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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (68 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Al rodar el toro, un fuerte griterío se elevó en las gradas donde fijara aquél su última mirada. Y surgieron oleadas de pañuelos blancos pidiendo las orejas para el diestro que yacía inconsciente en una mesa de operaciones, mientras un cirujano luchaba por salvar su vida.

Los hábiles dedos del doctor Máximo de la Torre penetraron, con rápidos y seguros movimientos, en el muslo de Manuel Benítez. Lo primero que hizo el cirujano fue aplicar al herido una inyección antitetánica. Inmediatamente después, dio una orden al anestesista. No podía esperar a que un anestésico lento hiciese su efecto. La herida era demasiado grave para esto. Por consiguiente, prescribió una inyección endovenosa de pentotal sódico.

Ahora, mientras sus dedos se hundían más y más en el muslo de El Cordobés, el doctor De la Torre advirtió una contracción de dolor en el rostro del semiinconsciente torero. Y se estremeció al observarlo. Pero no podía esperar. Sus dedos palpaban ya los destrozos causados por el pitón de
Impulsivo
: una larga serie de nervios rotos, de tejidos perforados, de músculos desgarrados. Y, sobre todo, había un enorme coágulo de sangre que el médico empezó a reseguir con los sensibles pulpejos de sus dedos, mientras el rostro de Manolo volvía a contraerse de dolor. En el centro de aquel coágulo estaba el vaso que buscaba el doctor De la Torre, el vaso de cuya conservación dependía la vida de Manuel Benítez: la arteria femoral. Con tenso semblante, el médico pasó los dedos por el tubo purpúreo. Los vasos colaterales y los nervios estaban todos ellos desgarrados. Siguió palpando. Por fin, una expresión de alivio se pintó en su rostro. La femoral estaba intacta. El pitón de
Impulsivo
no había alcanzado, por cinco milímetros, la arteria vital.

El médico retiró la mano. El orificio practicado por el asta del toro en la carne del matador tenía veinte centímetros de profundidad. Con un aspirador eléctrico, absorbió la sangre que brotaba de la herida. Después, con hábiles golpes de bisturí, abrió los dos extremos de la herida para asegurarse de que ninguna trayectoria del pitón había escapado a la busca de sus dedos. Poco a poco, resiguió las trayectorias conocidas, limpiándolas de materias extrañas. La búsqueda resultó fructífera. A los pocos momentos, había sobre la blanca sábana varios fragmentos de seda, unas astillas del cuerno de
Impulsivo
e incluso un hilo de oro del traje de luces de Manolo.

De pronto, una voz alarmada murmuró algo al oído del doctor De la Torre: la presión sanguínea del paciente estaba bajando.

«¡Sangre!», ordenó el doctor, y un torrente de rojo líquido donado por un aficionado anónimo empezó a fluir desde uno de los frascos a las venas del torero.

Pacientemente, el doctor De la Torre comenzó a reparar los daños causados por el pitón de
Impulsivo
. Un calor húmedo invadía la sala de operaciones. Gotas de sudor se formaban en la frente del médico y de sus ayudantes y pegaban las blancas mascarillas a sus rostros. Los únicos ruidos que se oían en la estancia eran la desigual respiración del torero y las intermitentes órdenes del cirujano, pidiendo un instrumento o preguntando por el pulso o la presión sanguínea del paciente. La hemorragia no cedía a los esfuerzos del médico por ligar, uno a uno, los vasos secundarios de la arteria femoral. El segundo frasco de sangre empezó a pasar al cuerpo del torero. Temeroso de que El Cordobés cayese en un profundo shock o en un coma definitivo, el doctor De la Torre preguntaba cada vez con mayor frecuencia por su pulso y su presión.

Al cabo de setenta minutos dio por terminada su labor. Las probabilidades de salvación del paciente estaban ahora en su propia capacidad de resistir el shock que entraña siempre una grave cornada. La luz intermitente de una ambulancia se abrió paso entre la multitud agolpada frente a la puerta de la enfermería. Al ser trasladado a aquélla el cuerpo inconsciente de Manolo, un hombre se acercó corriendo y depositó un objeto sobre la camilla. Paco Ruiz no podía consentir que su torero saliese de aquella plaza, para entrar en la cual había tenido que hacer tantos esfuerzos y sacrificios, sin llevarse el trofeo otorgado por el público que había venido a conquistar: la oreja del toro
Impulsivo
.

Al alejarse la ambulancia, el doctor Máximo de la Torre, que daba muestras de cansancio, salió a la puerta de la enfermería. Llevaba en la mano un pedazo de papel en el que acababa de escribir tres palabras: su pronóstico sobre el estado de Manuel Benítez. Con grave semblante, tendió el papel a los periodistas agrupados junto a la puerta. Decía: «Pronóstico: muy grave».

Millares de ansiosos madrileños llenaban las aceras a lo largo del breve trayecto que había de seguir la ambulancia para llegar al Sanatorio de Toreros. Un escuadrón de Policía montada tuvo que abrirle paso entre la multitud que se acumulaba frente a las puertas de la plaza. Desde el techo de un autobús, una cámara de televisión registraba la escena para millones de españoles que seguían observando la pequeña pantalla de sus aparatos. Con su luz parpadeante, y tocando la sirena, la ambulancia salió de Las Ventas en dirección al Sanatorio, confirmando la jactanciosa predicción de El Cordobés de que saldría de la plaza a hombros o en camilla.

La vista de un hombre que ha entrado en la plaza con el destello de su traje de luces y sale de ella inconsciente y en una ambulancia, constituye siempre un triste espectáculo. Pero hoy había otro motivo de aflicción, pues el hombre que iba en la ambulancia era algo más que un torero famoso y capaz de despertar emociones que pocos hombres habían podido provocar en la fiesta brava. Para centenares de hombres y mujeres, El Cordobés era la prolongación del mito creado por El Pipo sobre su figura en aquel verano loco de 1960, el símbolo del éxito perseguido por los pobres y oprimidos de muchas ciudades y pueblos españoles. Era, para muchos, el producto de una España nueva, de una nación que empezaba a sentir, incluso en el severo ritual de su fiesta nacional, el excitante hálito de un cambio. Y así como sus triunfos eran triunfos para ellos, también sufrían con sus sufrimientos. El hecho de que, aquella tarde de mayo, saliese por las puertas de la catedral del toreo, no a hombros de sus admiradores, sino en una ambulancia, era algo más que un drama taurino. Era una tragedia que se dejaba sentir en sus propias vidas.

Protegida por un cordón de policías, la ambulancia se detuvo ante la verde verja de hierro forjado del Sanatorio de Toreros. Al ser sacada la camilla en que yacía el inconsciente torero, se hizo un profundo silencio entre la multitud que rodeaba la entrada del Sanatorio. Brillaron los
flashes
y unas cuantas voces murmuraron: «Suerte, Manolo». Y entonces, con los cabellos en desorden y la cara inmovilizada en una mueca de dolor, El Cordobés entró en el Sanatorio que, cinco años y cinco meses antes, se había negado a admitirle.

Una respetuosa guardia de honor se hallaba formada en los pasillos al paso de la camilla. Con sus pijamas a rayas, en sillas de ruedas, apoyándose en muletas o sostenidos por las enfermeras, los pacientes del Sanatorio, parte de las doscientas diecisiete víctimas de la fiesta ingresadas en él aquella temporada, observaron el paso del miembro más ilustre de su hermandad.

Robustiano Fernández, todavía aturdido por el shock de la operación que le había costado una pierna, oyó el barullo formado en el pasillo. Incorporándose sobre un codo vio pasar ante su puerta la figura yacente de El Cordobés. La pequeña comitiva se detuvo tres puertas más allá. Y, en la habitación número 9 del segundo piso del Sanatorio de Toreros, Manuel Benítez comenzó su lucha por recobrarse de la brutal herida sufrida en el muslo.

En la calle, era cada vez más numerosa la multitud que rodeaba el Sanatorio. Unos maletillas trataron de escalar la verja de hierro. Dos de ellos lograron introducirse en un macabro escondrijo, el depósito de cadáveres, en sus esfuerzos por ver de refilón a su héroe herido. Una horda de periodistas, fotógrafos, operadores de televisión y reporteros de radio bloqueaban todas las salidas del benéfico establecimiento. No pudiendo encontrar temas mejores, empezaron a fotografiar el traje de luces manchado de sangre y las enfangadas zapatillas de El Cordobés, como si de reliquias se tratara. El telefonista del hospital, un torero que se había visto obligado a abandonar los ruedos a causa de una tremenda cornada sufrida en Caracas, tuvo que pedir refuerzos a la Policía para contener a la muchedumbre. Y pronto empezó un desfile de automóviles de visitantes distinguidos: otros toreros, artistas, el alcalde de Madrid, el jefe de Policía, propietarios de periódicos, celebridades de toda clase, que preguntaban ansiosamente por el diestro herido. Llegaron docenas de telegramas; después, centenares; después, millares.

Ante la puerta del cuarto del diestro, guardada por dos rudos enfermeros, empezaron a reunirse sus parientes y sus más íntimos amigos: Paco y Pepín, ambos llorando en silencio; Carmela y Encarna, sus dos hermanas;
Chopera
, el apoderado que había negociado el fabuloso contrato de Las Ventas.

Pero la multitud no se agolpaba únicamente ante la verja del Sanatorio de Toreros. En las Ramblas de Barcelona, bajo los arcos de la Plaza Mayor de Salamanca, en Sevilla, la gente esperaba con ansiedad la noticia de la radio. En Córdoba, las iglesias se llenaron de gente que acudía a rezar por el joven que había adoptado por suya la ciudad. La pequeña capilla de los Carmelitas estaba rebosante de mujeres que rezaban el rosario ante una imagen particularmente venerada por los toreros de Córdoba, una imagen de Cristo cayendo bajo el peso de la cruz en el camino del Gólgota. En Lima, en Caracas y en México, las emisoras de radio interrumpieron sus programas para dar noticias sobre la cogida del diestro.

Poco después de medianoche, un rumor circuló entre la multitud que esperaba en la calle: El Cordobés había muerto. Y un profundo silencio interrumpió las conversaciones, seguido de un murmullo de alivio en cuanto se desmintió el rumor.

Al poco rato, una voz débil empezó a murmurar en la habitación número 9. Febril y aturdido, El Cordobés recobraba el conocimiento.

—Agua, dadme agua— pidió.

Después llamó a Paco Ruiz y, al reconocer a su subalterno inclinado sobre su lecho, murmuró:

—¿Ha muerto el toro?

Paco asintió con la cabeza. Después sacó de un bolsillo el objeto que había retirado de la camilla del diestro.

—Manolo —dijo, mostrándoselo—, aquí tienes la oreja.

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