Authors: Dan Simmons
Hockenberry inclinó levemente la cabeza, advirtiendo que estaba en presencia de un político o, como mínimo, de un burócrata importante. No tenía ni idea de cómo podían llamarse las otras cuatro lunas. Había oído hablar de Europa en su otra vida y le parecía recordar que encontraban una nueva luna joviana cada pocas semanas, prácticamente, a finales del siglo XX y principios del XXI, pero los nombres se le escapaban. Tal vez no les habían puesto nombre todavía en la época de su fallecimiento, no lo recordaba. Además, Hockenberry siempre había preferido el griego al latín y en su opinión el mayor de los planetas del Sistema Solar tendría que haberse llamado Zeus, no Júpiter... aunque en las actuales circunstancias eso podía ser confuso.
—Permítame presentarle a mis colegas —dijo Asteague/Che.
La voz del moravec le recordaba a Hockenberry la de alguien y de pronto cayó en la cuenta: la del actor de cine James Mason.
—El alto caballero de mi derecha es el general Beh bin Adee, comandante del contingente de moravecs de combate del Cinturón de Asteroides.
—Doctor Hockenberry —dijo el general Beh bin Adee—. Es un placer conocerlo al fin.
La alta figura no le ofreció la mano para que se la estrechara, ya que no tenía mano ninguna, sólo pinzas afiladas con una miríada de manipuladores motores.
«Caballero —pensó Hockenberry—. Rocavec.» En los últimos ocho meses, había visto miles de soldados rocavec, tanto en las llanuras de Ilión como en la superficie de Marte, alrededor del Olimpo: siempre altos, de unos dos metros, como éste, siempre negros, como el general, y siempre un amasijo de filos, ganchos, bordes quitinosos y aguzadas sierras.
«Obviamente en el Cinturón de Asteroides no los crían... o los construyen, para que sean bonitos», pensó Hockenberry.
—Es un placer, general... Beh bin Adee —dijo en voz alta, e hizo una leve reverencia.
—A mi izquierda —continuó el Integrante Primero Asteague/Che—, se encuentra el
Integrante Cho Li, de la luna Calisto.
—Bienvenido a Fobos, doctor Hockenberry —dijo Cho Li, con una voz suave, absolutamente femenina. «¿Tienen género los moravecs?», se preguntó Hockenberry. Siempre había pensado en Mahnmut y Orphu como robots masculinos... y no había ninguna duda sobre la testosterona de los soldados rocavec, dada su actitud. Pero aquellas creaciones tenían una personalidad definida, ¿por qué entonces iban a carecer de género?
—Integrante Cho Li —repitió Hockenberry, y volvió a inclinar la cabeza. El calistano (¿calistoide?, ¿calistoniano?) era más pequeño que Asteague/Che, pero masivo y mucho menos humano. Menos aún que el ausente Mahnmut. Lo que desconcertaba un poco a Hockenberry eran los atisbos de lo que parecía ser piel rosa desnuda entre planchas de plástico y acero. Si a Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, lo hubieran creado con trozos de carne y piezas usadas de coche, brazos sin huesos, una multitud dispersa de ojos de diversos tamaños y una boca estrecha como la rendija de un buzón de correos, y luego lo hubieran miniaturizado... podría haber sido hermano del Integrante Cho Li. A causa de los nombres, Hockenberry se preguntó si los moravecs de Calisto habían sido diseñados por los chinos.
—Detrás de Cho está Suma IV —dijo Asteague/Che con su suave voz de James Mason—. Suma IV es de la luna Ganímedes.
Suma IV era muy humano en altura y proporciones, pero no tanto en apariencia. De algo más de metro ochenta de estatura, el ganimediano tenía los brazos y las piernas proporcionados, cintura, un pecho plano y el número adecuado de dedos... todo recubierto por una fluida, grisácea y pulida superficie a la que Hockenberry había oído a Mahnmut referirse como buckycarbono. Se usaba en el casco de los moscardones. Sobre una persona... o un moravec con forma de persona... el efecto era desconcertante.
Aún más desconcertantes eran los enormes ojos de aquel moravec, con centenares de brillantes facetas. Hockenberry se preguntó si Suma IV o los de su ralea habían bajado a la Tierra de su época... ¿digamos en Roswell, Nuevo México? ¿Tenía Suma IV algún primo conservado en hielo en el Área 51?
«No —se recordó—, estas criaturas no son alienígenas. Son entidades robótico-orgánicas que los seres humanos diseñaron y construyeron y repartieron por el sistema solar. Siglos y siglos después de mi muerte.»
—Qué tal está, Suma IV —dijo Hockenberry.
—Es un placer conocerle, doctor Hockenberry —respondió el alto moravec ganimediano. No hablaba como James Mason ni de un modo femenino: la brillante figura negra de los resplandecientes ojos de mosca tenía una voz que parecía como si unos niños bombardearan con piedras una olla hueca.
—Y aquí le presento al último representante del Consorcio —dijo Asteague/Che—. El Retrógrado Sinopessen de Amaltea.
—¿El Retrógrado Sinopessen? —repitió Hockenberry, reprimiendo las ganas de echarse a reír hasta las lágrimas. Quería acostarse, echar una siesta y despertar en su estudio, en la vieja casita blanca, cerca de la Universidad de Indiana.
—Retrógrado Sinopessen, sí —asintió Asteague/Che.
El moravec identificado tres veces avanzó sobre sus plateadas patas de araña. Hockenberry observó que el señor Sinopessen tenía más o menos el tamaño de un tren de juguete Lionel, aunque era mucho más brillante, como de aluminio pulido, y sus ocho patas de tan finas resultaban casi invisibles. Ojos o diodos o luces diminutas brillaban en diversos puntos sobre y dentro de la caja.
—Es un placer, doctor Hockenberry —dijo la brillante cajita con una voz tan grave que rivalizaba con el rumor casi subsónico de Orphu de Io—. He leído todos sus libros y ensayos. Todos los que tenemos en nuestros archivos, al menos. Son brillantes. Es un honor conocerlo personalmente.
—Gracias —respondió Hockenberry estúpidamente. Miró a los cinco moravecs, a los cientos más que trabajaban en otras máquinas incomprensibles en la enorme burbuja presurizada, se volvió de nuevo hacia Asteague/Che y dijo—: ¿Y ahora qué?
—¿Por qué no nos sentamos a la mesa y discutimos esta inminente expedición a la Tierra y su posible participación en ella? —sugirió el Integrante Primero europano del Consorcio de las Cinco Lunas.
—Claro —dijo Thomas Hockenberry—. ¿Por qué no?
Helena estaba sola e iba desarmada cuando Menelao finalmente la acorraló.
El día siguiente del funeral de Paris comenzó de forma extraña y se fue haciendo más extraño a medida que pasaban las horas. Olía a miedo y apocalipsis en el viento de invierno.
Esa mañana temprano, mientras Héctor llevaba los huesos de su hermano a su tumba, Helena fue convocada por una mensajera de Andrómaca. La esposa de Héctor y una criada esclava de la isla de Lesbos, sin lengua desde hacía muchos años, conjurada para servir a la sociedad secreta conocida como las Troyanas, retenían prisionera a Casandra en los apartamentos privados de Andrómaca, cerca de las puertas Esceas.
—¿Qué es esto? —preguntó Helena entrando en el apartamento. Casandra desconocía la existencia de aquella casa. Se suponía que nunca iba a enterarse de dónde estaba. Pero la hija de Príamo, la profetisa loca, estaba allí sentada en un banco de madera con los hombros encogidos. La criada, cuyo nombre de esclava era Hipsipila, como la madre de Jasón y esposa de Eumeo, blandía un cuchillo de larga hoja en su mano tatuada.
—Lo sabe —dijo Andrómaca. La esposa de Héctor parecía cansada, como si hubiera estado despierta toda la noche—. Sabe lo de Astianacte.
—¿Cómo?
Fue Casandra quien respondió, sin alzar la cabeza.
—Lo vi en uno de mis trances.
Helena suspiró. Habían sido siete en el momento culminante de su conspiración: Andrómaca, la esposa de Héctor, y su suegra, Hécuba, la reina de Príamo, habían urdido el plan. Luego Teano se había unido al grupo: era la esposa del jinete Antenor, pero también suma sacerdotisa del templo de Atenea. Luego la hija de Hécuba, Laódice, entró en el círculo secreto. Las cuatro habían confiado a Helena su secreto y su propósito: poner fin a la guerra, salvar las vidas de sus esposos, salvar las vidas de sus hijos, salvarse a sí mismas de la esclavitud a manos de los aqueos.
Helena había recibido el honor de convertirse en una de las Troyanas secretas, pese a no ser troyana, lo sabía, sino la fuente de las penas de las auténticas Troyanas. Como Hécuba, Andrómaca, Teano y Laódice, había trabajado durante años para encontrar una tercera vía: un final con honor para la guerra, sin tener que pagar un precio tan terrible.
No habían tenido más remedio que incluir en sus planes a Casandra, la más hermosa pero también la más rara de las hijas de Príamo. La joven había recibido de Apolo el don de la segunda visión, y ellas necesitaban sus visiones si querían planear y conspirar. Además, Casandra ya las había descubierto en uno de sus trances: ya farfullaba sobre las Troyanas y sus reuniones secretas en la cripta, bajo el templo de Atenea, así que la incluyeron para silenciarla.
La séptima y última y más vieja de las Troyanas era Herófila, «amada de Hera», la más anciana y más sabia sibila y sacerdotisa de Apolo Esminteo. Como sibila, Herófila a menudo interpretaba los sueños delirantes de Casandra con más precisión que ella misma.
Así que cuando Aquiles derrocó a Agamenón y el asesino de los pies alados dijo que Palas Atenea había asesinado a su mejor amigo, Patroclo, y luego dirigió a los aqueos contra los propios dioses en una violenta guerra, las Troyanas habían visto su oportunidad. Excluyendo a Casandra de sus planes (pues la profetisa era demasiado inestable en aquellos últimos días antes de su profetizada caída de Troya), habían llevado a cabo el asesinato del aya de Andrómaca y del hijo de esa aya. Luego Andrómaca había gritado histérica, sollozando, que habían sido Palas Atenea y la diosa Afrodita quienes habían sacrificado al joven Astianacte, hijo de Héctor.
Héctor, como Aquiles antes que él, había enloquecido de pena y de ira. La guerra de Troya terminó. Comenzó la guerra contra los dioses. Aqueos y troyanos marcharon a través del Agujero para asediar el Olimpo con sus nuevos aliados, los dioses menores, los moravecs.
Y en el primer día de bombardeo de los dioses (antes de que los moravecs protegieran Ilión con sus campos de fuerza), Hécuba había muerto. Y su hija Laódice. Y Teano, la más amada de las sacerdotisas de Atenea.
Tres de las siete Troyanas murieron el primer día de la guerra que ellas mismas habían provocado. Luego perecieron centenares de guerreros y civiles queridos para ellas.
«¿Otra?», pensó Helena, con el corazón en un puño, transida de pena. Se volvió hacia Andrómaca.
—¿Vas a matar a Casandra?
La esposa de Héctor volvió su fría mirada hacia Helena.
—No —dijo por fin—. Voy a mostrarle a su Escamandro, mi Astianacte.
Menelao no tuvo ningún inconveniente para entrar en la ciudad con su tosco disfraz: el casco con colmillos de jabalí y la túnica de piel de león. Pasó por delante de los guardias de las puertas junto con docenas de otros bárbaros, aliados troyanos todos ellos, después de la procesión funeraria de Paris y justo antes de la anunciada llegada de las amazonas.
Todavía era temprano. Evitó la zona próxima al palacio bombardeado de Príamo, puesto que sabía que Héctor y sus capitanes estarían allí enterrando los huesos de Paris. Demasiados de aquellos troyanos podrían reconocer el casco de colmillos de jabalí o la piel del león de Diomedes. Escabulléndose por el abarrotado mercado y los callejones, salió a la pequeña plaza que había delante del palacio de Paris: la vivienda temporal del rey Príamo y todavía hogar de Helena. Había guardias de elite en la puerta, naturalmente, y en las murallas y en cada terraza.
Odiseo le había dicho una vez qué terraza recóndita era la de Helena. Menelao contempló aquellas cortinas hinchadas con terrible intensidad, pero su esposa no apareció. Había dos lanceros con armadura de brillante bronce, lo cual sugería que Helena no se encontraba en casa esa mañana: nunca había aceptado guardaespaldas en sus apartamentos privados, en su más modesto palacio de Lacedemonia.
Había una taberna al otro lado de la plaza, con burdas mesas colocadas en el soleado callejón. Menelao desayunó allí y pagó con piezas de oro troyanas que había tenido la previsión de sacar del arcón de Agamenón mientras se vestía. Permaneció allí durante horas, pagando monedas triangulares al tabernero para tenerlo contento durante su guardia, y escuchó las charlas y chismorreos de la gente de la plaza y los parroquianos de las otras mesas.
—¿Está Su Alteza en casa hoy? —preguntó una vieja a otra.
—Esta mañana ha salido. Mi Febe dice que Su Señoría se marchó a primera hora, sí, pero no para honrar los huesos de su maridito y ver si recibía adecuada sepultura, ni hablar.
—¿Para qué entonces? —rió la más desdentada de las dos arpías, royendo su queso. La vieja se inclinó hacia delante como si estuviera dispuesta a escuchar una respuesta en susurros, pero la otra bruja, tan sorda como la primera, respondió a gritos.
—Se rumorea que el viejo priápico de Príamo insiste en que Helenita, esa zorrita extranjera, se case con su otro hijo... no con uno de los soldados bastardos de Príamo, que no se puede tirar una piedra a un perro de mierda sin darle a un bastardo de Príamo, sino con ese gordo y estúpido hijo legítimo, Deífobo... y que se case pasadas cuarenta y ocho horas de la barbacoa de Paris.
—Pronto, entonces.
—Sí, pronto. Hoy, tal vez. Deífobo ha estado esperando turno para tirarse a la guarra feliz desde la semana en que Paris arrastró el culo por los suelos, los dioses maldigan ese día, así que probablemente estará ahora entretenido con los ritos de Dionisos, si no del matrimonio, mientras hablamos, hermana.
Las viejas arpías mordisquearon trozos de pan y queso.
Menelao se levantó de la mesa y enfiló la calle con su lanza en la mano izquierda, la derecha en el pomo de la espada.
«¿Deífobo? ¿Dónde vive Deífobo?»
Hubiese sido más fácil antes de que empezara la guerra contra los dioses. Todos los hijos e hijas solteros de Príamo (algunos cincuentones ya) vivían entonces en el enorme palacio situado en el centro de la ciudad. Los aqueos habían planeado realizar allí la matanza en cuanto franquearan las murallas de Troya, pero aquella bomba afortunada el primer día de la nueva guerra había repartido a los príncipes y sus hermanas por viviendas igualmente cómodas por toda la enorme ciudad.
Una hora después de salir de la taberna, Menelao seguía recorriendo las calles abarrotadas cuando la amazona Pentesilea y su docena de luchadoras pasaron a caballo entre el clamor de la multitud.