Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón (35 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón
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—¿Estáis preparados? —preguntó Sá.

—Sí —respondió Kemal de inmediato.

—Preparado —dijo Hunahpu.

—Estoy preparada —dijo Diko.

—¿Los veis? —preguntó Sá, dirigiéndose en este caso a Tagiri y a los otros tres observadores que estaban en posición. Todos confirmaron que los viajeros parecían en buena postura.

—Cuando estés lista, Tagiri —dijo Sá.

Tagiri vaciló sólo un instante. «Voy a matarlos a todos para que todos puedan vivir —se recordó—. Ellos lo eligieron, tanto como puede elegir alguien que tiene una comprensión imperfecta. Desde el nacimiento todos estamos condenados a morir, por eso es bueno que al menos podamos estar seguros de que nuestra muerte de hoy trae consigo un buen fin: la posibilidad de llevar al mundo a un lugar mejor.» Esta letanía de justificación pasó rápidamente y una vez más Tagiri se quedó con el dolor que la había roído durante las semanas, los años del proyecto.

Durante un fugaz instante deseó no haberse unido nunca a Vigilancia del Pasado, para así no tener que enfrentarse a este momento, para que no fuera su mano la que liberara el interruptor.

«¿Y quién si no? —se preguntó—. ¿Quién podría soportar esta responsabilidad, si yo no puedo hacerlo? Todos los esclavos esperaban que les trajera la libertad. Todos los niños no nacidos de incontables generaciones de humanidad esperaban que los salvara de la marchita muerte del mundo. Diko esperaba que la enviara a la gran obra de su vida.»

Agarró la palanca.

—Os amo —dijo—. Os amo a todos.

10. LLEGADAS

10

LLEGADAS

¿D
ijo el Señor que Cristóforo sería el primero en ver la nueva tierra? Si lo hizo, entonces la profecía debía cumplirse. Pero si no lo hizo, entonces Cristóforo podía permitir que Rodrigo de Triana reclamara el honor de haber sido el primero en avistar tierra. ¿Por qué no lograba recordar las palabras exactas que le había dicho el Señor? Era el momento más importante en su vida hasta entonces, y las palabras se le escapaban por completo.

Pero no había ningún error. A la luz de la luna que se filtraba a través de las nubes, todo el mundo pudo ver la tierra; Rodrigo de Triana con su vista de lince la había vislumbrado por primera vez hacía una hora, a las dos de la madrugada, cuando no era más que una sombra de distinto color en el horizonte occidental. Los otros marineros se habían congregado a su alrededor, ofreciéndole sus felicitaciones y recordándole alegremente sus deudas, reales e imaginarias. No era de extrañar, pues se había prometido al primero en avistar tierra una renta vitalicia de diez mil maravedíes al año. Era suficiente para mantener una bella casa con criados; aquello haría de Triana un caballero.

¿Pero qué era, entonces, lo que Cristóforo había visto antes, a las diez de la noche? La tierra debía estar también cerca, apenas cuatro horas antes de que de Triana la viera. Cristóforo había visto una luz, moviéndose arriba y abajo, como haciéndole señales, como llamándole para que continuara. Dios le había mostrado tierra, y si quería que se cumpliera la palabra del Señor, debía reclamarla.

—Lo siento, Rodrigo —dijo Cristóforo desde su puesto junto al timón—. Pero la tierra que ahora veis es sin duda la misma que yo vi a las diez.

El silencio se apoderó del grupo.

—Don Pedro Gutiérrez vino a mi vera cuando le llamé —dijo Cristóforo—. Don Pedro, ¿qué vimos ambos?

—Una luz —contestó Don Pedro—. A poniente, donde ahora se extiende tierra.

Era el mayordomo del rey... o, por decirlo claramente, el espía de Fernando. Todo el mundo sabía que no era amigo de Colón. Sin embargo, para los marineros, todos los caballeros eran conspiradores contra ellos, como ciertamente parecía en esta ocasión.

—Fui yo quien gritó «tierra» antes que nadie —dijo De Triana—. Vos no disteis señal alguna, Don Cristóbal.

—Admito que dudé —dijo Cristóforo—. El mar estaba encrespado y dudé que la tierra pudiera hallarse tan cerca. Me convencí de que no era posible y por eso no dije nada porque no quería levantar falsas esperanzas. Pero Don Pedro es mi testigo de que la vi y ahora todos comprobamos que es verdad.

De Triana se enfureció ante lo que parecía un claro robo.

—Todas estas horas me he quemado los ojos mirando hacia poniente. Una luz en el cielo no es tierra. ¡Nadie vio tierra antes que yo, nadie!

Sánchez, el inspector real (el representante oficial del rey y el veedor del viaje) habló inmediatamente. Su voz recorrió la cubierta.

—Ya basta. En el viaje del rey, ¿se atreve alguien a cuestionar la palabra de su almirante?

Era una osadía por su parte, pues el título de Almirante de la Mar Océano sólo le pertenecería a Colón si llegaba a Cipango y regresaba a España. Y Cristóforo sabía bien que la noche anterior, cuando Don Pedro afirmó que veía la misma luz, Sánchez había insistido en que no había luz ninguna, que no había nada a poniente. Si alguien dudaba de que Cristóforo había sido el primero en avistar tierra, ése era Sánchez. Sin embargo, había apoyado si no el testimonio de Colón, sí su autoridad.

Eso sería suficiente.

—Rodrigo, vuestros ojos son sin duda agudos —dijo Cristóforo—. Si alguien en la costa no hubiera encendido una luz (una antorcha, o una fogata), yo no habría visto nada. Pero Dios guió mis ojos hacia la costa por esa luz y vos simplemente confirmáis lo que Dios ya me había mostrado.

Los hombres guardaban silencio, pero Cristóforo sabía que no estaban contentos.

Un momento antes se alegraban del súbito enriquecimiento de uno de los suyos; como de costumbre veían que arrancaban la recompensa de las manos del plebeyo. Asumirían, por supuesto, que Cristóforo y Don Pedro mentían, que actuaban por codicia. No comprenderían que iba en misión divina y que sabía que Dios le daría riquezas de sobra sin tener que quitárselas al marino común. Pero Cristóforo no se atrevía a dejar de cumplir las instrucciones del Señor en cada caso concreto. Si Dios le había ordenado que fuera el primero en volver los ojos hacia los lejanos reinos del Oriente, entonces Cristóforo no incumpliría la voluntad de Dios en esto, ni siquiera por simpatía hacia De Triana. Ni podría compartir con él a partes iguales la recompensa, pues correría la voz y la gente asumiría que lo que le hizo dar el dinero no fue la piedad y la compasión sino más bien la culpa. Su reclamación de haber visto tierra debía quedar indiscutida para siempre, no fuera que la voluntad de Dios fuera deshecha. En cuanto a Rodrigo de Triana, Dios sin duda le proporcionaría una compensación por su pérdida.

Habría sido agradable si, ahora que tantos esfuerzos estaban a punto de dar sus frutos, Dios dejara que algo fuera sencillo.

Ninguna medida es exacta. Se suponía que el campo temporal habría de formar una esfera perfecta que envolviera exactamente el interior de la semiesfera, enviando al pasajero y su equipo atrás en el tiempo mientras dejaba en el futuro el cuenco de metal. En cambio, Hunahpu se encontró meciéndose suavemente en una porción del cuenco, un fragmento de metal tan fino que le permitía ver hojas a través de él. Por un momento se preguntó cómo salir, pues un metal tan delgado sin duda tendría un filo capaz de cortarle la piel. Pero entonces el metal se quebró bajo la tensión y cayó en finas virutas al suelo. El equipo se desplomó entre los frágiles fragmentos.

Hunahpu se levantó y caminó torpemente, recogiendo los finos fragmentos con cuidado y apilándolos cerca de la base de un árbol.

Su mayor temor al hacerlo desembarcar era que la esfera de su campo temporal cortara un árbol, haciendo que la parte superior cayera como un ariete sobre Hunahpu y su equipo. Así que lo habían colocado lo más cerca de la playa que pudieron, pero sin correr el riesgo de que cayera en el océano. Pero las medidas no fueron exactas. Un enorme árbol se encontraba a menos de tres metros del borde del campo.

No importaba. No había alcanzado el árbol. El leve error de cálculo en el tamaño del campo había servido al menos para incluir más equipo en vez de cortarlo. Y con suerte se habrían acercado lo suficiente al marco temporal adecuado para que llevara a cabo su misión antes de que llegaran los europeos.

Eran las primeras horas de la mañana y el mayor peligro de Hunahpu sería que lo localizaran demasiado pronto. Habían elegido esta parte de la playa porque apenas era visitada; sólo si hubieran fallado el blanco en varias semanas lo vería alguien. Pero tenía que actuar como si fuera a suceder lo peor. Tenía que ser cuidadoso.

Pronto lo escondió todo entre los matorrales. Se roció de nuevo con repelente de insectos, sólo para asegurarse, y empezó a llevar el material desde la playa hasta el escondite que había seleccionado entre las rocas, un kilómetro tierra adentro. Le ocupó casi todo el día. Entonces descansó, y se permitió el lujo de reflexionar sobre su futuro. «Estoy aquí, en la tierra de mis antepasados, o al menos en un lugar cercano a ella. No hay retirada posible. Si no lo consigo, acabaré siendo un sacrificio a Huitzilipochtli o quizás a algún dios zapoteca. Aunque Diko y Kemal lo consiguieran, su objetivo está a años en el futuro de este lugar en el que yo me encuentro ahora. Estoy solo en este mundo y todo depende de mí. Aunque los otros fracasen, en mi mano está deshacer a Colón. Todo lo que tengo que hacer es convertir a los zapotecas en una gran nación, unirlos a los taráscanos, acelerar el desarrollo de los trabajos con hierro y la construcción de barcos, bloquear a los tlaxcalanos, derrocar a los mexica y preparar a esta gente para una nueva ideología que no incluya los sacrificios humanos. ¿Quién no podría hacer eso?»

Le había parecido tan fácil sobre el papel... Tan lógico, una progresión tan sencilla de un paso al siguiente. Pero entonces sin conocer a nadie en aquel lugar, completamente solo con un equipo realmente patético y que no podía ser reemplazado o sustituido si fallaba...

«Ya basta —se dijo—. Aún tengo unas cuantas horas antes del anochecer. Debo averiguar cuándo he llegado. Tengo una cita a la que acudir.»

Antes de la noche, localizó la aldea zapoteca más cercana, Atetulka, y, como la había observado una y otra vez con el TruSite II, reconoció qué día era a partir de lo que veía hacer a la gente. No había habido ningún error de importancia en el campo temporal, por lo menos en lo referido a la fecha. Había llegado cuando debía y tenía la opción de darse a conocer por la mañana.

Dio un respingo ante la idea de lo que tendría que hacer para prepararse y luego regresó a su escondite. Esperó al jaguar que había observado tantísimas veces, lo derribó con un dardo tranquilizante, luego lo mató y lo despellejó para poder llegar a Atetulka vestido con su piel. No pondrían fácilmente la mano encima de un Hombre Jaguar, sobre todo cuando se identificara con un rey maya del inescrutable inframundo de Xibalba. Los días de la grandeza maya se habían perdido ya en el pasado, pero eran bien recordados de todas formas. Los zapotecas vivían perpetuamente a la sombra de la gran civilización maya de siglos atrás. Los Intervencionistas se habían presentado ante Colón vestidos a la imagen del Dios en el que creía; Hunahpu haría lo mismo. La diferencia era que tendría que vivir con la gente a la que iba a engañar y seguir manipulándola con éxito durante el resto de su vida. Todo esto pareció una idea magnífica en su momento.

Cristóforo no dejó que ninguna de las naves se acercara a tierra hasta el amanecer. Era una costa desconocida y, aunque estaban impacientes por poner de nuevo pie en tierra firme, no tenía sentido arriesgarse a perder un barco cuando podría haber arrecifes o rocas.

La llegada del día demostró que tenía razón. Los bajíos eran peligrosos y sólo gracias a su destreza consiguió Colón guiarlos a la costa. «A ver quién dice ahora que no soy marino —pensó Cristóforo—. ¿Podría haberlo hecho Pinzón mejor que yo?»

Sin embargo, ninguno de los marineros parecía dispuesto a darle crédito por su navegación. Todavía estaban molestos por el asunto de la recompensa de Rodrigo de Triana. Bueno, que rabiaran. Ya habría suficientes recompensas para todos cuando terminara este viaje. ¿No había prometido el Señor todo el oro que pudiera transportar una gran flota? ¿O es que acaso la memoria de Colón había inventando lo que el Señor había dicho?

«¿Por qué no se me permitió escribirlo cuando aún lo tenía fresco en la mente?» Pero se lo habían prohibido, y por eso Cristóforo tenía que confiar en su memoria. Había oro allí, y lo llevaría a casa.

—En esta latitud, sin duda debemos hallarnos en la costa de Cipango —le dijo a Sánchez.

—¿Eso creéis? No imagino una parte de la costa española donde no hubiera signos de habitantes humanos.

—Olvidáis la luz que vimos anoche —dijo Don Pedro.

Sánchez no dijo nada.

—¿Habéis visto alguna vez una tierra tan tupida y verde? —preguntó Don Pedro.

—Dios sonríe sobre este lugar —dijo Cristóforo—, y lo ha entregado a las manos de nuestros reyes cristianos.

Las carabelas se movían lentamente, por miedo a encallar en bajíos desconocidos. Mientras se acercaban a la luminosa playa blanca, unas figuras surgieron de las sombras del bosque.

—¡Hombres! —gritó uno de los marineros.

Y obviamente lo eran, puesto que no tenían otras ropas sino un cordón alrededor de la cintura. Eran oscuros, pero no tanto como los africanos que había visto Cristóforo. Y su pelo era liso, no rizado.

—Nunca había visto antes hombres como ésos —le dijo Sánchez.

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