Authors: Dan Simmons
—¿Cuál es...? No, espera, se ha ido.
El murciélago fractal negro había vuelto a hacerse invisible. Ni siquiera una mancha difusa en el campo estelar o el campo de los anillos sugería su presencia.
—Ésa era la
Valkiria
—dijo Suma IV—. Diez segundos.
Nadie los contó en voz alta. Todos lo hacían en silencio, Mahnmut estaba seguro.
A la cuenta de cero, el motor de campana de alta impulsión fue iluminado por un levísimo brillo azul que recordó a Mahnmut el de radiación Cerenkov de las cabezas nucleares. La mantis-escoba empezó a moverse, a ascender... con agónica lentitud. Pero Mahnmut sabía que cualquier cosa bajo impulso constante el tiempo suficiente adquiriría una velocidad asombrosa al cabo de poco, mientras salía del pozo gravitatorio de la tierra, y también sabía que la nave robot aumentaría ese impulso a medida que ascendiera. Probablemente, cuando la nave y el casco muerto envuelto en la manta térmica de
La Dama Oscura
llegaran a la órbita vacía de la Luna terrestre, el conjunto habría adquirido velocidad de escape. Aunque los agujeros negros se activaran llegados a ese punto, las singularidades serían un riesgo en el espacio, no la muerte de la Tierra.
La nave robot no tardó en desaparecer contra el campo en movimiento de los anillos. Mahnmut no vio ni un leve atisbo de fusión o de escapes iónicos en las tres naves moravec invisibles que presumiblemente escoltaban al robot.
Suma IV cerró las puertas de la bodega de carga.
—Muy bien, todo el mundo atento, por favor —dijo el piloto—. Algunas cosas extrañas han estado sucediendo mientras nuestros amigos estaban ocupados bajo la superficie de ese océano de ahí abajo. Tenemos que volver a la
Reina Mab
.
—¿Qué ha pasado con nuestra misión de reconocimien...? —empezó a decir Mahnmut.
—Podéis descargar los datos grabados mientras ascendemos —lo interrumpió Suma IV—. Ahora mismo los Integrantes Primeros nos quieren a bordo. La
Mab
va a retirarse durante un tiempo... retrocederá hasta la órbita lunar como mínimo.
—No —dijo Orphu de Io.
La sílaba resonó en la línea de comunicación como el tañido único de una enorme campana.
—¿No? —dijo Suma IV—. Ésas son nuestras órdenes.
—Tenemos que volver a la veta Atlántica, a la Grieta o como se llame. Tenemos que volver ahora.
—Más vale que te calles y te agarres fuerte —dijo el gran ganimediano que estaba a los controles—. Voy a llevar la nave de contacto a la
Mab
, como nos han ordenado.
—Mira las imágenes que tomaste desde diez mil metros de altura — dijo Orphu, y suministró la imagen a todos los que había a bordo a través de su conexión umbilical.
Mahnmut miró. Era la misma imagen que había visto antes de empezar a trabajar en las cabezas nucleares: la sorprendente Grieta en el océano, la proa destrozada del submarino emergiendo desde la pared norte de aquella Grieta, un pequeño campo de escombros.
—Estoy ciego a las frecuencias ópticas —dijo Orphu—, pero sigo manipulando las imágenes de radar y ahí hay algo raro. Ésta es la mejor ampliación y definición que he podido conseguir de la fotografía visual. Ya me dirás si hay algo interesante que merezca ser examinado más de cerca.
—Te diré ahora mismo que nada de lo que veamos ahí me hará volver —dijo llanamente Suma IV—. No os habéis enterado todavía, pero la isla asteroide (ese enorme asteroide donde desembarcamos a Odiseo) se marcha. Ya ha cambiado su eje y se ha alineado, y los impulsores de fusión están en marcha mientras hablamos. Y vuestro amigo Odiseo ha muerto. Y más de un millón de satélites de los anillos polar y ecuatorial (acumuladores de masa, los aparatos de faxteletransporte y otras cosas) han vuelto a cobrar vida. Nos marchamos.
—MIRA LAS MALDITAS FOTOGRAFÍAS —gritó Orphu de Io.
Todos los moravecs que iban a bordo, incluso aquellos que no tenían orejas, se llevaron las manos a la cabeza para cubrírselas.
Mahnmut miró la siguiente fotografía de la serie digital. No sólo había sido ampliada a partir de su tamaño original, sino que los píxeles se habían espaciado.
—Hay una especie de mochila en el suelo seco de la Brecha —dijo
Mahnmut—. Y a su lado...
—Una pistola —dijo el centurión líder Mep Ahoo—. Un arma de fuego que dispara balas, si mi suposición es correcta.
—Y al lado parece que hay un cuerpo humano —dijo uno de los negros soldados quitinosos—. Algo que lleva muerto mucho tiempo... todo momificado y aplastado.
—No —dijo Orphu—. Comprobé las mejores imágenes de radar. Eso no es un cuerpo humano, sino una termopiel humana.
—¿Y? —preguntó Suma IV desde su puesto a los controles—. El naufragio del submarino expulsó a uno de sus pasajeros o algunas de las pertenencias de un humano. Son parte del campo de escombros.
Orphu bufó con fuerza.
—¿Y sigue ahí después de dos mil quinientos años estándar? Lo dudo, Suma. Mira la pistola. No hay óxido. Mira la mochila. No está podrida. Esa parte de la Brecha está a merced de los elementos, incluidos el viento y la luz, pero ese material no se ha degradado.
—Eso no demuestra nada —dijo Suma IV mientras tecleaba las coordenadas de encuentro con la
Reina Mab
. Los impulsores colocaron la nave de contacto para la alineación adecuada y la ignición—. En algún momento pasado un humano antiguo llegó aquí para morir. Ahora mismo tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
—Mira en la arena —dijo Orphu.
—¿Qué?
—Mira la quinta imagen que he ampliado. En la arena. Yo no puedo verla, pero el radar llega hasta tres milímetros. ¿Qué ves ahí... con tus ojos?
—Una pisada —dijo Mahnmut—. Una pisada de un pie humano descalzo. Varias pisadas. Todas claras en el suelo húmedo y la arena blanda. Todas se dirigen hacia el oeste. La lluvia las borraría en unos cuantos días. Algún humano ha estado aquí en las últimas cuarenta y ocho horas o menos... quizá incluso mientras nosotros trabajábamos recuperando las cabezas nucleares.
—No importa —dijo Suma IV—. Nuestras órdenes son regresar a la
Reina Mab
y vamos a...
—Lleva la nave de vuelta a la Brecha Atlántica —ordenó el Integrante Primero Asteague/Che desde el otro lado de la Tierra, a treinta mil kilómetros de altura—. Nuestro estudio de las imágenes que tomamos apresuradamente en la última órbita muestran lo que puede ser el cuerpo de un ser humano en la Brecha, aproximadamente a veintitrés kilómetros al oeste del submarino naufragado. Id y recuperadlo de inmediato.
Cobro solidez y me doy cuenta de que me he TCeado yo solo a los aposentos privados de Helena de Troya, al baño del palacio que solía compartir con su difunto esposo, Paris, y que ahora comparte con su antiguo suegro, el rey Príamo. Sé que sólo tengo unos minutos para actuar, pero no sé qué hacer.
Esclavas y criadas chillan cuando paso de una habitación a otra llamando a Helena. Oigo que las sirvientas llaman a los guardias y comprendo que tal vez tenga que TCearme rápidamente si no quiero acabar ensartado por una lanza troyana. Entonces veo un rostro familiar en la siguiente cámara. Es Hipsipila, la esclava de Lesbos a quien Andrómaca usaba como cuidadora personal de la loca Casandra. Esta Hipsipila puede que sepa dónde está Helena, ya que Helena y Andrómaca estaban muy unidas la última vez que las vi. Y al menos esta esclava no huye ni llama a los guardias.
—¿Sabes dónde está Helena? —pregunto mientras me acerco a la fornida mujer. Su rostro ceñudo es tan expresivo como un calabacín.
Como en respuesta, Hipsipila retrocede y me da una patada en las gónadas. Yo levito, me agarro, caigo al suelo de losetas, ruedo en agonía y chillo.
Ella se dispone a descargar otra patada que podría arrancarme la cabeza si no la esquivo, así que intento esquivarla, recibo el puntapié en el hombro y acabo rodando en un rincón, incapaz incluso de gritar, con el hombro izquierdo y el brazo aturdidos hasta la punta de los dedos.
Lucho por ponerme en pie, encogido, mientras la enorme mujer se me acerca con ojos decididos.
«TCéate a alguna parte, idiota —me aconsejo a mí mismo—. ¿Adónde?
¡A cualquier parte pero lárgate de aquí!»
Hipsipila me agarra por la parte delantera de la túnica y se dispone a darme un puñetazo en la cara. Levanto los antebrazos para bloquear el golpe y el impacto de los grandes nudillos de su puño me rompe el cúbito y el radio de ambos brazos. Choco contra la pared y ella me agarra de nuevo por la camisa y me golpea en la barriga.
De repente vuelvo a estar de rodillas, vomitando, intentando agarrarme a la vez el vientre y las pelotas, sin aire suficiente para chillar.
Hipsipila me da una patada en las costillas, me rompe al menos una, y yo ruedo de lado. Oigo el golpeteo de las sandalias de los soldados que suben por la escalera principal.
«Ahora me acuerdo. La última vez que vi a Hipsipila estaba protegiendo a Helena y yo la dejé fuera de combate para llevarme a Helena.» La esclava me levanta como si fuera un muñeco de trapo y me abofetea, primero con la palma, luego con el dorso, luego otra vez con la palma. Siento que mis dientes se aflojan y de pronto me alegro de no tener las gafas que solía llevar.
«Joder, Hockenberry —se cabrea parte de mi mente—. Acabas de ver a Aquiles matar a Zeus que impulsa las tormentas en combate singular y aquí te está dando la del pulpo una puñetera lesbiana.»
Los guardias irrumpen en la habitación, apuntándome con sus lanzas. Hipsipila se vuelve hacia ellos, todavía agarrando mi túnica con una de sus manazas, mientras mis pies de puntillas rozan el suelo, y me tiende, ofreciéndome a sus lanzas.
Nos TCeo a ambos a lo alto de la gran muralla.
Un estallido de sol a nuestro alrededor. Los guerreros troyanos gritan y retroceden. Hipsipila se sorprende tanto de este cambio de sitio instantáneo que me suelta.
Uso los segundos de su confusión para ponerle la zancadilla. Ella cae de rodillas, pero yo, todavía de espaldas, encojo las piernas, las impulso, y de una patada la empujo por el baluarte abierto hasta la ciudad de abajo.
«Eso te enseñará, vaca musculosa, te enseñará a no meterte con el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de Literatura Clásica...»
Me pongo en pie, me sacudo y miro hacia abajo. La gran vaca musculosa ha caído sobre el techo de lona de un puesto del mercado, lo ha roto, ha aterrizado en un montón de lo que desde aquí parecen patatas y ahora corre hacia las escaleras cercanas a las puertas Esceas para volver a donde yo espero.
«
Mierda.»
Corro por la muralla hacia el lugar donde ahora veo a Helena junto con los otros miembros de la familia real, en la amplia zona cercana al templo de Atenea donde suelen contemplar la lucha. La atención de todo el mundo está fija en la batalla que tiene lugar en la playa (la última resistencia de mis aqueos condenados, obviamente en sus últimas fases ya), así que nadie me detiene antes de que agarre a Helena por el hermoso y níveo brazo.
—Hock-en-bee-rry —dice ella, maravillada—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué te...?
—¡Tenemos que sacar a todo el mundo de la ciudad! —jadeo—. ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
Helena niega con la cabeza. Los guardias se han dado la vuelta y echan mano a sus espadas y sus lanzas, pero Helena los detiene.
—Hock-en-bee-rry... es maravilloso... estamos venciendo... los argivos caerán como trigo ante nuestra guadaña... en cualquier momento el noble Héctor...
—¡Tenemos que sacar a todo el mundo de los edificios, de la muralla, de la ciudad!
No sirve de nada. Los guardias nos rodean, dispuestos a proteger a Helena, al rey Príamo y a los otros miembros de la familia real matándome o sacándome de aquí. Nunca convenceré a Helena ni a Príamo de que adviertan a los ciudadanos a tiempo.
Jadeando, consciente de los pesados pasos de Hipsipila que sube por el baluarte hacia nosotros, jadeo:
—Las sirenas. ¿Dónde pusieron los moravecs las sirenas antiaéreas?
—¿Sirenas? —dice Helena. Ahora parece alarmada, como si hubiera que tratar rápidamente mi locura.
—Las sirenas antiaéreas. Las que gemían hace meses cuando los dioses atacaban la ciudad por el aire. ¿Dónde pusieron los moravecs... los seres-muñeco mecánicos el equipo de las sirenas antiaéreas?
—Oh, en la antesala del templo de Apolo, pero Hock-en-bee-rry, ¿por qué te...?
Sujetándola con fuerza por el brazo, visualizo las escalinatas del templo de Apolo y nos TCeo allí un segundo antes de que los guardias y una mujerona furiosa de Lesbos puedan agarrarme.
Helena jadea cuando cobramos solidez en los escalones blancos, pero tiro de ella hasta la antesala. No hay guardias. Todos los habitantes de la ciudad parecen estar en las murallas o en algún lugar elevado para ver el final de la guerra en la playa.
El equipo está aquí, en la pequeña habitación donde los acólitos se cambian de ropa, junto a la antesala principal del templo. La advertencia de las sirenas antiaéreas era automática, la disparaban los controles de radar y de misiles antiaéreos de los moravecs, ahora desaparecidos, pero, tal como yo recordaba, los ingenieros moravec instalaron también un micrófono con el resto de equipo electrónico, por si el rey Príamo o Héctor querían dirigirse a toda la población de Troya a través de los treinta enormes altavoces repartidos por la ciudad amurallada.
Estudio el equipo durante unos segundos: lo hicieron lo suficientemente simple para que un niño pudiera usarlo y de ese modo los troyanos no se complicaran la vida, y ese tipo de tecnología para niños es justo la que el doctor Thomas Hockenberry puede manejar.
—Hock-en-bee-rry...
Pulso el interruptor que dice SISTEMA ENCENDIDO, tiro de la barra que dice ANUNCIO POR ALTAVOZ, tomo el micrófono de aspecto arcaico y empiezo a farfullar. Oigo mis propias palabras que resuenan en un centenar de edificios y en las grandes murallas...
—¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! A TODO EL PUEBLO DE ILIÓN... EL REY PRÍAMO PROCLAMA UNA ADVERTENCIA DE TERREMOTO... ¡EFECTO INMEDIATO! ABANDONAD TODOS LOS EDIFICIOS... ¡AHORA! SALID DE LAS MURALLAS...
¡AHORA! SALID DE LA CIUDAD A CAMPO ABIERTO SI PODÉIS. SI ESTÁIS EN UNA TORRE, EVACUADLA... ¡AHORA! UN TERREMOTO SACUDIRÁ ILIÓN DE UN MOMENTO A OTRO. REPITO, EL REY PRÍAMO DA UNA ORDEN DE EVACUACIÓN POR TERREMOTO, EFECTO INMEDIATO... ¡DEJAD TODOS LOS EDIFICIOS Y BUSCAD ESPACIOS ABIERTOS ¡AHORA MISMO!