como cuartel de la Guardia Civil y, al ser abandonada, de redil a un pastor solitario y su rebaño. Una noche tormentosa, en los tiempos de sus correrías, Manuel Benítez y Juan Horillo habían llamado a la puerta de aquella ruina. El viejo pastor, en vez de echarlos de allí, les había invitado a entrar, dándoles un poco de leche para beber y dejando que secaran sus ropas junto al fuego.

A la mañana siguiente, en el momento de partir, Manolo prometió al viejo pastor que un día, como fuese rico y famoso, volvería para comprar aquellas ruinas y edificar allí su casa. El viejo pastor y su rebaño habían desaparecido hacía tiempo, pero Manolo cumplió su palabra.

Compró aquella ruina y, mientras recorría España, yendo de plaza en plaza, un ejército de obreros transformó aquella ruina en una mansión completa, pintada de blanco y de rosa, con su propia placita, sus caballerizas y, en la vertiente donde antaño triscaban las ovejas del pastor, una enorme piscina. En el portal, junto a la imagen de un sombrero cordobés de ala ancha, que se había convertido en el símbolo de Manolo, podían leerse estas palabras: «Hacienda Manuel Benítez
El Cordobés
», plasmación en hierro forjado de lo que en noches lejanas soñara un niño que temblaba de frío.

La fama del dueño de esta hacienda se había extendido allende las fronteras de España. Había celebrado las que se dijo más extraordinarias series de corridas vistas en muchos años en todo México, y había toreado en Francia, Perú, en Venezuela y Ecuador. Sus triunfos le habían costado caros. Siete veces, en 1963, había visitado el quirófano. En dos ocasiones, en Barcelona y Valencia, las cornadas habían sido graves, y en otra de ellas, en Granada, había estado a punto de perder la vida. Aquel verano, consumió nueve litros de sangre en transfusiones que le fueron hechas, y perdió cuarenta y siete corridas por encontrarse en un lecho de hospital.

Y ahora, en la soledad y el silencio de su comedor, el hombre que había impulsado a El Cordobés hacia la cumbre que ocupaba, se disponía a observar la consagración final de todos sus esfuerzos. El sucio y maloliente torerillo a quien El Pipo había llevado a Salamanca a lidiar unas cuantas vaquillas, iba ahora a matar un toro de media tonelada y de cinco años en el coso más importante del mundo. También El Pipo había leído una advertencia en los ávidos cuernos de
Impulsivo
, y, olvidando el resentimiento que sentía, se hizo eco del consejo del ganadero.

—Mátalo, Manolo —murmuró entre dientes—. ¡Mátalo, por el amor de Dios!

Impulsivo
embistió una vez más, embarcado en la flámula. Juntos los pies, diestramente extendido el brazo izquierdo, Manolo le dio un natural, y el pitón izquierdo de la res pasó casi rozándole el muslo. Ninguna advertencia
in extremis
, ninguna exhortación a la prudencia hubieran podido detenerle. En aquel momento, según recordó más tarde, se sentía «locamente feliz». Estaba hipnotizado por su propio éxito frente a la res, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera la gloriosa y embriagadora sensación de poderío que le transmitía cada muletazo. Giró sobre los talones, se apartó los mechones de la frente con una sacudida de la cabeza, y volvió a agitar el engaño. Y, una vez más, con un mágico movimiento de muñeca en el último momento, obligó al toro a enmendar el viaje dirigido hacia su cuerpo.

Paco y Pepín le pidieron a gritos que acabase de una vez. En los graderíos, un hondo rumor de angustia subrayaba cada uno de sus pases, como si cada espectador sintiese en su propio cuerpo el cosquilleo enervante del pitón. Ante los aparatos de televisión, millones de personas dejaron de hablar, de beber, de gritar, reducidos al silencio por la dramática belleza del sugestivo y emocionante ballet de El Cordobés. Con el pesado estoque empuñado con la diestra, y sujetando con la zurda la muleta manchada de sangre, El Cordobés inició el tercer pase natural. Esta vez, hipnotizado por la flámula,
Impulsivo
siguió como cosido a sus pliegues. Hombre y animal se fundieron en un extraordinario pase en redondo que hizo girar a
Impulsivo
en un círculo cada vez más apretado alrededor de los pies de El Cordobés. Como el eje de una rueda, el diestro dio una vuelta completa sobre sí mismo, luchando por dominar al bicho cuyos jadeantes costillares le rozaban los muslos. Rugía ya la multitud cuando el toro inició un segundo círculo, más cerrado aún. Confiadamente al principio, después con ansiedad y, finalmente, con franco temor, el torero agitó la muleta para alejar al animal, para librarse de su cerco. No lo logró.

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