Authors: Dan Simmons
Los calibani habían almacenado algunas de aquellas vainas grises en una humeante fumarola, a menos de cien metros de donde se encontraba, a la derecha y por debajo de su saliente.
«No puedo bajar ahí. Está demasiado lejos.»
«Mentiroso. Está a menos de treinta metros. Todavía tienes casi toda la cuerda y los clavos. Y los piolets. Luego sólo haría falta una carrera para mirar a esas vainas... llevarte una si puedes, volver a subir y largarte.»
«Eso es una locura. Estaré al descubierto allá abajo. Esos calibani estaban entre el nido y yo. Si hubiera estado allí cuando aparecieron, me hubiesen capturado, comido o llevado a Setebos.»
«Ahora se han ido. Es tu oportunidad. Baja ahora.»
—No —dijo Daeman. Sin darse cuenta había pronunciado en voz alta la aterrada sílaba.
Pero un minuto después estaba clavando uno de sus hierros en el suelo de hielo azul de su saliente, pasando por él la cuerda y, con la ballesta al hombro, iniciando el laborioso descenso hasta el suelo del cráter.
«Eso está bien. Estás demostrando un poco de valor para variar y...»
«Cierra el pico», ordenó Daeman a aquella parte valiente y totalmente estúpida de su mente, que obedeció.
—Concibió todas las cosas que así continuarán y tendremos que vivir en Su temor —decía el himno-cántico-susurro de Calibán. No procedía de los calibani, Daeman estaba seguro, sino del propio Calibán. El monstruo original debía encontrarse en algún lugar de la cúpula, quizás al otro lado de Setebos y el nido del cráter—. Piensa esto, que algún extraño día, Setebos, Señor, el que danza en las noches oscuras vendrá a nosotros como la lengua al ojo, como el diente a la garganta... o, supongamos, crecerá en ella, como el gorgojo crece en las mariposas: bueno, aquí estamos nosotros, y allí está Él y no se puede hacer nada.
Daeman siguió deslizándose por la resbaladiza cuerda.
Lo primero que tuvo que hacer el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de clásicas, después de teletransportarse cuánticamente a Ilión, fue buscar un callejón donde vomitar.
No fue difícil, incluso en su estado de embriaguez, ya que el ex escólico se había pasado casi diez años en Troya y sus alrededores y había TCeado a una callejuela situada a la salida de la plaza que se encontraba cerca de los aposentos de Héctor y Paris, donde había estado un millar de veces. Por suerte era de noche en Ilión. Las tiendas, los puestos del mercado y los tenderetes estaban cerrados a cal y canto, y ningún lancero ni guardia nocturno advirtió su silenciosa llegada. Fuera como fuese, necesitaba un callejón y lo encontró rápido, vomitó hasta quedarse seco y luego necesitó un callejón aún más oscuro y menos transitado. Por suerte los callejones eran muchos y estrechos cerca del palacio del difunto Paris, ahora hogar de Helena y palacio temporal de Príamo, y Hockenberry encontró enseguida el más oscuro y estrecho, apenas de metro y medio de ancho. Allí se acurrucó sobre unas pajas, se envolvió en la manta que había traído de su cubículo a bordo de la
Reina Mab
y se durmió profundamente.
Despertó poco después del amanecer, dolorido, hosco, con una resaca tremenda y plenamente consciente del ruido de la plaza cerca del palacio y del hecho de llevar ropa inapropiada de la
Reina Mab
; iba vestido con un suave mono gris de algodón y zapatillas de cero-g, algo que los moravecs habían considerado adecuado para un hombre del siglo XXI. El atuendo no casaba bien con túnicas, grebas de cuero, sandalias, togas, pieles, armaduras de bronce ni con los burdos tejidos de Ilión.
Llegó a la plaza pública sacudiéndose lo peor de la suciedad del callejón y dándose cuenta de la auténtica diferencia entre la carga de aceleración de 1,28-g en la que había estado viviendo y la gravedad de la Tierra; se sentía fuerte y ágil a pesar de la resaca. Hockenberry se sorprendió al ver la poca gente que había en la plaza. Justo después del alba era el momento de más concurrencia en el mercado; sin embargo, en la mayoría de los puestos atendían solamente los propietarios y las mesas al aire libre de las posadas estaban casi vacías. Las únicas personas que había al fondo de la plaza, delante del palacio de Paris y Helena, ahora de Príamo, eran los pocos guardias de las puertas y verjas.
Decidió que la ropa adecuada era más importante incluso que el desayuno, así que se internó en las sombras bajo el mercado y empezó a regatear con un anciano que sólo tenía un ojo y un diente, ataviado con un turbante rojo. Aquel anciano tenía el carro más grande con la gama más amplia de productos (principalmente restos o prendas robadas a cadáveres recientes), pero luchaba como un dragón por defender su oro. Hockenberry tenía los bolsillos vacíos, así que todo lo que tenía para regatear era la ropa de la nave y la manta que había traído. Como eran cosas bastante exóticas (tuvo que decirle al hombre que venía de Persia), acabó con una toga, sandalias de lazos altos, la capa de lana roja de algún desafortunado comandante, una túnica corriente, una falda y un poco de ropa interior. Hockenberry buscó la más limpia del carro, y como no encontró nada decente se contentó con la que no tenía piojos. También se marchó de la plaza con un ancho cinturón de cuero que tenía una espada que había visto mucha acción pero estaba todavía afilada, y dos cuchillos, uno de los cuales se colgó al cinto. El otro lo guardó en un pliegue especial, en la cara interior de la capa roja. Una mirada al boquiabierto anciano del diente único hizo saber a Hockenberry que el cambio había estado bien, y que el extraño mono probablemente valía lo que un caballo o un escudo dorado o algo mejor. «Ah, bien.»
Hockenberry no había preguntado al anciano ni a los otros aburridos comerciantes qué sucedía, por qué la plaza estaba casi vacía, a qué se debía la ausencia de soldados y familias, a qué la extraña calma en la ciudad... pero sabía que pronto iba a descubrirlo.
Cuando terminó de cambiarse de ropa tras el carro del mercader, el anciano y dos de sus vecinos le ofrecieron oro por su medallón TC. El tipo gordo del carro de fruta subió la oferta a doscientos pesos de oro y quinientas monedas tracias de plata, pero Hockenberry dijo que no, contento de haber cogido la espada y las dos dagas antes de empezar a desnudarse.
Después de tomarse un desayuno de pie, compuesto por pan fresco, pescado seco, un poco de queso y una bebida caliente parecida al té de una sustancia infinitamente menos satisfactoria que el café, volvió a internarse en las sombras y contempló el palacio de Helena al otro lado de la calle.
Podía TCear en sus aposentos privados. Era algo que había hecho antes.
«
¿Y si ella está allí, entonces qué?»
¿Un rápido tajo con la espada y luego escapar TCeando, el perfecto asesino invisible? Pero ¿quién le aseguraba que los guardias no lo verían? Por enésima vez en los últimos nueve meses, Hockenberry lamentó la pérdida de su brazalete morfeador, la herramienta básica de los dioses para todos sus escólicos, que les permitía alterar las probabilidades cuánticas hasta el punto en que Hockenberry, Nightenhelser o cualquiera de los otros desgraciados escólicos podían desplazar instantáneamente a cualquier hombre o mujer en Ilión o sus alrededores, asumiendo no sólo su forma y su vestimenta, sino sustituyéndolos realmente a nivel cuántico. Esto había permitido que incluso el enorme Nightenhelser se morfeara en un niño de una tercera parte de su peso sin quebrar la regla acerca de la conservación de la masa que uno de los escólicos orientados hacia la ciencia le había explicado a Hockenberry hacía años.
Bien, Hockenberry ya no tenía capacidad morfeadora (el brazalete morfeador se había quedado en el Olimpo junto con su bastón táser, el micrófono direccional y la armadura de impacto), pero todavía tenía el medallón TC.
Tocó aquel círculo dorado que llevaba al pecho y... vaciló. ¿Qué iba a hacer cuando se enfrentara a Helena de Troya? Hockenberry no tenía ni idea. Nunca había matado a nadie, mucho menos a la mujer más hermosa a la que había hecho jamás el amor, la mujer más hermosa que había visto en su vida, rival de la diosa inmortal Afrodita... así que vaciló.
Se produjo una conmoción en las puertas Esceas. Caminó en esa dirección, mordisqueando los restos de su pan, con un odre de vino recién comprado colgándole del hombro, pensando en la situación que ahora encontraba en Ilión.
«He estado fuera más de dos semanas. La noche en que me marché (o la noche en que Helena intentó matarme) parecía que los aqueos iban a conquistar la ciudad. Desde luego, Troya y sus pocos dioses y diosas aliados (Apolo, Ares, Afrodita, deidades menores) no parecían capaces de defender la ciudad contra el decidido ataque de los ejércitos de Agamenón apoyados por Atenea, Hera, Poseidón y los demás.»
Hockenberry había visto lo suficiente de aquella guerra para saber que nada era seguro. Naturalmente, ésa era la visión de Homero: los acontecimientos en aquel pasado real, en esa Tierra real, en esa Troya real y alrededor de esa Troya real habían corrido en paralelo, si no seguido al pie de la letra, el gran poema de Homero. Ahora, con los acontecimientos divergiendo tan dramáticamente en los meses pasados (gracias, lo sabía, a la intervención de cierto Thomas Hockenberry), todas las cartas estaban en el aire. Así que se apresuró a seguir a la gente que obviamente se dirigía a las puertas de la ciudad.
La encontró en la muralla sobre las puertas Esceas, con el resto de la familia real y un puñado de dignatarios que abarrotaban la ancha plataforma donde la había visto equiparar rostros con nombres durante la reunión del ejército aqueo ante los troyanos diez años antes. Ese día, ella le fue susurrando los nombres de los diversos héroes griegos a Príamo, Hécuba, Paris, Héctor y los demás. Hécuba y Paris estaban muertos, como muchos otros miles, pero Helena aún ocupaba la diestra de Príamo junto con Andrómaca. El viejo rey se había mantenido de pie revisando las tropas diez años antes, pero ahora estaba medio reclinado en el trono-con-litera en que lo transportaban. Príamo parecía haber envejecido mucho más de diez años y ya no era el rey vital que Hockenberry había conocido hacía apenas una década: el anciano era una caricatura encogida y marchita del poderoso Príamo.
Pero ese día la momia parecía bastante feliz.
—Hasta este día me había compadecido de mí mismo —exclamó Príamo, dirigiéndose a los dignatarios que lo rodeaban y a unos pocos cientos de guardias reales que ocupaban las escaleras y la llanura. No había ningún ejército a la vista (la Colina de Espinos y las inmediaciones de Ilión estaban despejadas de soldados), pero esforzándose y siguiendo la mirada de Helena, Hockenberry vio una gran multitud a casi tres kilómetros de distancia, donde estaban varadas las naves griegas. Parecía que el ejército troyano había rodeado a los aqueos, rebasando su foso y sus trincheras donde se empalaban los caballos y reducido los kilómetros de campamentos aqueos a un burdo semicírculo que apenas tenía unos centenares de metros de diámetro. Si así era, los griegos estaban de espaldas al mar y los rodeaba una poderosa fuerza troyana que esperaba el momento de atacar—. Me compadecía de mí mismo —repitió Príamo, su voz cascada cada vez más fuerte—, y pedí a demasiados de vosotros que se compadecieran también de mí. Desde la muerte de mi reina a manos de los dioses no he sido más que un viejo acosado y roto, dispuesto para la condenación... peor que viejo, más allá del umbral de la decrepitud... convencido de que el Padre Zeus me había marcado para un destino terrible.
»En los diez últimos años he visto perecer a demasiados hijos míos y estaba seguro de que Héctor se reuniría con ellos en los salones del Hades incluso antes de que el espíritu de su padre viajara allí. Estaba preparado para ver cómo secuestraban a mis hijas, cómo saqueaban mis tesoros, cómo robaban el Paladión del templo de Atenea y arrojaban a niños indefensos desde lo alto de nuestras murallas en el sangriento final de esta bárbara guerra.
»Hace un mes, amigos y familiares, guerreros y esposas, esperaba ver cómo las esposas de mis hijos eran arrastradas por las malditas manos de los argivos, a Helena muerta a manos del asesino Menelao, a mi hija Casandra violada. Por eso estaba dispuesto... no, ansioso por recibir a los perros argivos ante mis puertas e instarlos a comerme vivo, después de que la lanza de Aquiles o Agamenón o el hábil Odiseo o el cruel Áyax o el terrible Menelao o el poderoso Diomedes me abatiera y me atravesaran, y rompieran y arrancaran mi vieja vida de mi anciano cuerpo, y dieran de comer mis entrañas a mis perros... sí, esos fieles sabuesos que guardaban mis puertas y mis aposentos, dejando que esos amigos repentinamente rabiosos lamieran la sangre de su amo y comieran su corazón delante de todo el mundo,
»Sí, éste era mi lamento hace un mes, hace tres semanas... pero mirad al mundo renacido esta mañana, mis amados troyanos. Zeus retiró a todos los dioses... los que deseaban salvarnos, los que deseaban destruirnos. El padre de los dioses abatió a la propia Hera con uno de sus relámpagos. El poderoso Zeus ha quemado las negras naves de los argivos y ordenado a todos los inmortales regresar de inmediato al Olimpo para enfrentarse a su castigo por desobediencia. Sin los dioses ocupando ya los días y las noches de fuego y ruido, mi hijo Héctor ha guiado a nuestras tropas de victoria en victoria. Sin Aquiles para detener al noble Héctor, los cerdos aqueos han sido expulsados hasta las quillas quemadas de sus negras naves, sus campamentos del sur arrasados, sus campamentos del norte pasto de las llamas. Y ahora son atacados por el oeste por Héctor y nuestros compatriotas, por Eneas y sus dardánidas, por los dos hijos supervivientes de Antenor, Acamante y Arquóloco.
»Al sur, tienen cortada la retirada por los brillantes hijos de Licaón y nuestros fieles aliados de Celea, al pie del Ida donde Zeus en ocasiones planta su trono.
»Al norte, los griegos son acosados por Adrasto y Anfión, esbeltos en sus corsés de lino, que lideran a los epeos y los adestrios, maravillosos con su recién adquirido oro y bronce arrebatado a los aqueos muertos que cayeron en el pánico de su huida.
»Nuestros amados Hipótoo y Pileo, que sobrevivieron a diez años de matanza y estaban dispuestos a morir este mes con nosotros, con sus amigos y hermanos troyanos, hoy lideran a los oscuros guerreros pelagios junto con los capitanes de Abidos y la brillante Arisbe. En vez de muerte innoble y derrota, en este día, nuestros hijos y aliados están a pocas horas de ver la cabeza de nuestro enemigo, Agamenón, ensartada en una pica, mientras que nuestros tracios y troyanos y pelasgios y cicones y feonianos y paflagonios y halizonios han vivido para ver el final de esta larga guerra, y pronto estarán contando el oro de los derrotados argivos, pronto estarán recogiendo la bien ganada armadura de Agamenón y sus hombres. Este día, incapaces de huir a sus negras naves, todos los reyes griegos que vinieron a matar y saquear serán muertos y saqueados.