Olympos (112 page)

Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
12.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo repito durante otro atronador minuto, luego desconecto, agarro a la boquiabierta Helena y la saco del templo de Apolo y la llevo al mercado central.

La gente se congrega y habla, contemplando los diversos altavoces de donde ha surgido mi advertencia, pero nadie parece dispuesto a evacuar la ciudad. Unas cuantas personas salen de los grandes edificios que rodean la plaza central, pero casi nadie corre hacia las puertas Esceas abiertas y el campo, como mi anuncio ordenaba que hicieran todos.

—Mierda —digo.

—Hock-en-bee-rry, estás muy tenso. Ven a mis aposentos y tomaremos vino con miel y...

Tiro de ella para que me siga. Aunque nadie más se dirija a las puertas

abiertas y salga de los edificios, yo voy a hacerlo. Y voy a salvar a Helena lo quiera o no.

Me detengo antes de entrar en la estrecha avenida que se extiende al oeste de la enorme plaza. ¿Qué estoy haciendo? No tengo que correr como un idiota. Sólo tengo que visualizar la Colina de Espinos, más allá de las murallas, y TCear hasta allí...

—Oh, mierda —repito.

Sobre nosotros, horizontal, aparentemente con una anchura de kilómetros, descendiendo veloz, se forma el tipo de Agujero Brana que he visto ya sobre el Olimpo : un círculo rodeado de llamas. A través del Agujero sólo veo cielo oscuro y estrellas.

—¡Maldición!

Decido en el último segundo no teletransportarme: la posibilidad de quedar atrapado en el espacio cuántico cuando el Agujero Brana nos alcance es demasiado grande.

Tiro de la horrorizada Helena para volver al centro de la plaza. Con suerte, estaremos fuera del alcance de las paredes y los edificios cuando caigan.

El anillo de fuego cae a nuestro alrededor, más allá de Ilión, más allá de las colinas circundantes, y se extiende durante al menos tres kilómetros e, inmediatamente después de que caiga, nosotros caemos. La sensación es que toda la antigua ciudad de Troya está en un ascensor al que de pronto le han cortado los cables, y dos segundos después se desata el infierno.

Mucho más tarde, los ingenieros moravec me dirían que toda la ciudad de Ilión cayó literalmente dos metros antes de aterrizar en el suelo de la Tierra actual. Todos los combatientes de la playa (más de ciento cincuenta mil hombres sudando, chillando, luchando) también cayeron de pronto dos metros, y no sobre la suave arena de la playa, sino sobre la roca y los arbustos que habían ocupado el lugar de la arena después de que la costa se retirara casi trescientos metros al oeste.

Para Helena y para mí, que estábamos en la gran plaza de la ciudad, esos últimos minutos de Ilión fueron casi nuestros últimos minutos también.

Fue la torre sin remate cercana a la muralla de la esquina sureste de la plaza (la misma torre dañada y sin remate donde Helena me había apuñalado en el corazón parecía que hiciese años), la que se desplomó sobre los edificios de abajo, colapsándose como la chimenea de una fábrica gigantesca. Se abalanzó directamente contra nosotros mientras nos agazapábamos en la plaza, al descubierto, cerca de la fuente.

Esa fuente nos salvó la vida. La estructura con sus muchos escalones, su estanque y su obelisco central (de no más de tres metros de altura), fue apenas suficiente para desviar los escombros de la torre caída. Nos quedamos tosiendo en medio de una nube de polvo y trozos más pequeños, pero al menos los bloques de piedra más grande se esparcieron por otros lugares del mercado.

Estábamos aturdidos. Las enormes piedras del pavimento de la plaza habían quedado destrozadas por la caída de dos metros. El obelisco de la fuente se inclinaba treinta grados y la fuente misma se había detenido para siempre. Toda la ciudad estaba perdida en una nube de polvo que no se despejó del todo durante más de seis horas. Cuando por fin Helena y yo nos levantamos y empezamos a sacudirnos, tosiendo y tratando de limpiarnos de la nariz y la garganta el terrible polvo blanco, otras personas corrían ya (al azar, llevadas por el pánico, cuando ya era demasiado tarde para huir) mientras que unos pocos habían empezado a cavar entre las ruinas y los escombros, tratando de encontrar y ayudar a otros.

Más de cinco mil personas murieron en la Caída de la Ciudad. La mayoría quedaron atrapados en los edificios más grandes. Tanto el templo de Atenea como el de Apolo se derrumbaron, sus muchas columnas se resquebrajaron y volaron como palillos rotos. El palacio de Paris, ahora hogar de Príamo, era escombros. Ninguno de sus habitantes sobrevivió, excepto Hipsipila, que todavía me estaba buscando por las murallas cuando se desplomó. Muchas personas se hallaban en las murallas oeste y suroeste, que no se derrumbaron por completo, pero se combaron hacia fuera o hacia dentro en muchos puntos y la gente cayó a las rocas de la llanura del Escamandro o a la ciudad y sus escombros. El rey Príamo fue uno de los que murieron de esa forma, así como varios miembros de la familia real, incluida la desdichada Casandra. Andrómaca, esposa de Héctor y superviviente si alguna vez hubo una, no sufrió ni un arañazo.

La ciudad de Troya se hallaba en los antiguos tiempos en una zona de terremotos como esa parte de Turquía lo estaba en mi época, la gente sabía cómo reaccionar a los terremotos como lo hacía en mi época, y mi anuncio probablemente salvó a muchos. Hubo quienes corrieron hacia portales sólidos o escaparon a lugares abiertos para evitar el desplome de los edificios. Más tarde se estimó que varios miles corrieron hacia la llanura antes de que la ciudad cayera y la puerta Escea y su gran dintel de piedra se hicieran pedazos.

Por mi parte, me quedé allí mirando, aturdido e incrédulo. La más noble de las ciudades, la superviviente a diez años de asedio aqueo y meses de guerra con los propios dioses, no era más que ruinas. Había incendios aquí y allá, no las omnipresentes llamas de una ciudad moderna de mi época después de un terremoto, pues no había tuberías de gas rotas sino los fuegos de los braseros y las chimeneas y las cocinas y las simples antorchas en los pasillos sin ventanas que ahora quedaban al descubierto. Incendios suficientes. El humo se mezclaba con el polvo y hacía que los muchos cientos de personas que nos congregábamos en la plaza tosiéramos y nos frotáramos los ojos.

—Tengo que encontrar a Príamo... a Andrómaca... —dijo Helena entre toses—. ¡Tengo que encontrar a Héctor!

—Ve tú a buscar a tu gente, Helena —respondí—. Yo iré a la playa a buscar a Héctor.

Me volví para marcharme, pero Helena me agarró del brazo para detenerme.

—Hock-en-bee-rry... ¿qué ha hecho esto? ¿Quién ha hecho esto? Le dije la verdad.

—Los dioses.

Hacía tiempo que se había profetizado que Troya no podría caer hasta que la piedra tendida sobre las enormes puertas Esceas fuera retirada, y cuando las atravesé con las multitudes que huían, advertí que las puertas de madera se habían quebrado y que el gran dintel había caído.

Nada era tal como diez minutos antes. No sólo la ciudad había sido destruida en un instante, sino que la zona que la rodeaba había cambiado, el cielo había cambiado, el clima había cambiado. Ya no estábamos en Kansas, Toto.

Yo había enseñado la
Ilíada
durante más de veinte años en la Universidad de Indiana y en otras partes, pero nunca había pensado en ir a Troya, a las ruinas de Troya en la costa de Turquía. Pero había visto suficientes fotos del lugar a finales del siglo XX y principios del XXI. El lugar donde Ilión había aterrizado de golpe como la casa de Dorothy se parecía más a las ruinas de Troya en el siglo XXI (una pequeña zona llamada Hisarlik) que al vivo emporio que había sido Ilión.

Mientras contemplaba el escenario cambiado (y el cielo cambiado, ya que eran las primeras horas de la tarde cuando los griegos libraban su última lucha y ahora anochecía), recordé un Canto del
Don Juan
de Byron, escrito cuando el poeta había visitado el lugar en 1810 y sentido a la vez la conexión con la heroica historia y la distancia que lo separaba de ella:

Altos montículos sin mármol ni un nombre,

una enorme llanura recta, rodeada de montañas

y el Ida en la distancia, aún el mismo,

un viejo Escamandro (si es él) queda;

la situación parece aún formada para la fama:

cien mil hombres combatirían de nuevo

con facilidad; pero donde yo buscaba las murallas de Ilión,

la oveja tranquila pace y la tortuga se arrastra.

No vi ninguna oveja, pero cuando me volví hacia la ciudad destruida el perfil era casi el mismo, aunque obviamente dos metros más bajo allí donde la ciudad acababa de caer sobre el amasijo de ruinas del arqueólogo aficionado Schliemann. Recordé que los antiguos romanos habían recortado metros de la cima del risco para construir su propia Ilión más de un milenio después de la desaparición de la ciudad original. Me di cuenta de que todos habíamos tenido suerte de caer sólo dos metros. Si no hubiera sido por los restos romanos sobre las ruinas griegas, la caída habría sido mucho peor.

Al norte, donde la llanura del Simois se había extendido durante muchos kilómetros, una planicie perfecta para que pastaran y corrieran los famosos caballos troyanos, ahora crecía un bosque. La lisa llanura del Escamandro, la zona entre la ciudad y la costa del oeste, la llanura donde yo había visto desarrollarse la mayor parte de los combates en los últimos once años, era una masa de robles, pinos y marjales. Me encaminé hacia la playa, subiendo a lo que los troyanos habían llamado Colina de Espinos sin reconocer siquiera dónde me hallaba, pero en cuanto llegué a la baja cima me detuve sorprendido.

El mar había desaparecido.

No era sólo que la orilla que yo recordaba de los recuerdos incompletos de mi vida anterior en el siglo XX hubiera retrocedido levemente, ¡todo el puñetero mar Egeo había desaparecido!

Me senté en el peñasco más alto que pude encontrar en la Colina de Espinos y pensé en aquello. Me pregunté no sólo dónde nos habían enviado Nyx y Hefesto, sino a cuándo. Todo cuanto podía decir bajo el crepúsculo era que no había luces eléctricas visibles en ninguna parte, ni tierra adentro ni en la costa y al fondo de lo que tendría que haber sido el mar Egeo pero estaba cubierto de árboles y matorrales.

«Toto, no es que ya no estemos en Kansas, es que ni siquiera estamos en Oz.»

El cielo del atardecer estaba completamente cubierto de nubes, pero aún había luz suficiente para que pudiera ver los miles y miles de hombres que se arracimaban en el arco de un kilómetro que había sido la playa apenas quinte minutos antes. Al principio estuve seguro de que seguían combatiendo (vi miles de caídos de cada bando), pero luego me di cuenta de que deambulaban, sin líneas de batalla, ni defensas, ni comunicaciones ni disciplina alguna. Más tarde descubrí que casi un tercio de los hombres, troyanos y aqueos por igual, se habían roto algún hueso (sobre todo de las piernas), por los dos metros de caída sobre la roca y a hondonadas que no existían un segundo antes. En algunos lugares, me enteré poco después, hombres que habían estado intentando reducirse a pedazos minutos antes yacían gimiendo juntos o tratando de ayudarse a incorporarse mutuamente.

Bajé corriendo la colina y crucé el kilómetro de llanura que antes era mucho más fácil de cruzar, cuando estaba pelada y gastada por la batalla. Cuando llegué a la retaguardia de las líneas troyanas (por decirlo de algún modo) casi había oscurecido.

Empecé a preguntar por Héctor inmediatamente, pero pasó otra media hora antes de que pudiera encontrarlo, y para entonces todo se hacía a la luz de las antorchas.

Héctor y su hermano herido, Deífobo, conferenciaban con el comandante temporal de los argivos, Idomeneo, hijo de Deucalión y capitán de los héroes cretenses, y con Ayax de Lócride, hijo de Oileo. Ayax
el Menor
llegó a la
reunión en
parihuelas, ya que lo habían herido hasta el hueso en ambas espinillas anteriormente. También estaban presentes Trasimedes, el valiente hijo de Néstor a quien yo había creído muerto: desapareció en la batalla por la última trinchera y se le dio por muerto entre los cadáveres que allí había, pero como descubriría yo al cabo de un minuto, sólo había resultado herido, aunque tardó horas en abrirse paso en la trinchera repleta de cadáveres para encontrarse de pronto entre los troyanos, que lo habían hecho prisionero (uno de los pocos actos de merced de ese día o de cualquier otro en los casi once años de guerra entre los dos bandos). Usaba una lanza rota como muleta mientras negociaba con Héctor.

—Hock-en-bee-rry —dijo Héctor, aparente y extrañamente feliz de verme—. ¡Hijo de Duane! Me alegra que sobrevivieras a esta locura. ¿Qué ha causado esto? ¿Quién ha causado esto? ¿Qué ha ocurrido?

—Han sido los dioses —dije sinceramente—. Para ser exactos, el dios del fuego, Hefesto, y la Noche, Nyx, la misteriosa diosa que vive y trabaja con los Hados.

—Sé que estabas cercano a los dioses, Hock-en-bee-rry, hijo de Duane. ¿Por qué han hecho esto? ¿Qué quieren que hagamos?

Sacudí la cabeza. Las antorchas se agitaban y rasgaban la noche con la fuerte brisa que llegaba del oeste, de lo que antes había sido el Mediterráneo pero que ahora traía el perfume de la vegetación.

—No importa lo que quieran los dioses —dije—. Nunca volveréis a verlos. Se han ido para siempre.

Los cien o doscientos hombres reunidos a nuestro alrededor no dijeron nada y, durante un minuto, sólo se oyó en la oscuridad el sonido de las antorchas y el gemido de los muchos heridos.

—¿Cómo sabes esto? —preguntó Ayax
el Menor
.

—Acabo de llegar del Olimpo. Vuestro Aquiles ha matado a Zeus en combate singular.

Los murmullos habrían continuado hasta convertirse en un rugido si

Héctor no hubiera mandado callar a todo el mundo.

—Continúa, hijo de Duane.

—Aquiles mató a Zeus y los Titanes han regresado al Olimpo. Hefesto acabará por gobernar (la Noche y los Hados lo han decidido ya), pero durante el próximo año o así, vuestra Tierra habría sido un campo de batalla en que ningún simple mortal podría haber sobrevivido. Por eso Hefesto os envió aquí... a la ciudad, sus supervivientes, los aqueos y troyanos.

—¿Dónde es aquí? —preguntó Idomeneo.

—No tengo ni idea.

—¿Cuándo se nos permitirá regresar? —preguntó Héctor.

—Nunca —dije yo. Estaba convencido de ello y mi voz reflejó esa certeza. No estoy seguro de haber pronunciado jamás dos sílabas con más confianza, ni antes ni después.

Other books

Pirate's Price by Aubrey Ross
Scarborough Fair and Other Stories by Elizabeth Ann Scarborough
Brooklyn Heat by Marx, Locklyn
Ariel by Jose Enrique Rodo
The Waking Engine by David Edison
Lauren Willig by The Seduction of the Crimson Rose
The Firstborn by Conlan Brown
Fixed by Beth Goobie