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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (72 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Angelita Benítez se ha trasladado desde la primavera a una nueva casa, la segunda que le ha comprado su hermano torero. Todo Palma del Río la llama la casa de El Cordobés. Para Angelita, la vida ha cambiado muy poco desde aquella tarde en que su hermano cumplió su promesa y la sacó de su cuchitril. Nunca ha estado en Madrid, y no es probable que vaya. En cambio, su hijo mayor no seguirá sus pasos, ni gastará las fuerzas, como su abuelo, en los campos de don Félix Moreno. Ha estudiado para trabajar en las empresas de su tío millonario. Es perito mercantil. Angelita se pasa todo el día lavando, limpiando, cocinando, barriendo, siguiendo en su nueva vida una rutina de la que no puede prescindir. Pero, no muy hundido bajo la superficie de la personalidad de Angelita, hay un oscuro pozo de amargos recuerdos.

«Nadie quería saber de nosotros cuando éramos pobres y pasábamos hambre —suele decir—. Ahora que él es rico y famoso, los mismos que no se hubieran dignado escupirnos se dicen amigos nuestros». Todos los días acuden pedigüeños a su puerta: un par de mujeres hambrientas, un hombre que pide cincuenta mil pesetas para una operación, porque es un aficionado…

Pero sus verdaderas preocupaciones son las que la asaltan por la noche, cuando la oscuridad ha hecho enmudecer a los pájaros que anidan en los tejados de Palma del Río. Entonces invoca a la Patrona y le suplica, como viene haciendo desde hace años, que aparte definitivamente a su hermano de los toros, que haga cesar la amenaza que pesa sobre sus hombros desde aquel día en que él prometió comprarle una casa o que se vestiría de luto.

No lejos de allí, en una vivienda más modesta de un nuevo bloque de apartamentos de la calle de Averroes, otra mujer piensa también a menudo en El Cordobés. En una habitación del piso, Anita Sánchez corta y cose vestidos para las jóvenes de Palma, con ayuda de la máquina de coser que le compró el torero. Es una muchacha reposada, triste, callada y todavía muy atractiva.

«Cuando ahora hablo de Manolo —dice—, todo me parece un sueño. Ni siquiera me reconozco cuando hablo de esto. Odio esta pequeña población —añade—. Me ahogo en ella. Me gustaría ir a Madrid, a Barcelona, a cualquier parte, y empezar una nueva vida».

Porque en la pequeña y cerrada comunidad donde mora es una mujer marcada. Fue novia de El Cordobés, y los hombres con quienes podría casarse la miran y pasan de largo.

Juan Horillo está casado y es padre de tres hijos. Vive en un piso que le compró Manolo en un nuevo barrio de Palma del Río. Pero, de mayor, sigue siendo lo que era de chico, un muchacho de los campos, alegre, despreocupado, incapaz de someterse a ninguna forma de disciplina. En ocasiones, desaparece durante días e incluso durante semanas. Trabaja cuando le apetece o cuando necesita dinero. Cuando no, hace lo que le viene en gana. El día en que había de firmar los documentos de compra de la casa que le ofrecía Manolo, no se presentó en el lugar de la reunión. Había encontrado por el camino a una mujer que le ofreció unas migas y se había pasado todo el día con ella. Cuando Manolo le preguntó, furioso, dónde había estado, le respondió: «Hombre, ayer no era día para comprar una casa. Era día de comer migas».

Manolo intentó convertir a Horillo en administrador de su primera finca. Pero la indiferencia de éste en lo tocante a sus responsabilidades fue excesiva incluso para el carácter poco exigente de Manolo. Ahora, cuando Horillo necesita dinero, lo gana hinchando neumáticos de los coches de los turistas que pasan por la ciudad de los califas. A veces, el millonario y el mozo de la estación de servicio salen juntos en un Mercedes del torero y surcan las carreteras que recorrían a pie en su adolescencia. En ocasiones, se detienen y, con una acción absurda, tratan de resucitar el entusiasmo de aquellos días en que eran amigos inseparables. Penetran en los campos y roban un saco de naranjas.

El anciano sacerdote don Carlos Sánchez sigue donde ha estado desde hace treinta años, en la sacristía de Nuestra Señora de la Asunción, administrando calladamente su parroquia, registrando con su fina y laboriosa caligrafía la historia esquemática de la existencia de un pueblo: los nacimientos, las bodas y las defunciones de otra generación de palmeños.

No muy lejos de la iglesia, el bar de Charneca permanece triunfalmente inmutable, tan sucio y bullicioso como siempre; su dueño, un poco más gordo, sigue firmemente aposentado en su trono vitalicio, el de primer aficionado de Palma del Río.

Don Félix Moreno, el implacable ganadero, reposa en el mausoleo familiar del cementerio de San Juan Bautista, a unos metros de la fosa común en donde duermen su último sueño los que, durante la guerra civil, pagaron con su vida el crimen de haber saciado su hambre comiendo la carne de sus célebres toros de raza Saltillo.

Físicamente, pocas cosas parecen haber cambiado en Palma desde el día en que Manuel Benítez fue expulsado de su recinto. Una nueva escuela de oficios manuales, un ladrillar, bloques de casas de apartamentos que se elevan a uno de los lados de la población y cuyas blancas formas rectangulares parecen mirar desde lo alto los bajos y antiguos edificios que flanquean sus animadas calles. La gran hacienda de don Félix Moreno ha sido dividida entre sus hijos. Pero las campanas de Nuestra Señora de la Asunción siguen tocando a difuntos cada vez que muere un palmeño, y al pie de las murallas morunas los niños siguen jugando a toreros, y los ancianos dormitando bajo la caricia del sol. Un coche forastero sigue llamando la atención de la gente, y las calcinadas iglesias de Palma permanecen como tétrico y mudo testimonio de un pasado violento.

Pero estos signos son engañosos. Palma del Río ha experimentado cambios y son pocos los aspectos de la vida de la población en que aquéllos no se manifiestan. Las fangosas calles de 1945 están ahora pavimentadas. Todos los vecinos tienen luz eléctrica. El progreso obligó pronto a Miguel y Antonio, los aguadores de la calle de Belén, a buscarse un nuevo oficio. Todas las casas de Palma del Río tienen agua corriente.

Pero el cambio más significativo es el producido en los campos del valle del río, más allá de las murallas moriscas de Palma. Por fin han desaparecido los molinos árabes que regaron aquellos campos desde los tiempos de los califas hasta la guerra civil. Ahora, un importante sistema de irrigación ha convertido los campos en fértil llanura, como no la hubiera soñado la culta imaginación de don Félix Moreno. Doce mil hectáreas de terreno son regadas por aquel sistema, y, gracias principalmente a él, las tierras de cultivo de Palma se han multiplicado por diez desde que terminó la guerra.

Los naranjales, que hace veinte años bastaban apenas para satisfacer las necesidades del pueblo y los ávidos dedos de Manuel Benítez, producen actualmente treinta mil toneladas de fruto al año, y las naranjas de Palma del Río se venden en los mercados de París, de Amsterdam y de Frankfurt. Los campos que solían pisar las alpargatas de Manuel Benítez son ahora un mar blanco de algodón, y los toros han tenido que buscarse más lejanos y áridos pastizales. Centenares de camiones transportan anualmente el algodón, nueva riqueza del valle del río, a las fábricas de hilados y tejidos de Cataluña. Cada vez se ven más tractores ruidosos, en vez de las yuntas de bueyes que recorrían el valle. En una de las principales fincas de don Félix, explotada hoy por uno de sus hijos, nueve tractores, dos segadoras mecánicas, una enfardadora de algodón, seis mulos y cuarenta hombres hacen el mismo trabajo que realizaban, en 1940, setenta bueyes, treinta mulos y doscientos diez trabajadores, y produce cuatro veces más.

Sin embargo, el cambio más importante ha sido de orden social. Palma sigue dominada por cinco grandes familias, los herederos de don Félix y de los terratenientes de antes de la guerra. Pero, desde 1958, se ha desarrollado una clase media social y numéricamente importante. Está constituida por nuevos y pequeños cultivadores instalados por el Gobierno en las nuevas tierras de regadío, obreros especializados, mecánicos, comerciantes, empleados de oficinas, capataces y directores de las cooperativas de la naranja y el algodón.

Todavía existe la Bolsa del trabajo, donde la generación del padre de Manuel Benítez iba a suplicar la limosna de un jornal; pero la irrigación de las tierras ha reducido la temporada de desempleo, y los peones del campo ganan ahora cincuenta veces más de lo que ganaban los chicos Benítez en los campos de don Félix hace sólo dos décadas.

También han surgido nuevas actividades económicas, consecuencia natural de los primeros pasos de Palma hacia la prosperidad. Aquella primavera en que El Cordobés se puso su primer traje de luces, no había en Palma del Río un solo poste de gasolina. Actualmente hay más de diez. En 1936, el parque automovilístico de la población se componía de dos taxis y un puñado de coches; hoy tiene mil motocicletas y velomotores, mil quinientos coches de turismo y cuatrocientos camiones. En 1958, el principal comercio de motos de la población vendió una máquina; el año pasado, vendió doscientas.

El pueblo que presenció la cornada de
Impulsivo
a El Cordobés en menos de doce aparatos de televisión, tiene ahora dos mil antenas invadiendo los dominios de las aves que anidan en sus tejados. La choza más pobre de Palma disfruta ahora de un aparato doméstico desconocido una generación atrás: la plancha eléctrica, que ha desterrado las viejas planchas de hierro calentadas en el fogón de la cocina. Los cochecitos infantiles, quince años ha privilegio de los ricos, llenan ahora las calles del pueblo. En invierno, los palmeños siguen sentándose alrededor de los braseros de sus mesas camilla; pero ahora es a menudo una estufa eléctrica la que arde debajo de la manta de la mesa para que los habitantes de la casa se calienten las manos y los pies. Rara es la muchacha de Palma que no tenga un armario ropero, una mesa y un juego de sillas para aportar como dote al matrimonio. Y, como símbolo de su naciente prosperidad, Palma tiene ahora tiendas de juguetes. En sus escaparates, se exhibe un objeto de lujo, un juguete que vale lo que ganaba el padre de Manuel Benítez en ciento cincuenta días de trabajo: una muñeca que llora y cierra los ojos; cuesta dos mil pesetas.

Todavía no puede decirse que los frutos de este cambio hayan convertido en paraíso la tierra cruel que obligó a Manuel Benítez, y a muchos otros antes que a él, a buscar la salvación plantándose ante los pitones de un toro. Relativamente, Palma ha prosperado mucho en dos décadas. Pero Palma salió casi de la nada, y la distancia que la separa de sus vecinos del norte de España sigue siendo muy considerable.

Todavía hay pobreza en Palma del Río; todavía existen cuchitriles, dentro del recinto de sus murallas moriscas, cuyos moradores saben lo que es el hambre. Pero hay mucha menos pobreza que cuando Manuel Benítez robaba naranjas para alimentar a su familia, y poco a poco van desapareciendo los antros de miseria de donde salieron los Belmonte, los Manolete y los Cordobés.

Los cambios experimentados por Palma desde aquel día en que Manuel Benítez se dirigió avergonzado a la estación son un débil reflejo de la transformación gigantesca producida en toda España en el mismo período.

Un helado viento invernal barrió la triste llanura de Castilla. Las aves migratorias volaron hacia el Sur bajo un cielo cubierto de nubes de nieve. La riada de coches de los millones de turistas del año había vuelto a cruzar los Pirineos dejando detrás de ellos millones de pesetas y el recuerdo de un paraíso tostado por el sol. El invierno había vaciado España.

Un extraño silencio y una extraña soledad envolvieron las torres de cemento de las plazas donde unos hombres gallardos y en traje de luces se habían pasado una temporada al sol, matando toros de distinto pelaje ante ruidosas muchedumbres. La fiesta brava, como el resto de la industria turística española, se había echado a descansar, haciendo tiempo para una nueva temporada.

Y, sin embargo, en las frías carreteras de Castilla, en los techos batidos por el viento de los bamboleantes vehículos de transporte, una horda de harapientos maletillas convergían hacia el recinto de ladrillos de la segunda plaza de toros de Madrid, para reunirse en un congreso extraordinario, el congreso de los maletillas de España. Llegaron cien, doscientos, mil. Su edad oscilaba entre los catorce y los cuarenta y dos años; había enanos y gigantes, soberbios atletas y casi tullidos. Llevaban apodos tan chocantes como Platanito, El Faraón gitano y El Desesperado. Pero tenían una cosa en común: eran pobres, desesperadamente pobres. Por cada muchacho de Barcelona, había diez de Andalucía; por cada bilbaíno, una docena de extremeños.

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