Authors: Dan Simmons
Todos menos los centinelas salieron de sus refugios y se agruparon alrededor del Pozo para mirar, sintiendo la ausencia pero sin creerla aún.
—Bueno, supongo que no tendremos que echar nada a suertes, después de todo —le dio Greogi a Ada, acercándose y casi susurrándole al oído entre el silencio aturdido.
De repente se desencadenó un ruido alrededor: un ruido ensordecedor, sibilante, un zumbido aterrador, distante pero cada vez más fuerte, el ruido de roces y avances repetidos por el bosque y las colinas cercanas.
—Qué demonios... —empezó a decir Casman.
—Los voynix —dijo Daeman. Tomó el rifle de las manos de Ada, le colocó un nuevo cargador y se lo devolvió—. Vienen todos a la vez.
Aquí estoy, viendo y escuchando cómo un dios se vuelve loco.
No sé qué ayuda pensaba que podría conseguir aquí en el Olimpo para mis asediados y moribundos aqueos, pero ahora estoy atrapado, igual que los griegos de la playa rodeados de troyanos están condenados a muerte, aquí con mi asfixiante traje camaleónico, hombro con hombro con un millar de inmortales, tratando de contener la respiración para no traicionarme mientras veo y escucho cómo Zeus, ya rey de los dioses, se declara a sí mismo el único Dios Todopoderoso y Eterno.
No debería preocuparme que me vean. A mi alrededor los dioses miran con las inmortales bocas abiertas y los divinos ojos olímpicos como platos.
Zeus se ha vuelto loco. Y sus ojos oscuros parecen estar taladrándome mientras farfulla sobre su nuevo ascenso a la Deidad absoluta. Estoy seguro de que puede verme. Sus ojos tienen la paciencia autocomplaciente del gato con un ratón entre las zarpas.
Dirijo la mano al medallón TC que llevo al pecho, bajo el pegajoso traje camaleónico.
¿Pero dónde ir? Volver a la playa con los aqueos es una muerte segura. Volver a Ilión para ver a Helena significa placer y supervivencia, pero habré traicionado... ¿traicionado a quién? Los griegos ni siquiera han reparado en mí cuando caminaba entre ellos, al menos desde que Aquiles y Odiseo desaparecieron al otro lado del Agujero Brana. ¿Por qué debería serles leal cuando ellos no...?
Pero me obliga la lealtad.
Hablando de Odiseo (e imágenes clasificadas X saltan a mi mente cuando pienso en él), sé que puedo TCear de vuelta a la
Reina Mab
. Ese podría ser el lugar más seguro para mí, aunque en realidad no tengo nada que hacer entre los moravecs.
Nada parece adecuado. No moverse parece mejor que una cobarde traición.
«¿Traición a quién, por el amor de los dioses?», me pregunto tomando el nombre del Señor en vano mientras el nuevo Señor y único Dios Todopoderoso de este universo me mira a los ojos y termina su arenga entre puñetazos y escupitajos de saliva.
Dios Zeus Nuestro Señor no termina su discurso con «¿ALGUNA PREGUNTA?», pero bien podría apoyarse en el denso silencio que se cierne sobre el Gran Salón de los Dioses.
Entonces, súbita, inexplicablemente, dado el terror en tiempo real de la situación, el pedante irredento que hay en mí, el erudito que fui en vez del escólico que he sido, es golpeado por un verso de Lucifer según Milton: «Elevaré mi trono sobre las estrellas de Dios...»
Algo rompe el techo y las plantas superiores del Gran Salón de los Dioses, revelando el cielo desnudo y formas informes. Hay un rugido de voces y vientos.
Las paredes se desmoronan hacia dentro. Formas enormes, algunas vagamente humanas, aplastan ladrillos, derriban columnas, llegan volando por el cielo y atacan a los dioses reunidos. Todo inmortal con sentido común se TCea o echa a correr. Yo me quedo inmóvil en mi sitio.
Zeus se pone en pie de un salto. Su armadura dorada y sus armas están a cinco metros de donde se encuentra, demasiado lejos. Demasiadas formas se ciernen demasiado rápidamente para que el Padre de los Dioses tenga tiempo de armarse.
Se alza y echa atrás el musculoso brazo para descargar un rayo, para guiar el trueno.
No sucede nada.
—¡Ay! ¡Ay! —exclama Zeus, mirando su mano vacía como si le hubiera desobedecido—. ¡Los elementos no me obedecen!
—¡NINGÚN REFUGIO! ¡NINGUNA MERCED! —truena una voz desde la masa de nubes en movimiento que se alzan sobre el edificio destrozado y los dioses y formas enzarzados en la batalla—. BAJA CONMIGO AHORA, USURPADOR. LOS QUE SE QUEDAN NO AMAN TRONO, ALTARES, TRIBUNALES Y PRISIONES, TODAS ESAS FORMAS HORRIBLES ABORRECIDAS POR EL VERDADERO DIOS Y EL HOMBRE. VEN, USURPADOR, TIRANO DEL MUNDO, VEN A TU NUEVO HOGAR EXTRAÑO, SALVAJE, FANTASMAGÓRICO, OSCURO Y EXECRABLE.
A pesar de su tremendo volumen, la terrible voz es aún más espantosa por su calma.
—¡No! —exclama Zeus, y se teletransporta.
Oigo a los inmortales que luchan cerca de mí gritar «¡Titanes!» y «¡Cronos!» y entonces echo a correr, rezando para permanecer invisible en mi traje camaleónico moravec, y salto por encima de las columnas derribadas, dejando atrás las formas que combaten, atravieso rayos literales, paso bajo los cielos azules encendidos de la cumbre del Olimpo.
Algunos de los dioses del Olimpo han subido ya a sus carros voladores, y han sido alcanzados y batallan con carros más grandes y más extraños y con sus indescriptibles conductores. En las orillas del lago de la Caldera los dioses combaten a los titanes (veo una forma que sólo puede ser Cronos enfrentándose a Apolo y Ares a la vez) mientras los monstruos combaten a los dioses y los dioses huyen.
De repente me agarran. Una poderosa mano me detiene, me retuerce el brazo derecho antes de que pueda alcanzar mi medallón TC, y me quita el traje camaleónico como se retira el envoltorio mal puesto a un regalo de Navidad.
Veo que es Hefesto, el barbudo dios enano del fuego, jefe artificiero de Zeus y los dioses. Tras él, en la hierba, descansan lo que parecen ser una serie de balas de cañón de hierro y una pecera.
—¿Qué estás haciendo aquí, Hockenberry? —ruge el greñudo dios. Aunque es enano comparado con los otros dioses, todavía me saca un palmo.
—¿Cómo me has visto? —es todo lo que consigo decir. A cincuenta metros de distancia, parece que Cronos ha matado a Apolo con un garrote enorme. El ser-nube de tormenta que flota sobre el Gran Salón de los Dioses, ahora sin techo, parece estar disipándose en los vientos que soplan alrededor de la cima del Olimpo.
Hefesto se ríe y toca un aparato de cristal y bronce parecido a una lente que cuelga de su chaleco entre un centenar de otros artilugios.
—Claro que pude verte. Igual que Zeus. Por eso me hizo construirte, Hockenberry. Todo se suponía que tenía que ser para que su ascensión a Deidad hoy fuera observada... observada por alguien
que pudiera
anotarlo, joder
.
Todos nosotros somos postletrados, ya sabes.
Antes de que pueda moverme o hablar, Hefesto agarra el pesado medallón TC, me lo quita, rompiendo la cadena, y lo aplasta en su mano enorme de gruesos dedos.
«OhJesúsDiosTodopoderosono», consigo pensar mientras el dios del fuego abre el puño lo suficiente para dejar caer las migajas de oro en un bolsillo del chaleco que abre.
—No te cagues en los calzones, Hockenberry —ríe el dios—. Esta cosa nunca funcionó. Mira... ¡no contiene ningún puñetero mecanismo! Sólo el dial que podías mover. Esto ha sido siempre tu pluma de Dumbo.
—Funcionaba... siempre... vine de... yo la usaba para...
—No, no lo hacías —dice Hefesto—. Te construí con los nanogenes necesarios para que te teletransportaras cuánticamente... igual que los chicos mayores. Igual que nosotros, los dioses. No podías saberlo hasta que fuera el momento adecuado. Afrodita puso el cebo: te dio el medallón falso para que lo usaras en su plan para matar a Atenea.
Miro desesperado a mi alrededor. El Gran Salón de los Dioses se ha desmoronado. Las llamas lamen las columnas derrumbadas. La lucha se extiende por todas partes, pero la cima se va vaciando a medida que más dioses escapan para esconderse en Tierra-Ilión. Aquí y allá se abren Agujeros Brana y los titanes y las entidades monstruosas persiguen a los dioses que huyen. El Ser Nube de Tormenta ha destrozado el techo y los tres pisos superiores del Gran Salón han desaparecido.
—Tienes que ayudarme a salvar a los griegos —digo, y me castañetean los dientes.
Hefesto vuelve a reírse, frota el dorso de su mano negra de hollín contra su boca grasienta.
—Ya he aspirado a todos los otros humanos de esa jodida Tierra de la historia de Ilión —dice—. ¿Por qué debería salvar a los griegos? ¿O incluso a los troyanos? ¿Qué han hecho por mí recientemente? Además, necesitaré a algunos humanos para que me adoren cuando tome dentro de unos cuantos días el trono del Olimpo...
Me quedo mirándolo.
—¿Tú aspiraste a la gente? ¿Tú metiste a la población de Tierra Ilión en el rayo azul que surge de Delfos?
—¿Quién coño crees que lo hizo? ¿Zeus? ¿Con toda su habilidad técnica? —Hefesto sacude la cabeza. Los hermanos titanes, Cronos, Jápeto, Hiperión, Crío, Ceo y Océano caminan hacia aquí. Están cubiertos del icor dorado que es la sangre de los dioses.
De repente Aquiles aparece entre las ardientes ruinas. Va vestido de pies a cabeza con su armadura de oro, su hermoso escudo también manchado de sangre inmortal, la larga espada desenvainada, los ojos miran enloquecidos por las rendijas de su casco dorado, manchado y sucio de hollín. La aparición me ignora y le grita a Hefesto.
—¡Zeus ha huido!
—Naturalmente —replica el dios del fuego—. ¿Esperabas que se quedara a esperar que el Demogorgo lo arrastre al Tártaro?
—¡No puedo encontrar en ninguna parte a Zeus con el localizador del estanque holográfico! —grita Aquiles—. He obligado a Dione, la madre de Afrodita, a ayudarme con el localizador. Ha dicho que lo encontraría en cualquier lugar del universo. No lo ha conseguido y la he hecho pedazos.
¿Dónde está?
Hefesto sonrió.
—¿Recuerdas, asesino de los pies ligeros, el lugar donde Zeus se ocultó a los ojos de todos cuando Hera quiso follar con él y dejarlo durmiendo durante toda la eternidad?
Aquiles agarra el hombro del dios del fuego y casi lo levanta del suelo.
—¡El hogar de Odiseo! ¡Llévame allí! De inmediato.
Los ojos de Hefesto se contraen hasta convertirse en rendijas de furia.
—No des órdenes al futuro Señor del Olimpo, mortal. Por mucha singularidad que seas, debes tratar a tus superiores con más respeto.
Aquiles suelta el chaleco de cuero de Hefesto.
—Por favor. Ahora. Por favor. Hefesto asiente y luego me mira.
—Ven tú también, escólico Hockenberry. Zeus querrá que estés presente en este día. Te quiso como testigo. Testigo serás.
A bordo de la
Reina Mab
los moravecs recibieron toda la información en vivo, en tiempo real (los transmisores y nanoimágenes de Odiseo funcionaban bien), pero Asteague/Che decidió no transmitirlo a Mahnmut y Orphu de Io, que trabajaban bajo el océano de la Tierra. Los dos vecs llevaban seis horas seguidas cortando y cargando las setecientas setenta y ocho cabezas nucleares críticas y nadie quería distraerlos.
Y lo que estaba ocurriendo ahora podía considerarse una distracción. Los actos de amor (si eso era la copulación casi violenta entre Odiseo y la mujer que se había identificado a sí misma como Sycórax) se hallaban en una de sus etapas de pausa temporal. Los dos yacían desnudos en los cojines, bebiendo vino de grandes copas y comiendo fruta, cuando una criatura monstruosa (con agallas de anfibio, colmillos, garras y pies palmípedos) descorrió las cortinas y entró en los aposentos de Sycórax.
—Maldición, piensa él sí que debe anunciar que se preparaba para derretir una fruta gorda en melaza, cuando así Calibán oyó la compuerta girando. Algo aquí ha venido a verte, madre. Dice, tiene toda la carne en la nariz y dedos como piedras gruesas. Di, madre, y en Su nombre yo arrancaré la sabrosa carne de sus huesos blancos como la tiza.
—No, gracias, Calibán, querido —dijo la mujer desnuda de cejas pintadas de púrpura—. Haz pasar a nuestro visitante.
El ser anfibio llamado Calibán se hizo a un lado. Una versión más vieja de Odiseo entró.
Todos los moravecs (incluso aquellos que en ocasiones tenían dificultades para distinguir a un ser humano de otro) notaron el parecido. El joven Odiseo que yacía desnudo en los cojines se quedó mirando aturdido al Odiseo mayor. La versión más vieja era también de baja estatura, con el mismo pecho ancho pero más cicatrices, el pelo gris y canas en la barba más espesa, y se comportaba con mucha más gravedad que su pasajero en el viaje a bordo de la
Mab
.
—Odiseo —dijo Sycórax. Por lo que los aparatos de análisis auditores de las emociones humanas podían decir, parecía verdaderamente sorprendida.
Él negó con la cabeza.
—Ahora me llamo Nadie. Me alegra volver a verte, Circe. La mujer sonrió.
—Los dos hemos cambiado, entonces. Yo soy ahora Sycórax para el mundo y para mí misma, mi muy magullado Odiseo.
El joven Odiseo empezó a incorporarse, los puños cerrados, pero Sycórax hizo un gesto con la mano izquierda y se desplomó de nuevo contra los cojines.
—Tú eres Circe —dijo el hombre que se hacía llamar Nadie—. Siempre fuiste Circe. Siempre serás Circe.
Sycórax se encogió muy levemente de hombros, sus pechos redondos se agitaron. El joven Odiseo estaba tendido a su izquierda. Ella palpó los cojines vacíos a la derecha.
—Ven a sentarte junto a mí, pues... Nadie.
—No, gracias, Circe —dijo el hombre vestido con túnica, pantalones cortos y sandalias—. Me quedaré de pie.
—Vendrás a sentarte junto a mí —insistió Sycórax, la voz intensa. Hizo un complicado movimiento con la mano derecha, moviendo distintos dedos pero no al azar.
—No, gracias, me quedaré de pie.
De nuevo la mujer parpadeó sorprendida. Más esta vez, pensó el analista moravec de emociones humanas.
—Molü —dijo Nadie—. Creo que la conoces. Una sustancia hecha de una rara raíz negra que surge de la tierra una vez cada otoño.
Sycórax asintió despacio.
—Vaya, has viajado mucho. ¿Pero no te has enterado? Hermes ha muerto.
—Eso no importa.
—No, supongo que no. ¿Cómo has llegado aquí, Odiseo?
—Nadie.
—¿Cómo has llegado aquí, Nadie?
—He utilizado el viejo sonie de Savi. He tardado casi cuatro días, pasando de un macizo orbital al siguiente, siempre escondiéndome de esos destructores de intrusos robóticos tuyos o engañándolos pasando a modo invisible. Tienes que deshacerte de esas cosas, Circe. O habrá que incluir cuartos de baño en los sonies.